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LA CULPA ES DE OCCIDENTE

 


Gerald Warner es un conservador escocés que intenta tener una mirada ecuánime sobre los conflictos contemporáneos. Alcanzamos a nuestros lectores su opinión sobre el conflicto de la Unión Europea y los países anglosajones con Rusia. Enumera los que, a su criterio, son los errores cometidos por Occidente desde la caída del Muro de Berlín a la fecha. 


Ucrania debe ser protegida - pero Occidente sólo debe culparse a sí mismo.


Autor: Gerald Warner 

Nota Original: https://reaction.life/ukraine-must-be-protected-but-the-west-has-itself-to-blame/

Nota original en inglés al pie.


Todo está tomando un colorcillo a 1914. En lugar de Bosnia-Herzegovina léase Donetsk y Luhansk; por alguna razón, las guerras que pasan a mayores parecen originarse en pequeñas reyertas sobre áreas que no poca gente consideraría lejos de un valor inmobiliario de primera calidad. Pobre Boris [Johnson, primer ministro de GB], como todo primer ministro británico en sus inicios de gestión, desde 1990 a la fecha, fantasea con presidir sobre su propia guerra de Malvinas; en cambio, consigue un pedacito de la Guerra de Crimea II. Este conflicto promete pocas recompensas para Gran Bretaña: nuestros líderes [británicos] no son mejores que los que teníamos en 1853 y nuestras brigadas nunca fueron tan ligeras. No es necesario que sea de esta manera. Cualquiera que acepte la narrativa propia de cuentos de niños a la hora de dormir sobre el lobo malo y grande de Vladimir Putin versus los iluminados campeones de Occidente solamente perpetúa los simplistas engaños que trajeron a Occidente a la crisis actual.

No puede haber excusas a las repetidas faltas a la ley internacional y al uso de la fuerza por parte de Rusia; pero todos esos descalabros fueron empardados uno a uno por Ucrania. Insistir que Rusia no tiene reclamos genuinos y válidos es abrazar la mentalidad patriotera y parcial que se inculcó en el público durante la Primera Guerra Mundial. Los orígenes de la presente crisis surgen en la era de Mikhail Gorbachev, mientras la Unión Soviética se aferraba a su precaria existencia. Para inducir a Gorbachev a aceptar la reunificación de Alemania, los Estados Unidos adujeron que la OTAN no iba a dar ni un paso hacia el Este. Fue una promesa irresponsable, desde el momento que de cumplirla hubiera dejado a los estados postsoviéticos como Polonia, Hungría y Checoslovaquia privados de acuerdos de Defensa. Cuando estos países fueron posteriormente aceptados en la OTAN y un Boris Yeltsin furioso denunciaba las promesas rotas de Occidente, se lo descartó aduciendo que dichos compromisos se habían efectuado cuando la contraparte era la ahora-no-existente Unión Soviética, no a Rusia, un estado nuevo, con fronteras recientemente demarcadas.

Cuando Vladimir Putin se convirtió en presidente, sorprendió a los líderes de Occidente al solicitar ingresar a la OTAN como miembro pleno; para ser bruscamente rechazado. ¿Se trataba de un intento de diseñar un nuevo patrón geopolítico para Europa, o una cínica táctica para causar disrupción en la OTAN desde adentro? Los países de la OTAN se mostraron razonablemente renuentes a cobijar la zorra en el gallinero; pero podrían haber aprovechado la oportunidad para negociar algunos acuerdos de Defensa que hubieran hecho del mundo un lugar más seguro. En cambio, dejaron en claro su posición, que Rusia era un ex superpotencia, que había caído a un status de segunda categoría.

Los informes de prensa en Occidente se llenaron de imágenes de cascos de submarinos y barcos de guerra de la marina soviética oxidados e inmovilizados, como fotos de aldeas abandonadas en camino a ser sólo ruinas. Toda esta propaganda fue sentida como profundamente insultante por el público ruso, cuyas inclinaciones pro-Occidente se marchitaron y mutaron a disgusto o simplemente hostilidad. Mientras, Vladimir Putin se dedicó a reconstruir el poder militar de Rusia, con considerable éxitos. Pero el constante, persistente fracaso de Occidente en asegurarse la amistad de Rusia, o al menos su benevolente neutralidad, ha sido una torpeza de enorme magnitud.

Las relaciones con Rusia se volvieron más embrolladas cuando Occidente declaró la guerra cultural. Durante los Juegos Olímpicos de Sochi en 2014, varios líderes de Occidente boicotearon los JJOO, con la objeción de que las leyes rusas prohibían la "propaganda homosexual" en las escuelas, un pretexto ridículo para embarrar las aguas diplomáticas de una potencia nuclear de gran importancia geopolítica. David Cameron, Barack Obama y Angela Merkel se mantuvieron al margen, pero Xi Jinping acudió - uno de los primeros actos de lo que luego sería el alineamiento Sino-Ruso que floreció cual pacto Molotov-Ribbentrop a la cooperación Moscú-Pekín de hoy.

Este acuerdo corona la cadena de torpezas de lo que años atrás eran potencias occidentales políticamente astutas; los diplomáticos actuales llevaron a Rusia a los brazos de China, cuando hubiera sido un aliado crucial contra las ambiciones de Pekín. Como el pacto original de Molotov-Ribbentrop, la alianza sino-rusa es contraria a la ideología de Rusia y a sus intereses geopolíticos. La Unión Soviética, que supuestamente compartía una ideología con China, rara vez se encontraba en buenos términos con Mao y tuvieron serios encontronazos fronterizos. Hoy hay menos tropas rusas en la frontera con China que las que hubo por décadas.

En términos morales, Occidente no se ve mejor que sus oponentes. Una política externa "ética" significa imponer sanciones a Rusia, percibirla como menos poderosas y próspera, mientras se le ruega, cual cocker spaniel, acuerdos comerciales a China, quien se ha convertido en poderosa y llena de efectivo en sus reservas. Pero, en la crisis actual, lo que no debe olvidarse es el rol de la Unión Europea en provocar un conflicto de larga duración que podría haber iniciado una Tercera Guerra Mundial.

La autotitulada Revolución de la Dignidad en Ucrania ocurrió porque el presidente pro-ruso Viktor Yanukovych se negó a firmar una asociación política y acuerdo de libre comercio con la Unión Europea en una reunión en Vilnius en noviembre del 2013. En la subasta llevada a cabo por los rivales de la alianza ucraniana, la Unión Europea ofreció préstamos por U$D 838 millones, pero Rusia subió el monto a U$D 15 mil millones y precios baratos del gas. Yanukovych acepto U$D 2 mil millones de Rusia en dinero para cancelar deuda [bail-out]. Incitados por la Unión Europea, un grupo de personas ex acólitos de Yanukovych se pusieron a agitar banderas de la UE, tras lo cual comenzaron tres meses de protestas y disturbios que culminaron en una revolución y un violento golpe de estado que derrocó a Yanukovych.

Yanukovych era espectacularmente corrupto, pero no más que muchos otros políticos en Ucrania y en Rusia. Había sido válidamente electo presidente en el 2010 y estaba dispuesto a llamar a elecciones anticipadas para resolver la situación. Pero si lo hubiera hecho, la mayoría rusa del electorado podría haberlo repuesto en el poder. En cambio, los rebeldes "Euromaidan" prefirieron armar una revolución que costó 130 los primeros días y que lleva la cuenta de najas hasta 14.000 [mayormente civiles] por las escaramuzas entre las comunidades. Vale la pena recordar que cuando la Unión Europea audazmente declaró haber preservado la paz en Europa desde 1945 (en realidad un logro de la OTAN), vivían la única guerra en el continente en ese momento y que la misma había sido instigada por la UE.

La revolución de 2014 fue subsecuentemente semilegitimizada por elecciones en las cuales el nuevo régimen ganó mayorías convincentes - no hay sorpresa aquí, con Crimea escindida y con sólo el 20% de los puestos de votación de Donbass en funcionamiento. Las sanciones a Rusia y la indignación moral contra la anexión de Crimea tipifica la incapacidad del liderazgo de Occidente. Porque la anexión es una violación a la ley internacional, es necesario condenarla. Pero ¿cuál es la esencia moral de la situación y podría haberse resuelto de otra manera?

Crimea fue parte de Rusia de 1783 a 1954, cuando Nikita Khrushchev arbitrariamente la alocó en Ucrania, supuestamente como un gesto porque él alguna vez había vivido allí, en realidad para incrementar la densidad étnica rusa en la zona. Los habitantes de Crime son mayoritariamente rusos, cerca del 90% de ellos quiere vivir en Rusia. Un referendum que confirmó su deseo no fue reconocido por los países occidentales. La única objeción cierta contra el voluntario retorno de Crimea a Rusia es que violaba la soberanía Ucrania. En esencia, el papeleo no estaba en orden.

Pasó más de un siglo desde que el presidente de EEUU, Woodrow Wilson, comenzó a meter la pata en la geopolítica europea, al proclamar la doctrina de "autodeterminación", para luego irse y dejar el campo arado para el nacimiento del Tercer Reich. Aún en ese momento, la autodeterminación era un principio selectivo, como lo demuestra la evidencia de entregar a Rumania la Transilvania que pertenecía a Hungría.

Sin embargo las naciones de Occidente todavía rinden culto a la doctrina de autodeterminación. ¿Bajo qué bases, entonces, pueden insistir en que los rusos de Crimea deban vivir bajo la regla de un país extranjero, en un país extranjero? ¿Porque, por capricho, el Primer Secretario del Partido Comunista Soviético en 1950 los entregó entonces eso les justifica moralmente? Lo mismo aplica a los rusos que viven en Donetsk y Luhansk.

Occidente debería haber encontrado una manera pacífica y legal de reordenar las fronteras luego de la desaparición de la Unión Soviética. Aún hoy, tal vez la solución pueda ser encontrada, aunque el problema es que, debido a las acciones de Putin, se vería como una capitulación ante la fuerza. Por otra parte, si Putin no hubiera actuado, ¿quién se hubiera ocupado o dado cuenta de las aspiraciones separatistas en Ucrania?

La representación sesgada de la crisis en Ucrania como moralmente blanco y negro es naive. La revolución ucraniana tiene poca dignidad. Luego de Euromaidan, ocho oficiales de Yanukovych se "suicidaron". Cuando Newsweek investigó, la oficina del Procurador General de Ucrania dijo que toda la información sobre el tema era un secreto de estado. Más tarde admitió que cuatro de las muertes eran investigadas como asesinatos y que un sospechoso había sido acusado de asesinato en un quinto caso. Ninguna de las partes en este conflicto es inmaculado.

Dicho esto, sì hay un área con mandato moral. Causas irredentas son un cosa, faltarle el respeto a una nación soberana, es otra. Si la conocida fascinación de Putin con Kiev como la cuna de Rusia y su aparente convicción de que el estado de Ucrania debe formar parte intrínseca de Rusia, sin derecho a una existencia soberana lo lleva a invadir e intentar subyugar ese país, entonces todo el mundo deberá condenar dicha agresión y propinarle las mayores sanciones disponibles.

La relación entre Rusia y Ucrania ha cambiado considerablemente en el milenio que hay entre que Rurik gobernaba Kievan Rus y hoy. Ambos países tienen su propia tradición histórica y deberían ser alentados a encontrar la forma de coexistir en forma pacífica. Hasta hoy, Rusia no ha estado universalmente en el lado equivocado de la cosas, a diferencia de lo que sus críticos afirman; y tenemos razones valederas para reprochar a Occidente la falta de respeto y comprensión. Ciertamente, el liderazgo de Occidente, en las pasadas tres décdas, ha mostrado su cortedad de miras y su estupidez. Pero el ingreso militar a una nación soberana, con su correlato de derramamiento de sangre y destrucción, no puede ser excusado, racionalizado o absuelto en los ojos de la comunidad mundial y de la historia.


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Ukraine must be protected – but the West has itself to blame

Credit: SOPA Images Limited/Alamy Live News
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It is all getting a bit 1914. For Bosnia-Herzegovina read Donetsk and Luhansk; for some reason, major wars seem to originate in squabbles over areas that not many people would regard as prime real estate. Poor old Boris: like all incoming British prime ministers since 1990, he must have fantasised about presiding over his own Falklands War; instead, he gets a bit part in Crimean War II. This conflict promises few rewards for Britain: our leaders are no improvement on 1853 and our brigades have never been lighter. It did not need to be like this. Anyone who accepts the children’s bedtime storybook narrative of big bad wolf Vladimir Putin versus the enlightened democratic champions of the West is only perpetuating the simplistic delusions that brought the West to this crisis.

There can be no excusing the repeated breaches of international law and the use of force by Russia; but in all those outrages it has been matched by Ukraine. To insist that Russia does not have some valid grievances is to embrace the jingoist mentality that blinkered public opinion during the First World War. The origins of the present crisis lie in the era of Mikhail Gorbachev, while the Soviet Union was still precariously in existence. To induce Gorbachev to acquiesce in the reunification of Germany, the United States pledged that NATO would not take a further step eastwards. That was an irresponsible promise, since it would have left post-Soviet states such as Poland, Hungary and Czechoslovakia bereft of collective security arrangements. When those countries were later admitted to NATO membership and a furious Boris Yeltsin denounced the West’s broken promises, he was fobbed off with the response that the guarantee had been given to the now non-existent Soviet Union, not to Russia, a new state with different boundaries.

When Vladimir Putin became president he startled Western leaders by canvassing Russian membership of NATO, to be sharply rebuffed. Was this an attempt to craft a new geopolitical pattern for Europe, or a cynical ploy to disrupt NATO from within? NATO countries were understandably unwilling to house the fox among the chickens; but they could have taken the opportunity to negotiate some new security agreements that would have made the world a safer place. Instead, they made their attitude clear, that Russia was a former superpower, fallen to second-class status.

Western news reports were full of images of rotting hulks of Soviet submarines and warships, and deserted towns falling into ruin. All of this was seen as deeply insulting by the Russian public, whose pro-Western sentiments changed to dislike or downright hostility. Meanwhile, Vladimir Putin set about rebuilding Russia’s military power, with considerable success. But the constant, short-sighted failure of the West to secure Russia’s friendship, or at least benevolent neutrality, was a blunder of enormous magnitude.

Relations with Russia even became embroiled in the West’s culture wars, with the 2014 Winter Olympics in Sochi boycotted by many Western leaders, mainly on the grounds of objections to Russian laws against “homosexual propaganda” in schools, a ridiculous pretext for muddying diplomatic waters with a nuclear power of high geopolitical importance. David Cameron, Barack Obama and Angela Merkel stayed away, but Xi Jinping attended – an early portent of the Sino-Russian alignment that has blossomed into the Molotov-Ribbentrop pact of Moscow-Beijing cooperation today.

This is the crowning blunder by formerly diplomatically astute Western powers; they have driven Russia into the arms of China, when it could have been a crucial ally against Beijing’s ambitions. Like the original Molotov-Ribbentrop pact, the Sino-Russian alliance is contrary to Russia’s ideological and geopolitical interests. The Soviet Union, which supposedly shared an ideology with China, was seldom on good terms with Mao and serious border clashes were commonplace. There are fewer Russian troops on the Chinese border today than has been the case for decades.

In moral terms, the West cuts no better a figure than its opponents. An “ethical” foreign policy means imposing sanctions on Russia, perceived as less powerful and prosperous, while begging, spaniel-like, for trade pickings from China, powerful and cash-rich. But, in the present crisis, what should not be forgotten is the role of the European Union in provoking a long-smouldering conflict that could yet ignite a Third World War.

The so-called Revolution of Dignity in Ukraine occurred because its pro-Russian president Viktor Yanukovych refused to sign a political association and free trade agreement with the EU at a meeting of the Eastern Partnership at Vilnius in November 2013. In the auction that was being conducted by rivals for Ukraine’s allegiance, the EU offered loans of $838m, but Russia bid $15bn and cheaper gas prices. Yanukovych accepted $2bn from Russia in “bail-out” cash and, incited by the EU, its supporters, waving EU flags, began three months of protests and rioting which culminated in revolution and the violent overthrow of Yanukovych.

Yanukovych was spectacularly corrupt, but so were many politicians in both Ukraine and Russia. He had been validly elected president in 2010 and was willing to hold early elections to resolve the situation. But had he done so, the inbuilt demographic Russian majority in the electorate could well have returned him to power. Instead, the “Euromaidan” rebels preferred to stage a revolution which cost nearly 130 lives in the preliminary stages and has cost 14,000 more in the inter-communal warfare waged since. It is worth remembering, whenever the European Union audaciously claims to have preserved peace in Europe since 1945 (actually NATO’s achievement) that the only war taking place on the continent today was instigated by the EU.

The 2014 revolution was subsequently quasi-legitimised by elections in which the new regime gained convincing majorities – hardly surprising, with Crimea detached and only 20 per cent of polling stations in the Donbass participating. The sanctioning of Russia and moral outcry against her for annexing Crimea typified the incapacity of Western leadership. Because the annexation breached international law, it was necessary to condemn it. But what was the moral essence of the situation and what could have been done to resolve it?

Crimea was part of Russia from 1783 to 1954, when Nikita Khrushchev arbitrarily allocated it to Ukraine, supposedly as a gesture because he had once lived there, actually to increase the ethnic Russian demography of Ukraine. Crimea’s inhabitants are overwhelmingly Russian, around 90 per cent of them want to live in Russia. A referendum which confirmed that desire was not recognised by Western countries. Yet the only real objection to the voluntary return of Crimea to Russia is that it violated Ukraine’s sovereignty. In essence, the paperwork was not in order.

It is over a century since US President Woodrow Wilson blundered into European geopolitics, proclaimed the doctrine of “self-determination”, then left after laying the groundwork for the Third Reich. Even then, self-determination was a selective principle, as was evidenced by the handing over of Hungarian Transylvania to Romania.

Yet Western nations still pay lip service to the doctrine of self-determination. On what grounds, therefore, can insisting that the Russians of Crimea should live under foreign governance, in a foreign country, because of a whim of the First Secretary of the Soviet Communist Party in the 1950s, be morally justified? And the same applies to Russians living in Donetsk and Luhansk.

The West should have found peaceful and legal means of reordering frontiers following the demise of the Soviet Union. Even now, perhaps a solution could be found, though the problem is that, due to Putin’s actions, it would look like capitulation to force. On the other hand, had Putin not acted, who would have taken any notice of the aspirations of separatists in Ukraine?

The misrepresentation of the Ukraine crisis as morally black and white is naive. The Ukrainian revolution had little dignity about it. After the Euromaidan, eight former Yanukovych officials were found to have committed “suicide”. When Newsweek investigated, the office of Ukraine’s General Prosecutor said all information about them was a state secret. It later admitted four of the deaths were being investigated as murders and a suspect had been charged with murder in a fifth case. None of the parties to this conflict are wearing white hats.

That said, there is now one area exhibiting a clear moral imperative. Irredentist issues are one thing, an attempt to snuff out a sovereign nation is quite another. If Vladimir Putin’s known fascination with Kiev as the cradle of “Rus” and his apparent conviction that the state of Ukraine is an intrinsic part of Russia, with no right to a separate sovereign existence, leads him to invade and attempt to subjugate that country, then the whole world will rightly condemn such an aggression and retaliate with the strongest available sanctions.

The relationship between Russia and Ukraine has changed considerably in the period of more than a millennium since Rurik ruled Kievan Rus. Both countries have great historical heritages and should be encouraged to find ways of peaceful coexistence. Until now, Russia has not, as some critics claim, been universally in the wrong, nor without some entitlement to reproach the West for lack of understanding and respect. Certainly the West’s leadership, over the past three decades, has been guilty of short-sightedness and even stupidity. But the military invasion of a sovereign state, unleashing bloodshed and destruction, cannot be excused, rationalised or absolved in the eyes of the world community and of history.

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