MOMENTO ARGENTINO

 



Antes que mirar al pasado en busca de culpables, se diría que ahora preferimos mirar al futuro en busca de oportunidades


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/momento-argentino/


Superado lo peor de la crisis económica, al gobierno le toca pasar de los números a las palabras: el contexto local y exterior lo favorece





En una nota publicada a fines de agosto dijimos que el gobierno tenía un par de meses para revertir el escenario de parálisis política e incertidumbre económica en el que se había sumergido. Ese plazo se cumplió y el oficialismo superó la prueba; para decirlo rápidamente, recuperó la iniciativa política y pudo exhibir, por fin, algunas señales de recuperación de la clase que da cuerpo a la abstracción de los indicadores. El humor social cambió perceptiblemente, como lo reflejan casi todos los encuestadores, y al menos en la capital federal es visible un mayor movimiento y la paulatina ocupación de locales comerciales que permanecían desalquilados desde hacía tiempo.

El exitoso blanqueo de capitales, además de sus efectos financieros, representó otra rara expresión de confianza de parte de una sociedad escaldada por los reiterados manotazos que el Estado descargó sobre sus ahorros desde el restablecimiento de la democracia. Y no son sólo los que algo tienen los que confían en el gobierno, aunque comprensiblemente el nivel más bajo de aceptación se encuentra entre los más golpeados por la prolongada (y provocada) recesión y la consiguiente pérdida de ingresos. Pero en conjunto, luego de dos meses de caída, la imagen del presidente y la de su gobierno se han recuperado saludablemente.

Este rumbo de las cosas, por supuesto, entusiasma al oficialismo, que comienza a fantasear con proyectos hegemónicos y reformas constitucionales, al tiempo que desconcierta a la oposición, que comienza a olvidar su propia fantasía de un juicio político con el que esperaba recuperar hegemonía y definir su constitucionalidad. Los últimos intentos de agitación callejera, kirchnerista, izquierdista y en parte gremial, tuvieron el efecto inesperado de revalorizar por contraste la percepción del gobierno, tanto como lo hizo la reaparición de Cristina Kirchner, Martín Lousteau, Axel Kicillof, Horacio Rodríguez Larreta y otras figuras que huelen irremediablemente a pasado.

El impacto sobre la oposición ha sido en verdad devastador: sus principales vertientes se muestran cada vez más atomizadas, consecuencia de cimbronazos y reacomodamientos que hasta ahora no han logrado configurar siquiera una respuesta, individual o colectiva. Ni por derecha ni por izquierda los rivales del gobierno encuentran la manera o el lugar donde pararse para hacer frente a un fenómeno político que no esperaban, que no comprenden, y que le desbarata las cómodas nociones que durante décadas les permitieron convertir la administración del Estado en un lucrativo medio de vida y trampolín social para ellos, sus parientes y sus amigos.

En un país invertebrado a lo largo de las décadas por la anomia o las maneras gelatinosas de la corrección política, la firmeza con la que el gobierno sostiene sus convicciones y mantiene sus decisiones es otra novedad que contribuye a mejorar su perfil, se esté o no de acuerdo con ellas. El mismo efecto causa la manera implacable con la que elimina de sus filas a los sospechados de actos impropios de un servidor público o a quienes no demuestran estar a la altura de las responsabilidades que les fueron confiadas.

En suma, con la inflación en baja, el gasto público bajo control, la confianza ciudadana recuperada, las expectativas teñidas de colores positivos y neutralizados los retos de sus opositores políticos, gremiales o ideológicos, el gobierno se encamina hacia un fin de año impregnado de esperanza, y encara el año electoral con comprensible optimismo, respaldado en el andamiaje partidario que la hermana Karina está levantando en todo el país con más constancia que elocuencia. Por suerte para ella, los libertarios son gente de pocas palabras, no más de 300 probablemente si descartamos los términos financieros y los insultos.

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La cuestión de las palabras sin embargo no es irrelevante, ni chistosa. Para las elecciones legislativas falta casi un año. Si la economía se pone en marcha y el año próximo se verifica el 5% de crecimiento vaticinado por el FMI, la preocupación por los números va a ceder el primer plano a la preocupación por las palabras. Los números describen el presente, las palabras dibujan el futuro. Liberados de un presente eternamente apremiante, los argentinos van a empezar a preguntarse sobre su futuro, a pedir respuestas sobre lo que les espera, o lo que pueden esperar. Respuestas más profundas. ¿Para qué todo este esfuerzo? ¿Hacia dónde vamos? ¿Cómo puedo imaginar mi lugar en ese futuro?

Las naciones son como las familias, están concebidas sobre el modelo de la familia. Nacen de un contrato voluntario, y suponen un compromiso a perpetuidad. Ahora bien, nadie forma una familia para llegar a fin de mes con los gastos empalmados con los ingresos: ese empalme es condición para el buen desempeño de una familia, pero no es su propósito. Su propósito es otro, y lo conocen quienes asumieron el compromiso. Ese propósito no puede describirse con números: pertenece a otro orden, un orden que sólo puede pensarse y exponerse con palabras.

Del mismo modo, el propósito de una nación no es lograr un presupuesto equilibrado. Ningún emperador o presidente movilizó jamás sus ejércitos para conquistar el equilibrio fiscal, ni habría podido hacerlo: ningún súbdito o ciudadano estaría dispuesto a ofrendar su vida para ordenar las cuentas públicas. “Coronados de gloria vivamos, o juremos con gloria morir”, cantamos en nuestro himno. La salud financiera no es el propósito de una nación. Según Ortega y Gasset, una nación es “un proyecto sugestivo de vida en común”. Un proyecto no describe el presente, avizora, propone, ansía un futuro; no se describe con números, se dibuja con palabras.

Si la economía del país se ordena, al gobierno de Javier Milei ya no le van a preguntar por los números, le van a reclamar las palabras, el propósito, el sentido. Veamos el caso reciente del recambio en la Cancillería, donde la economista Diana Mondino fue sustituida por el veterinario Gerardo Werthein. La primera con una clara adhesión por la economía de mercado; el segundo perteneciente a una familia que ha prosperado gracias a sus vínculos con el poder. Ninguno había dado señales previas de familiaridad con las cuestiones geopolíticas. ¿Qué visión estratégica expresan estas personas?

La respuesta automática sería que, si bien pueden aportar sus propias opiniones o consejos sobre tal o cual tema, la tarea de estos y otros funcionarios consiste en expresar y ejecutar las políticas propuestas por el presidente de la Nación. El problema consiste en que tanto en este tema, como en otros de su responsabilidad, el presidente ha sido demasiado avaro con las palabras como para que nosotros, los ciudadanos, sepamos razonablemente de qué se trata. Respecto de este asunto, Milei ha subrayado apenas su alineación con los Estados Unidos e Israel, su rechazo a los BRICS y su oposición a la Agenda 2030, posicionamientos más ideológicos que estratégicos, y además contradictorios entre sí.

Aquí, y en muchas otras áreas de gobierno que son inexcusable responsabilidad del Estado, como la educación, la justicia, la defensa y la salud pública, faltan definiciones políticas, faltan palabras, faltan programas, faltan proyectos. Esto no necesariamente significa un reproche para un gobierno que un buen día tuvo que hacerse cargo casi inesperadamente de la Casa Rosada, sin partido, sin respaldo legislativo, sin un equipo consolidado, para afrontar una de las situaciones más difíciles que haya debido sortear el país desde el restablecimiento de la democracia, por citar alguna fecha.

Pero sí significa una advertencia sobre el tipo de demandas que deberá afrontar el gobierno tan pronto la gente quede liberada, aunque sea parcialmente, de la preocupación por lo inmediato. Las preguntas van a ser ahora sobre el sentido, el rumbo, la dirección, el proyecto. Y no van a ser preguntas sencillas ni mucho menos ingenuas. Van a ser preguntas gestadas en ese contexto de saberes, creencias y valores compartidos que hacen de los habitantes del territorio argentino una Nación. La ciudadanía no es una suerte de pizarra en blanco sobre la que el poder puede escribir su relato a gusto y placer.

Esos saberes, creencias y valores le han permitido a los argentinos preservar la cohesión nacional incluso en medio de las crisis más graves. Recordemos la manera admirable como un pueblo azotado por el golpe de Estado civil del 2001 y el saqueo de sus ahorros por un puñado de empresarios confabulados con los golpistas, se las arregló para superar el mal trance sin violencia, recurriendo al trueque, a moneda manuscrita de circulación barrial y al socorro mutuo, esquivando las incitaciones de la izquierda a la rebelión y el enfrentamiento.

Tengamos presente, como ya lo hemos hecho en esta columna, que el 50% del éxito de Milei en su reordenamiento de la economía se debe al consenso ciudadano, que soportó y soporta los rigores de un ajuste brutal con estoicismo, con solidaridad, desoyendo una vez más las convocatorias del kirchnerismo y de la izquierda al desorden y la revuelta. Hay en las ciudades y los pueblos de la Argentina un conjunto de convicciones hondamente arraigadas que así como permiten asegurar la integridad nacional en los momentos de apuro, proveen el sustrato desde donde sus hombres y mujeres interpelan a los gobiernos, y evalúan su respuesta.

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La clase de respuesta que se espera de un gobierno es la que define su rumbo, su norte, su dirección. Es decir su mayor o menor adhesión al proyecto nacional. Un proyecto no es algo que una nación pueda tener o no. Una nación ES un proyecto, como recordaba Ortega, o no es nada. Si una nación no define y defiende su propio proyecto, por fuerza quedará subyugada al proyecto de otros. Parecerá una nación, con himno y bandera, pero no lo será. Este es un peligro latente porque nuestra historia está recorrida por una voluntad de sometimiento (pensemos en Bernardino Rivadavia), siempre en colisión con una voluntad soberana (pensemos en Juan Manuel de Rosas).

Estamos transitando el ajuste, apretándonos el cinturón y rechinando los dientes. Queremos saber para qué, en beneficio de quién. Los pueblos están dispuestos a los mayores sacrificios, incluso a ir a la guerra, si sus líderes les explican las razones y los objetivos. Como escribió Iris Speroni en una de sus últimas columnas: “Debemos tener presente en todo momento nuestro proyecto de país, y ante cada decisión colectiva, pensar si nos aleja o nos acerca a nuestra integridad territorial, nuestra prosperidad, nuestro bienestar y —lo que parece más lejano— nuestra voluntad de potencia mundial.”

De Milei se espera ahora que exponga sus intenciones, que nos diga si se ubica con Rosas, Roca y Perón en la corriente soberana de la historia, o se alinea con todo el resto en la fila de los comisionistas, interventores o testaferros de proyectos ajenos. Hasta ahora sus señales han sido contradictorias. Como ya hemos dicho en esta columna, mucho podría ayudarlo en este sentido su vicepresidente, cuyas expresiones públicas no han dejado lugar a dudas, y cuyo apartamiento del núcleo de las decisiones gubernamentales sugiere una intervención insidiosa y hostil a la Nación.

Victoria Villarruel aseguró por lo menos un tercio de los votos que llevaron a Milei a la presidencia, y su imagen supera a todo el resto de los dirigentes, lo que indica que su perfil político sintoniza bastante bien con la idea que la mayoría de los argentinos tienen de sí mismos como Nación. Villarruel ha sido además agraciada con un don que hoy es una rareza en la escena mundial, y del que el gobierno de Milei podría beneficiarse, un don a la vez físico y espiritual: la majestad. El diccionario define la majestad como “grandeza, superioridad y autoridad sobre otros”, y también como “seriedad, entereza y severidad en el semblante y en las acciones.” Difícilmente podría negarse que el término la describe.

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Así como posee un sustrato que permanece más o menos igual a sí mismo aun cuando se nutra y se ensanche con el tiempo y la experiencia, también el temperamento nacional muestra a veces variaciones repentinas, cambios de humor, alteraciones en el registro que tan pronto lo elevan como lo sumergen. Me parece advertir que hemos dejado atrás una etapa negra, retrospectiva, proclive a la flagelación y el fracaso, depresiva, para iniciar un ciclo pum para arriba de optimismo, creatividad, confianza en nosotros mismos, buen humor, prospectivo. Antes que mirar al pasado en busca de culpables, se diría que ahora preferimos mirar al futuro en busca de oportunidades.

No sé bien cuándo se inició este ciclo, pero es anterior al último mundial de fútbol, y sospecho que de algún modo hizo posible el comportamiento admirable de la selección. La manera como se conquistó esa copa, limpia, brillante, talentosa, tan diferente en su estilo a todo lo que conocíamos, y la manera también insólita como se celebró esa conquista, sin interferencia del poder político, económico o mediático, marcaron la primera expresión pública de ese nuevo espíritu, en el que también deben inscribirse fenómenos tan distintos como el triunfo electoral de Milei o la rutilante aparición de Franco Colapinto en los circuitos de Fórmula Uno.

El fenómeno Colapinto puso en evidencia lo que parecería ser la correspondencia externa de ese cambio de época al que me refiero, y es el repentino interés por la Argentina que se advierte en el resto del mundo, interés que encienden sus personalidades más destacadas, que son muchas y en ámbitos muy distintos, pero que se proyecta sobre el país todo, interés que encuentro teñido de aprecio y simpatía, interés que se manifiesta especialmente desde los más jóvenes hacia los más jóvenes, favorecido por las redes sociales y las plataformas de streaming que nos han colocado en la vidriera.

Es como si por primera vez el mundo se hubiera dado cuenta de que Messi, Colapinto, Darín, Becerra, Scaloni, Oro, Bizarrap, Maldacena, por hablar sólo de este momento, pertenecen todos a una misma biosfera, a una misma cultura, a una misma Nación. Nación que casualmente preside la personalidad colorida y desbordante de Milei, llamativa en el más bien opaco tinglado político internacional, y que contribuye en no escasa medida a ese momento argentino que me parece percibir. Emmanuel Macron y Giorgia Meloni han decidido viajar desde Brasil a Buenos Aires para visitarlo ahora mismo. Milei no debería desperdiciar esta hora propicia.


–Santiago González


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