EL ODIO IMPORTADO


Un kirchnerismo acorralado por su propia corrupción e incompetencia apela a categorías extrañas a la experiencia política argentina



Por Santiago González  (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/odio-importado/

 El intento de asesinato, real o fabricado, que Cristina Kirchner sufrió esta semana la tiene como principal responsable: por las amenazas de desmanes que sus seguidores lanzaron con su anuencia en vísperas de la acusación del tribunal que la procesa por corrupción, por no haber aceptado serenamente el alegato de los fiscales y respetar el trámite judicial, por alentar en cambio las concentraciones frente a su domicilio que crearon el ambiente adecuado para un ataque, por haber rechazado la protección de la Policía de la Ciudad y confiado en la custodia de la Policía Federal, conducida por su gobierno, mientras se exponía innecesariamente frente a los manifestantes, y por colocar todo este escenario en medio de una lucha improbable entre el “amor” y el “odio”. Que es de lo que trata esta nota.

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El panel discutía la turbulencia callejera en torno del domicilio de la vicepresidente en el barrio porteño de Recoleta, y una periodista glosaba con retórica psicoprogresista el mal momento emocional por el que atraviesa la dirigente desde que fue acusada por la justicia. “Cristina -apuntó en un momento- vive sola en medio de un vecindario que la odia…” La activista cambiemita Florencia Arietto, asistente al programa y también vecina de ese barrio, la cortó de inmediato. “Aquí nadie odia a nadie. Hace veinticinco años que Cristina vive en ese departamento, y nunca tuvo un problema con nadie. Ningún vecino la increpó ni la criticó de viva voz, ni siquiera los afectados por los autos de su custodia que ocupan preciados lugares de estacionamiento en esa zona. Aquí no se odia, sino que se tolera y se respeta”, dijo.

La intervención de Arietto fue más que oportuna. En primer lugar, porque la sociedad argentina no odia, ni en términos políticos ni en términos sociales (ni tampoco discrimina, que es la consecuencia del odio). “Odio” y “amor” son palabras ajenas al vocabulario político argentino que nunca, desde los tiempos de la colonia, se caracterizó precisamente por la delicadeza de la forma. Las facciones en pugna se han arrojado históricamente los epítetos más agraviantes y los insultos más groseros, pero ni siquiera en los momentos más enconados de nuestras luchas civiles, entre degüellos y fusilamientos, el odio o el amor fueron esgrimidos como espadas en el debate o la polémica. Probablemente algún panfleto o libelo los incluya, pero sería la excepción que confirma toda regla. Ni siquiera odiamos a los ingleses o a los chilenos, que ya es mucho decir. No cobijamos esa clase de sentimientos.

La rápida reacción de Arietto tuvo otro mérito, tal vez impensado, que fue el de rechazar de plano un concepto introducido por el progresismo para hacer avanzar su agenda de descomposición social, y reflotado ahora para describir la situación por la que atraviesa la vicepresidente. Todas las expresiones sobre la acusación de los fiscales procedentes del campo progresista que acompaña a la señora Kirchner, y de los medios que sostienen su carrera política, estuvieron contaminadas con invocaciones al “amor” y al “odio”. Según ellos, la presencia de seguidores frente a su domicilio en Recoleta es una expresión de “amor”, opuesta a los “odiadores” que supuestamente se deleitan con sus desventuras. La propia Cristina, en una arenga dirigida a esos manifestantes, habló del “odio hacia la alegría y el amor de los peronistas”.

Pero “odio” y “amor” son palabras demasiado fuertes como para ser empleadas con tanta ligereza en la refriega política (y periodística) cotidiana. Y tampoco se los puede asociar con el peronismo, aunque muchas veces en su etapa histórica haya abusado de las referencias al “amor” de Eva Perón por los humildes. Pero ése era más un “amor” misericordioso inspirado en la imagen de los santos católicos que un vínculo político, y en ningún caso algo opuesto a “odio” alguno de cualquier naturaleza. El peronismo ha sido sin duda el movimiento político de mayor densidad emocional de la historia argentina, pero así y todo eligió la palabra “lealtad” para describir el vínculo entre sus seguidores, y entre éstos y su líder, palabra de naturaleza muy distinta que remite al cumplimiento de la ley, al respeto de un contrato.

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La introducción del “odio” en el análisis político, social y jurídico de occidente es un invento de la izquierda norteamericana, que se propagó como fuego en el rastrojo tan pronto como exhibió inusitadas posibilidades como factor de fragmentación, enfrentamiento y disolución de las sociedades occidentales, que es el objetivo final del progresismo. Hizo su aparición en la expresión “delitos de odio” (hate crimes), un concepto que ha servido como ariete para balcanizar la sociedad entre sectores que compiten por la victimización para obtener prebendas, privilegios o subsidios, unos en detrimento de otros. Se extendió también a otras expresiones, como “discurso de odio” (hate speech), nuevo nombre de las viejas y conocidas “calumnias e injurias” y como aquéllas igualmente destinada a sostener la figura del “delito de opinión”, siempre acompañada por la acción vigilante y represiva de algún tipo de policía del pensamiento.

En su documentado estudio Hate crimes. Criminal law & identity politics, James B. Jacobs y Kimberley Potter, cuentan cómo el término fue acuñado en 1985 por tres legisladores demócratas, que propusieron una ley de estadísticas sobre “delitos de odio” para que el Departamento de Justicia compilara datos sobre la naturaleza y el número de delitos motivados por prejuicios raciales, religiosos y étnicos. Desde ese momento, se multiplicaron los artículos periodísticos dedicados al tema, los debates académicos y, lo que es más serio todavía, las legislaciones específicamente dedicadas a tipificar y fijar penas para los “delitos de odio”, legislaciones que no vinieron a llenar ningún vacío legal sino a distorsionar la descripción de delitos ya bien estudiados con la inclusión de elementos espúreos, difíciles de demostrar, y tendientes a fijar penas diferenciadas para un mismo delito a partir de presunciones sobre las intenciones o las motivaciones de su autor.

El asunto sin embargo captó la imaginación del progresismo, siempre interesado en promover desde el periodismo o la cátedra iniciativas que dividen a la sociedad en grupos antagónicos o competitivos y en imponerle al Estado más obligaciones en términos de subsidios, subvenciones, campañas de opinión, servicios comunitarios y una variada gama de “acciones afirmativas” que restan recursos a prestaciones estatales esenciales como la salud, la educación, la seguridad y la justicia o bien obligan a mantener elevada la presión impositiva. Los políticos de cualquier pelaje se subieron rápidamente al trencito, explican Jacobs y Porter, porque la lucha contra el “odio” es una de esas causas que les permiten mostrarse del lado de los “buenos” sin necesidad de combatir a ningún malo, simplemente porque el “odio” no tiene defensores.

Conviene tener presente que así como esta incorporación del “odio” al debate público se originó en los Estados Unidos, también fue allí donde rápidamente se advirtieron sus peligrosos efectos sobre dos principios básicos del ordenamiento republicano: la igualdad ante la ley y la libertad de expresión. Un artículo periodístico de octubre de 1989 en el US News & World Report, el citado libro de Jacobs y Porter publicado en 1998, la presentación del jurista Daniel E. Troy ante la Comisión de Justicia de la Cámara de Representantes en 1999, fueron de los primeros en plantear los cuestionamientos pertinentes. Eso no impidió que la marea progresista impulsara el concepto, y que lograra expandirlo por todo Occidente: entre nosotros se lo advierte detrás de la figura del femicidio. En todos los casos produjo todos los malos efectos anticipados; en ningún caso sirvió para reducir el tipo de delitos que pretende combatir.

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Cristina y sus seguidores han colocado siempre los conceptos de “amor” y “odio” en el centro de su retórica. En realidad se trata de un recurso extremo para ocultar el hecho de que todos sus gobiernos han sido deplorables, conducidos por incompetentes que pretenden disimular su incapacidad haciendo gala de fervor ideológico, incompetentes que no pueden garantizar su propia seguridad, incompetentes que han perjudicado especialmente a esos sectores populares que dicen representar, arrojándolos a los niveles más bajos de desarrollo humano que haya conocido la Argentina en toda su historia. La apelación al “amor” y al “odio” les permite creer que pueden escapar del laberinto en el que se han metido fugando por arriba.

Con el correr de los días, el kirchnerismo comenzó a comprender que una cosa es alborotar una esquina de calles estrechas en un barrio tradicional porteño y otra cosa es concitar el fervor de las masas. Las encuestas muestran altos índices de desaprobación respecto del gobierno que tiene a Cristina como vicepresidente y elevados niveles de convicción sobre su culpabilidad en los actos de corrupción de los que se la acusa, incluso entre sus seguidores más devotos. Un gran acto que la iba a tener como única oradora en su bastión del gran Buenos Aires al parecer no lograba reunir la dosis de “amor” necesaria para convertirlo en un hecho políticamente significativo y personalmente redentor. De allí las suspicacias sobre la naturaleza de un atentado destinado a escenificar dramáticamente ese combate entre el “amor” y el “odio” cuya centralidad la vicepresidente quiere ocupar en su búsqueda desesperada de una ruta de escape.

Así evocaba Cristina Kirchner a Eva Perón en algún aniversario: “Eva Perón… Única e irrepetible. Trascendió a sus detractores, al odio y a la muerte porque su amor y su entrega por los humildes la pusieron para siempre en el corazón del pueblo y en la historia de la Nación. Siempre… siempre el amor vence al odio y la mentira”. Todos los mensajes emitidos por los funcionarios de su gobierno tras el atentado de Recoleta incluyeron la apelación al “amor” y al “odio”: en su breve discurso a la medianoche de esa inquietante jornada el presidente Alberto Fernández incluyó cuatro menciones al “discurso de odio” del que supuestamente es víctima su compañera de fórmula. Pero a Cristina y sus gobiernos se los acusa de corrupción e incompetencia, que son categorías políticas y judiciales, no sentimentales.

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En diciembre de 1962, el escritor negro estadounidense James Baldwin publicó un artículo en el New Yorker titulado “Carta desde una región de mi mente”, que recibió una inmediata respuesta de la pensadora Hannah Arendt respecto del papel del amor y el odio en la política. Esa respuesta ofrece una lección para el kirchnerismo, pero también para toda esa parte de la clase política argentina (y del periodismo argentino) cuyo discurso aparece siempre infectado de progresismo. Escribió Arendt en la parte central de su mensaje a Baldwin:

“Lo que me inquietó de su ensayo fue ese evangelio de amor que usted comienza a predicar hacia el final. En política el amor es un extraño, y cuando se entromete no produce otra cosa que hipocresía. Todas las características que usted subraya entre los negros: su belleza, su capacidad de alegría, su calidez y su humanidad, son las características bien conocidas de todos los pueblos oprimidos. Brotan del sufrimiento y son orgulloso patrimonio de todos los parias. Lamentablemente, nunca han sobrevivido más de cinco minutos a la hora de la liberación. El odio y el amor van juntos, y ambos son destructivos; sólo se los puede vivir en el ámbito privado y, como pueblo, sólo mientras éste no sea libre.”

–Santiago González

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