MATCH POINT
Por Santiago González (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/match-point/
La pobre respuesta institucional a un momento extremadamente peligroso denuncia la ausencia de liderazgos y acentúa la inquietud
«El hombre que dijo “Antes que bueno, prefiero ser afortunado” supo ver más allá. La gente tiene miedo de reconocer hasta qué punto su vida depende de la suerte. Asusta pensar cuánto escapa al propio control. Hay momentos en un partido en el que la pelota toca el borde de la red y, por una fracción de segundo, puede caer hacia un lado o hacia el otro. Con un poco de suerte, se vuelca hacia adelante y ganás. O tal vez no, y perdiste», dice el protagonista de Match Point, una de las últimas películas importantes de Woody Allen. En el barrio porteño de Recoleta, ese jueves fatídico la bala no llegó a la recámara, Cristina Kirchner salvó su vida, y la Argentina se ahorró un trance traumático sobre cuyas eventuales consecuencias sólo podemos tejer conjeturas, una peor que la otra. Dios, habrá que creerlo, es argentino.
La imagen de la pelotita titubeando sobre el filo de la red es a la vez tremenda y fascinante, pero en este caso tiene un problema: más de la mitad y casi las tres cuartas partes de los argentinos no creen en ella. Suponen -y, como veremos, tienen razones para suponerlo- que la pelota tenía impulso suficiente como para cruzar raudamente al otro lado, y que el instante de incertidumbre en realidad no existió. Que fue una engaña pichanga montada para proporcionarle a la víctima la oportunidad de sugerir que la protección divina la salvó de la muerte, y a sus seguidores la de agradecer en Luján esa intervención.
Según la interpretación popular, tal como la recogen las encuestas, la vicepresidente necesitaba ese baño urgente de agua bendita luego de la dura acusación judicial sobre las trapisondas cometidas por su marido y ella con la asignación de la obra pública en la provincia de Santa Cruz. Como si no confiara en la pericia de sus defensores, esta abogada exitosa intentó primero responder con una alocución personal que resultó deshilvanada e insustancial, y después, peronista renacida, recrear en torno de su persona un 17 de octubre que sin embargo no logró encender el fervor de las masas ni obligó a alzar los puentes con el conurbano. Entonces ocurrió el fallido atentado contra su vida, el “magnicidio”.
La suspicacia ciudadana tomó nota además de ciertos datos curiosos: el domingo previo al incidente, cuando ya habían comenzado las aglomeraciones organizadas frente al domicilio de Cristina, el abogado José Manuel Ubeira, en un programa de televisión que comparte en calidad de panelista con otros académicos de nota como el economista Amado Boudou y el sociólogo Artemio López, instaló la posibilidad de un eventual intento de asesinato contra la vicepresidente. En ese momento, la idea pareció tan traída de los pelos que dejó atónitos a sus interlocutores.
Presumiblemente, el resto de los participantes del programa debían estar haciéndose la misma pregunta que se hacen los ciudadanos desconfiados: ¿a quién se le ocurriría matar a Cristina, y convertirla en mártir, justamente cuando la justicia la tiene contra las cuerdas y a un par de asaltos antes de que suene la campanilla final? La ocurrencia de Ubeira sería apenas anecdótica si no hubiera resultado profética, y si no se hubiera dado la casualidad de que este abogado represente hoy a la señora Kirchner, querellante en la causa por el atentado contra su vida, y cuente como tal con acceso a todos los detalles del proceso y al rumbo que toman las investigaciones.
Los suspicaces llaman también la atención sobre la insistencia del kirchnerismo en apartar del domicilio de Cristina a la Policía de la Ciudad, a la que impugnaron por presunta parcialidad en favor de los enemigos políticos de la vicepresidente, hasta que lograron, con presiones e incidentes, su retiro del lugar, y su reemplazo por la Policía Federal, bajo la responsabilidad del ministro de seguridad kirchnerista Aníbal Fernández, y por una suerte de guardia de corps informal integrada por militantes de La Cámpora. Por omisión o por acción, unos y otros hicieron posible que alguien se acercara con un arma a Cristina Kirchner y la gatillara a veinte centímetros de su cabeza.
“Mi olfato me dice que el enemigo es tropa propia”, escribió el también abogado de Cristina, Gregorio Dalbón, al comentar el episodio en un tweet que enseguida borró y nunca explicó. Dalbón y Ubeira, dicen las crónicas periodísticas, no descartan la participación de “cuentapropistas” (a quienes más correctamente habría que llamar “contratistas”, porque no actúan por iniciativa propia sino a pedido) de algunos servicios de inteligencia. Según el jefe de redacción de Perfil, Javier Calvo, había nerviosas averiguaciones en ciertas oficinas de la Policía Federal y también de la Agencia Federal de Inteligencia.
A todas estas inquietudes, la cautela ciudadana suma otra pregunta: ¿por qué Fernando Sabag Montiel falló en su intento? Sus propios videos lo muestran manejando con destreza la misma pistola que accionó torpemente contra la cabeza de Cristina. Tampoco fue ésa la primera vez en que estuvo a punto de cometer su ataque: su propio teléfono reveló que el sábado anterior (un día antes de la explosiva advertencia de Ubeira en televisión) había acudido al domicilio de la vicepresidente con la misma intención, que entonces no pudo concretar porque según él mismo la oportunidad que buscaba se le malogró. ¿Realmente Sabag Montiel se proponía matar a Cristina?
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La mención de Sabag Montiel nos remite a la meneada “banda de los copitos”. En un primer momento, este personaje fue presentado a la opinión pública como un fracasado Gavrilo Princip de la archiduquesa Cristina, pero con el correr de las novedades su silueta se fue desdibujando hasta quedar convertido en un simplote hábilmente manipulado por la fantasiosa Brenda Uliarte, una especie de Mata Hari del conurbano que se jactaba de haberle ordenado a su amigo, presa ella de un arrebato sanmartiniano, matar a la vicepresidente.
El flujo de novedades no se detuvo, y fue empequeñeciendo a Sabag y Uliarte, cuyo fracaso se explica porque empezaron a tener sus propias ideas -como la de alquilar un departamento vecino desde donde dispararle a la vicepresidente (“ella se pone en el balcón y pimba, un tiro en la cabeza”, escribe Uliarte)-, y al parecer no respetaron el plan de Nicolás Carrizo. Carrizo era el fabricante de los coloridos copitos de azúcar cuya venta callejera daba cobertura a los conjurados para justificar su presencia en la escena del crimen, pero también estratega del atentado y proveedor de una pistola para ejecutarlo, según él mismo le aseguró a su hermana en una conversación escrita.
La cuestión de las armas alimenta las conjeturas de quienes dudan de todo. ¿De dónde vino la pistola Bersa calibre 38 que apuntó a Cristina y apareció en la vereda de Recoleta, fotografiada con anterioridad en las manos de Sabag y en la cintura de Uliarte? ¿Se la compró Sabag a un vecino, como se dijo en un primero momento, o la compró Uliarte, como ella declara en uno de sus mensajes? ¿O están hablando de armas distintas? Por lo pronto, nada tienen que ver con la pistola calibre 22 que Carrizo esperaba ver usada en la comisión del crimen.
¿Cuál era la relación entre la pareja Sabag-Uliarte y Carrizo, además de ser clientes de sus copitos? En sus conversaciones telefónicas, entre sí y entre Uliarte y su compañera de colegio Agustina Díaz, nunca lo nombran, y muestran gran autonomía en sus designios y sus acciones. Carrizo en cambio los describe, especialmente a Sabag, como subordinados que desobedecieron sus órdenes, no respetaron su plan y, afortunadamente para él, no usaron el arma que les proporcionó para que cometieran el atentado. Esos chats parecen seguir libretos diferentes.
En realidad, lo único en lo que Sabag, Uliarte y Carrizo coinciden es en la franqueza con la que dejaron testimonio en sus teléfonos celulares de su intención de matar a la vicepresidente y de los pasos seguidos para concretarla, algo inédito en la historia mundial de las conspiraciones políticas: unos y otros describieron sus planes, alardearon de ellos, y nada hicieron para borrar sus conversaciones. El único teléfono que no se pudo leer, por mala praxis de la Policía Federal que borró su contenido, fue el que usó Sabag el día del atentado, donde pudo haber datos sobre sus últimos pasos, su plan de fuga y sus apoyos, si es que los tenía.
Lo que distingue en cambio a los miembros de esta diabólica trinidad es que Sabag y Uliarte, que ya habían tenido extraña exposición mediática en el canal Crónica semanas antes del atentado, debieron arreglarse con los abogados de oficio asignados por la justicia, mientras que al desconocido Carrizo, para decirlo con la palabra mágica de Uliarte, ¡pimba!, le apareció la defensa pro bono de Gastón Marano, un experimentado letrado con clientes de alto nivel y vínculos con la comunidad de inteligencia, cuyo único interés en el caso, según él mismo dijo, es la publicidad que le asegura. Si Carrizo no es el cerebro, dicen los suspicaces, es el nexo con el cerebro.
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Si el atentado contra la vicepresidente generó en la opinión pública menos alarma y empatía que sospechas y desconfianza, tampoco la clase política pareció registrar debidamente la grave amenaza que encierra. La subestimación del episodio en el discurso público quedó de manifiesto en la rapidez con que tanto el oficialismo como la oposición oficial al oficialismo, lejos de clavar los frenos ante el peligro, se lanzaron a manipular el relato en beneficio del propio bando y en perjuicio del bando contrario, siguiendo un juego perverso que está conduciendo al país al borde del abismo. Los cambiemitas trataron de minimizarlo, promoviendo las hipótesis del autoatentado o del “loquito suelto”; los kirchneristas procuraron amplificarlo, victimizándose como blancos de “discursos de odio” y sugiriendo una caprichosa red de vinculaciones conducentes a los más altos escalones de sus rivales políticos.
Ese juego perverso impidió una reacción institucional, por encima de las parcialidades, ante este inquietante brote de violencia política, espontánea o calculada. La bala que no salió puso en evidencia la endeblez de la república, el sistema político llamado a dar una respuesta pacífica a los conflictos que normalmente se generan en una sociedad. La bala que no salió dejó a la vista un clima de disconformidad social altamente inestable y proclive a la reacción ciega, inorgánica y descontrolada. La bala que no salió denunció una desesperante ausencia de liderazgos.
La bala que no salió mostró que en este momento no hay una sola voz con autoridad suficiente como para llamar a la calma si la situación se desborda. La bala que no salió nos hizo ver, ¡pimba!, que la pelotita amarilla, el sol de nuestro veinticinco, se balancea peligrosamente sobre el borde de la red.
–Santiago González
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