CUESTIÓN DE GÉNERO


 Argot y jerigonza de analfabetos funcionales 

Autor: Sertorio

@elmanifiestocom

Nota original: https://elmanifiesto.com/tribuna/909801538/Cuestion-de-genero.html

Una de las características de nuestra época es el hundimiento del nivel intelectual en los debates ideológicos

Una de las características de nuestra época es el hundimiento del nivel intelectual en los debates ideológicos, lo que, sin embargo, no nos ahorra los discursos en una neolengua pedante, donde están proscritas la prosodia y la elegancia en la expresión, esos resabios de un pasado elitista, homófobo y cis-heteropatriarcal. Cualquiera que tenga la desgracia de leer los ensayos de los jóvenes universitarios sabe de lo que hablo, en especial aquellos compañeros de infortunio a los que su mala estrella obliga a frecuentar las páginas de pedagogos, psicólogos, politólogos, críticos literarios o teóricos de género y demás cultivadores de las modernas pseudociencias, que en poco se diferencian de la alquimia, la cartomancia o la astrología. Argot y jerigonza de iniciados en el secreto de Polichinela, alquitarados  cultismos de analfabetos funcionales (hoy los llamamos especialistas), imbecilidades revestidas con la blanca bata de los tecnicismos absurdos y de la charlatanería estadística... Para el que esto escribe, el peor problema que tiene el “pensamiento” dominante es la dificultad de su lectura. Uno, que ya peina canas, se leyó su Althusser, su Heidegger y su Lukacs. Es decir, llevo más de tres décadas acostumbrado a digerir centones y tumbaburros con estómago de hierro, pero admito que ya no tengo paciencia para perder mi cada vez más escaso tiempo en las solemnes bobadas que pontifican las preciosas ridículas. Mea culpa.

Excentricidades a cargo del contribuyente que protagonizan los bonzos y “bonzas” de la nueva izquierda

Sin embargo, reconozco que la polémica entre las feministas clásicas y la ministro de Igualdad (un ministerio dedicado a una aberración: la isocefalia) me ha sacado de mi habitual indiferencia por las excentricidades a cargo del contribuyente que protagonizan los bonzos y “bonzas” de la nueva izquierda. Se quejan las feministas de que la teoría queer considera que el género es un constructo social (perdón por los pedantismos, créame el lector que trato de limitarlos al máximo) y que conceptos como el de orientación sexual son restrictivos y discriminatorios. En definitiva, que no existen los hombres y las mujeres, los heterosexuales y los homosexuales, que no hay masculino, femenino, neutro, epiceno o ambiguo.

La inefable ministro dice que las mujeres no existen y que cualquiera que se considere mujer lo es.

Por supuesto, esa futesa llamada biología, con su carga genética, sus caracteres sexuales y su dimorfismo famoso no es más que una bagatela que no hay que tomar en consideración. ¿Dónde quedaron la antiguas condiciones objetivas? ¿Ubi el materialismo “científico”?¡Ay, si el abuelo Karl levantara la cabeza!

Esto me recuerda a cuando Cela decía que una novela era aquello a lo que el escritor llamaba novela

Si la mujer no existe, si es un simple rol impuesto por una sociedad represora y machista, ¿qué justificación tiene el feminismo? Si un hombre biológico puede escoger el género femenino, ¿qué es una mujer?, ¿qué sentido tiene lo femenino? La inefable ministro dice que las mujeres no existen y que cualquiera que se considere mujer lo es. Esto me recuerda a cuando Cela decía que una novela era aquello a lo que el escritor llamaba novela. Es decir, que si yo escribo un soneto y afirmo que es una  novela, nadie puede contestar mi decisión. La consecuencia lógica de este descubrimiento copernicano de Irene Montero es que las mujeres biológicas son legalmente lo mismo que las mujeres trans.



Quien tenía un falo y un escroto con el correspondiente par de testículos era el opresor y que las poseedoras de una vagina y un útero eran las oprimidas

Por lo tanto, los transexuales pueden participar en competiciones femeninas, disfrutar de la discriminación “positiva” vigente y hasta desahogarse de pie, como mandan los cánones, en los baños de señoras. Ni siquiera tienen que hormonarse ni pasar por el cirujano. Basta con que erijan su constructo como quien monta un mecano y lo declaren ante la autoridad competente.

Es entonces cuando las feministas clásicas se caen del guindo. Desde las sufragettes hasta el Women’s Lib, pasando por las catequistas del mojigatoleninismo vigente, estaba bastante claro que quien tenía un falo y un escroto con el correspondiente par de testículos era el opresor y que las poseedoras de una vagina y un útero eran las oprimidas. Es decir, que un siervo de la gleba, un esclavo en las minas de sal de Roma, un proletario de la Inglaterra dickensiana o un muzhik de la Rusia de Tolstoi era un tirano, un privilegiado, un opresor, mientras que las damas burguesas, las aristócratas o las niñatas universitarias con siete frívolos posgrados de género a las espaldas son las oprimidas, las víctimas, las parias de la tierra. El hecho de tener vagina le ponía a su propietaria en el lado correcto de la Historia. En el malo quedaban los hombres, sobre todo los que son blancos, mujeriegos y cristianos (

No usemos el lenguaje del enemigo: somos mujeriegos, ¿qué coño es eso tan académicamente cursi de “heterosexuales”?

no usemos el lenguaje del enemigo: somos mujeriegos, ¿qué coño es eso tan académicamente cursi de “heterosexuales”?). En ese aspecto, la lucha de sexos parecía mucho más clara que la lucha de clases, porque los sociólogos todavía discuten qué es una clase social y ni Marx ni Engels aportaron una sólida contribución para definir el elemento que origina toda su teoría política. Sin embargo, la diferencia de sexos era meridianamente clara, saltaba a simple vista, igual que la raza.

Desde el neolítico hasta 1968, todos teníamos sexo. Fue entonces cuando surgió el género, producto del empacho teórico de las intelectuales de la gauche caviar, que necesitaban sentirse oprimidas y explotadas mientras cursaban sus doctorados en la Sorbona. El género marca la diferencia esencial entre la vieja izquierda y la nueva: la subjetividad. Los santos padres del progresismo eran herederos de la Ilustración y veneraban la ciencia: Newton, Copérnico y Galileo fueron sus ídolos. Del mecanicismo y del pragmatismo ingleses nació el progre moderno. La izquierda era racional, masculina, materialista, atea, pragmática: objetiva. Si todavía a alguien le interesa, es muy recomendable retomar las páginas de Materialismo y empiriocriticismo, de Lenin, donde podemos contemplar en su polémica con Bogdánov (un muy brillante personaje, oscurecido por la historia oficial) toda la profundidad del abismo que hay entre los rojos de antes y los arcoiris de hoy.



Los acuerdos de Grenelle (1968) marcaron el fin del mito del proletariado en Occidente. Ya desde los años 20 estaba más que claro que el marxismo no iba a traer ni el paraíso ni nada bueno o, por lo menos, alimenticio,  pero los pactos entre los sindicatos y el gobierno gaullista acabaron con la última ilusión revolucionaria de la izquierda clásica.  Desde entonces la sinistra tuvo que reinventarse, que abandonar las seguridades de antaño y que encontrar nuevos oprimidos. De ahí salieron los dos fetiches mesiánicos prêt-à-porter de los progresistas actuales: el género y el tercermundismo antieuropeo (la Revolución importada). La teoría de género es radicalmente innovadora al sustituir el hecho biológico por una entelequia idealista que carece de base material y científica, que es puro subjetivismo, ideología en el sentido marxista clásico. La ventaja política de esta invención académica es que permite incorporar a una serie de minorías “oprimidas” al movimiento progresista y, sobre todo, dinamitar las instituciones básicas de cualquier sociedad organizada: la familia y el matrimonio. Es un fenomenal ariete contra las religiones y las mentalidades tradicionales; de hecho, es una pseudorreligión que hace caso omiso de las evidencias naturales y hasta las persigue; ya son multitud los artículos de biólogos censurados y proscritos del conocimiento general por la corrección política y relegados al círculo muy cerrado de los especialistas.

El biologicismo es el nuevo crimen ideológico de la inquisición arcoiris

El biologicismo es el nuevo crimen ideológico de la inquisición arcoiris. 

El problema del género, como indica la teoría queer, es que no existe. O peor aún, que, en caso de que se materialice el ectoplasma, hay tantos  géneros y son tan fluidos que escapan a toda clasificación. Aunque por lo general las definiciones son insatisfactorias, son también necesarias para poder manejar la realidad. Sobre todo si se pretende transformar la sociedad mediante una teoría. En su breve existencia, el género se ha demostrado extremadamente atomizable e ingobernable, porque depende del capricho de cada uno. Con una lógica queer implacable, los sectarios del ministerio de Igualdad atacan a las feministas clásicas por su biologicismo, por creer que la condición de mujer viene dada por algo tan facha como la naturaleza, que se nace con ella.  El gran argumento de la izquierda extremada  no nace en los laboratorios, no surge de los tubos de ensayo ni de las probetas, sino de las lágrimas, del sentimentalismo: reducir la condición de mujer a la posesión de una vagina y de una carga genética determinada intensifica el sufrimiento del colectivo trans. Resulta emocionante la preocupación de este ministerio por tan reducido colectivo, que es la vanguardia revolucionaria del inminente milenio progre, pero parece que minorías mucho más amplias y que sufren en sus fortunas, en su libertad y en sus familias las consecuencias de la ideología de género no originan la misma compasión en esta izquierda nuestra, tan humana: los padres separados, por ejemplo. O los hombres que no pueden obtener un trabajo porque la discriminación “positiva” los coloca en una inferioridad legal frente a las mujeres (que, encima, según la ministra del ramo, no existen).



Hace poco, vi un video de uno de los referentes fundamentales de la praxis política de la revolución trans que nos espera a la vuelta de la esquina. Me refiero a la difunta Cristina Ortiz Rodríguez, más conocida como La Veneno y que fue cristianada en Adra, en 1964, como José Antonio. Ni Hernán Cortés, ni Juan de Austria, ni Cabeza de Vaca, ni Zumalacárregui han merecido una serie de televisión, pero La Veneno sí tuvo la suya, lo cual nos da una idea de la importancia del personaje y del nivel moral e intelectual de la España contemporánea: todas las sociedades tienen los héroes que se merecen, que reflejan sus ideales y sus aspiraciones. No se me ocurre a nadie mejor que La Veneno para encarnar a la Marianne de la III República. Pero a lo que iba: decía nuestra heroína que ella no era una mujer, sino “un peazo de maricón” y que los transexuales no eran mujeres porque para serlo había que tener matriz, como su madre, “que es la que me ha parío”. Y no sólo eso. Como aportación trans disidente al debate sobre la teoría queer, afirmó que una famosa transexual llamada Bibiana era “un maricón castrao”.

Yo, la verdad, ante tal multitud de enfoques teóricos, prefiero suspender el juicio.

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