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SUMISIÓN: INTERROGANTES Y PROVOCACIONES


Autor: Sertorio 

@elmanifiestocom
Nota original: https://elmanifiesto.com/tribuna/740093762/Sumision-interrogantes-y-provocaciones.html
El hecho decisivo de los últimos cincuenta años de Europa no son las derivas mundialistas de ese titánic herrumbroso al que llamamos Unión "Europea", ni las guerras de los Balcanes, ni siquiera la caída de los regímenes comunistas. El hecho de mayor trascendencia, el que de verdad va a transformar nuestro continente en otra cosa, es la islamización acelerada de su zona occidental: España, Francia, Inglaterra y Alemania, aparte de la que ya podemos denominar como Yamahiriya de Suecia. A efectos prácticos y con la vista puesta en sólo dos generaciones, nuestro Occidente será Dar al Islam sin remedio, dada la voluntad de nuestras oligarquías de ejecutar el reemplazo de población a la mayor brevedad posible; la competencia con los países emergentes obliga a sustituir a la cara poblacion nativa de Europa por otra más barata y con menos pretensiones de bienestar. Y corre prisa. En los próximos años, y gracias al Pacto de Marrakech firmado por España, llegarán en masa.
El islam ha venido con las bendiciones de la oligarquía y no se va a ir. Son decenas de millones los hombres que han plantado sus alminares en el corazón de la Europa excristiana, degenerada y suicida de nuestro tiempo. Una Europa matada por la modernidad y en vías de una disgregación sin precedentes, de un vacío espiritual propio de una cultura agotada y en vías de extinción. Y no nos engañemos: lo que se fue no volverá. El espíritu que secó la Ilustración no reverdecerá. Lo que ha sido matado en la raíz no puede volver a brotar.

Europa ha perdido su alma y, con el declive demográfico, va también a perder su cuerpo.

Europa ha perdido su alma y, con el declive demográfico, va también a perder su cuerpo. Un extremadamente lúcido Julius Evola lo advertía en sus años finales: no se puede hacer nada por evitar la muerte de Occidente, un suicidio querido y ansiado, como se manifiesta en su cultura oficial, en la locura imbécil de sus dirigentes, en la corrupción de sus masas. Hasta las más altas instancias espirituales, las que tendrían que velar por que se mantenga la Tradición, han desertado de su deber y se han entregado al enemigo. A día de hoy, uno de los mayores valedores de la islamización de Europa es el papa Francisco, quien ha mostrado una nada disimulada hostilidad al gobierno de Salvini y a su política de defensa de las fronteras nacionales y de la identidad italiana.
Evidentemente existen resistencias; la parte sana de las naciones, que en ningún caso coincide con sus élites intelectuales y económicas, se defiende como puede de esta extinción cultural inducida por sus dirigentes. Pero incluso los mismos defensores de Europa se adhieren a la ideología de la Ilustración y a sus mitos. Es decir: llevan la muerte dentro. Nada desea más el que esto escribe que equivocarse, pero sólo nos salvaremos si se produce una gigantesca negación, un rechazo a lo que hemos sido en los últimos dos siglos, a las ideas que han presidido la decadencia y la pérdida del alma de nuestra civilización. Pero, al mismo tiempo, no podemos volver a lo que ya ha muerto y no va a resucitar jamás, que simplemente pervivirá como un fósil social y religioso. Sólo un dios puede salvarnos, pero no el que ha muerto en los últimos doscientos años, sino un dios nuevo, un dios de dioses que atienda a las voces de la tierra y de la sangre, que se comunique con la comunidad paneuropea que sobreviva a la gigantesca pérdida de identidad que se está produciendo, a este borrado de la memoria, a la barbarie interna que pondrá un pronto fin a esta pseudo-Europa de los mercaderes. Europa ha perdido su alma y, con el declive demográfico, va también a perder su cuerpo. Un extremadamente lúcido Julius Evola lo advertía en sus años finales: no se puede hacer nada por evitar la muerte de Occidente, un suicidio querido y ansiado, como se manifiesta en su cultura oficial, en la locura imbécil de sus dirigentes, en la corrupción de sus masas. Hasta las más altas instancias espirituales, las que tendrían que velar por que se mantenga la Tradición, han desertado de su deber y se han entregado al enemigo. A día de hoy, uno de los mayores valedores de la islamización de Europa es el papa Francisco, quien ha mostrado una nada disimulada hostilidad al gobierno de Salvini y a su política de defensa de las fronteras nacionales y de la identidad italiana.

Sólo un dios puede salvarnos, pero no el que ha muerto en los últimos doscientos años, sino un dios nuevo.

Mucho es lo que desaparecerá en los próximos decenios. Los europeos nativos tendremos que construir nuevos mitos para edificar una sociedad que será paralela y rival de otras que competirán por nuestro suelo y nuestro pan. Lo que vemos en "naciones" compuestas de minorías como el Líbano o la India acabará por pasar aquí, porque lo estamos cultivando a conciencia. Posiblemente la nación pase de ser un concepto territorial a tener un significado genealógico. En el mundo fragmentado y muy conflictivo que se avecina, el derecho de sangre será el factor de identificación definitivo, muy por encima del vínculo territorial o legal. Estos plutócratas cosmopolitas que aborrecen el nacionalismo están, paradójicamente, resucitando la tribu, lo gentilicio, lo feudal. A eso vamos de manera implacable.
Pero existe otra posibilidad, remota y hasta absurda si se quiere, pero con la que podemos contar aunque sea como un supuesto teórico. ¿Qué sucedería si los europeos de raza nos incorporáramos al islam? Esto nos lleva a otra pregunta: ¿merece la pena luchar por algo que está muriendo y que no quiere defenderse? Si los nativos de Europa aceptáramos el mensaje de Mahoma se producirían de inmediato varios fenómenos: recuperación de las tasas de natalidad, destrucción de la ideología de género, irrelevancia de la Iglesia posconciliar, recuperación de las jerarquías espirituales y del orden natural básico, regeneración de las costumbres, asentamiento de una Tradición sólida y de imposible conciliación con la modernidad y, por último, la desaparición del laicismo y del veneno de la Ilustración. Mentes más preclaras ya han intuido esto a su manera, empezando por el capitán Richard Burton y siguiendo por René Guénon, Frithjof Schuon o Vincent-Mansour Monteil. A su manera brillante y posmoderna, ¿no es eso lo que nos propone Houellebecq en Sumisión? Cuando leía su novela y contemplaba la nueva Francia que estaba construyendo el presidente Ben Abbes, no echaba de menos el país dividido y plutocrático de Macron. No lo estaba haciendo mal el tunecino.
El islam es una religión política que impone una sociedad comunitaria y viril, guerrera y mística. Es el credo colectivo más refractario a la modernidad que existe y tiene la bendición añadida de que carece de clero, salvo en el chiísmo.
 ¿Será ese el dios que puede salvarnos? ¿Quién es el enemigo verdadero? ¿Dónde está? ¿Quién es más bárbaro: el progre europeo sin alma o el sufí desbordante de espíritu? Son preguntas que debemos hacernos antes de combatir... si es que no queremos golpearnos a nosotros mismos en nuestro espejo.
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