ACONTECIMIENTOS DESAFORTUNADOS



Desde que arrancó el siglo las clases medias de Occidente vienen de mal en peor, cediendo a saltos sus libertades políticas y económicas.


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)




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ara evitar cualquier suspicacia conspirativa podríamos suponer, como en la famosa colección de narraciones juveniles, que sólo se trata de “una serie de acontecimientos desafortunados”, pero los datos dicen que desde que arrancó el siglo las clases medias de Occidente vienen de mal en peor, con un deterioro creciente, e incluso pérdida, de las libertades políticas y económicas conquistadas duramente y palmo a palmo tras las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX. Esa degradación de la condición ciudadana exhibe distintas velocidades según las regiones, pero la tendencia es uniforme y aparentemente imparable.

Vale la pena hacer un recorrido cronológico, y por razones de espacio trazado con brocha gorda, de los hitos más importantes de esa escala descendente.

Una vez instalada la idea de que el narcotráfico representa un gran peligro para la humanidad, comenzó a ventilarse la cuestión de un mal asociado: el lavado de dinero, al que se vinculó además con la corrupción política y la evasión de impuestos. A partir de allí se fue implantando alrededor del mundo una maraña infernal de regulaciones financieras que funciona como una red de pesca, pero al revés: atrapa las mojarritas, mientras los peces gordos eluden graciosamente la malla. El gran capital, los políticos corruptos y los narcotraficantes siguen moviendo su dinero tranquilamente, pero las familias de clase media encuentran toda clase de dificultades para poner sus ahorros a resguardo de la voracidad impositiva, la inflación y otras arbitrariedades con las que las élites les vacían los bolsillos.

Ocurrió después el nunca satisfactoriamente explicado derrumbamiento de las Torres Gemelas en Nueva York, coronación mediática de una amenaza que ya venía siendo agitada desde antes: el terrorismo internacional de origen islámico, un “choque de civilizaciones” que convertía el solo hecho de salir a la calle en una aventura de riesgo. Para precaverse, dijeron los líderes políticos, había que sacrificar ciertas libertades civiles. La “ley patriótica” aprobada en los Estados Unidos es un modelo en ese sentido. A partir de allí se generalizaron las restricciones al derecho de reunión y de expresión, las cámaras de seguridad, los controles biométricos, los pasaportes inteligentes y otras pesadillas de control social que afectan principalmente a las clases medias que no tienen manera de eludirlas

Occidente cuenta con infinidad de think-tanks, centros de investigación, unidades de inteligencia, analistas y observadores, abastecedores permanentes de columnistas y periodistas. Pero ninguno pudo prever, inexplicablemente, la crisis de las hipotecas de 2008 que, a ambos lados del Atlántico, dejó a millones de familias de clase media sin hogar, y muy lejos de alcanzar alguna vez la condición de propietario. El alquiler se lleva la mitad del sueldo, o más, y crecen los atrasos y los desalojos; en la Unión Europea denuncian que demasiada gente vive hacinada, en ambientes húmedos o inadecuados; en los Estados Unidos han acuñado el término slumburb, para describir la degradación de los otrora manicurados suburbios (suburbs) en virtuales villas miseria (slums), por falta de cuidado y mantenimiento.

Después vino la pandemia imaginaria del 2020, combatida de común acuerdo por casi todos los países occidentales con cuarentenas, restricciones y prohibiciones que perturbaron severamente o directamente paralizaron el comercio, la industria y el movimiento de personas y mercaderías. Esto impactó de lleno en los ámbitos de actividad típicos de la clase media: en el nivel de empleo, porque aceleró la automatización, y en las pequeñas y medianas empresas, porque favoreció la concentración. Es cierto que el nivel de empleo se recuperó con relativa rapidez; lo que no se recuperó, al menos en lo inmediato, fue la calidad del empleo. Y tampoco se recuperó, en muchos casos, la empresa familiar. Los propietarios, con suerte, pasaron a ser empleados.

Mientras las clases medias occidentales trataban a duras penas de acomodarse a las nuevas circunstancias, ajustando sus expectativas de progreso personal y social, otro imprevisto se desplomó sobre sus destinos: la invasión rusa de Ucrania y las duras sanciones aplicadas contra Moscú, que se volvieron como un bumerán contra su propia calidad de vida. Los mismos líderes políticos que en Europa y los Estados Unidos impusieron esas sanciones ya les han advertido a sus ciudadanos que tienen que prepararse para soportar períodos de severa escasez de alimentos y de restricciones nunca vistas en la provisión de energía. Frazadas, pulóveres y duchas breves son los consejos habituales.

Asociado a la pandemia del 2020 y al conflicto en Ucrania del 2022 apareció otro mal en el mundo que es el de las llamadas fake news o noticias falsas, término que en general se aplica a las informaciones, los análisis y las opiniones que cuestionan o contradicen la versión oficial de las cosas, y que suelen ser reprimidos con restricciones a la circulación o directamente con acciones de censura pura y dura. El fenómeno se asocia a otras distorsiones, como la llamada cultura de la cancelación o la condena del pasado histórico a partir de opiniones de moda en el presente. Y lo sufren principalmente las clases medias, tradicionales consumidoras de información y habituadas a formarse su propio juicio sobre las cosas.

Resumiendo: en menos de un cuarto de siglo, las clases medias encontraron crecientes dificultades para defender sus ahorros de la inflación o los impuestos, vieron alejarse el sueño de la casa propia, o asistieron al deterioro de su barrio, en algunos casos complicado además por ingreso masivo de inmigrantes. Se vieron en problemas para encontrar empleo de calidad o perdieron el que tenían, y comprobaron con impotencia cómo el negocio, el taller o la práctica que mantuvieron a su familia durante generaciones, naufragaban sin atenuantes.

Ahora afrontan alzas violentas en la energía y los alimentos, y un contexto macroeconómico escalofriante: niveles de inflación virtualmente desconocidos, como consecuencia de las libertades monetarias que se tomaron los gobiernos para compensar la parálisis de la pandemia; crisis del sistema monetario internacional basado en el dólar, y pérdida de confianza en los contratos, en ambos casos como consecuencia de las sanciones impuestas por los líderes occidentales a Rusia. Todo ello en un marco de ideas e información incierto y sospechoso.

Podríamos apaciguar nuestros temores convenciéndonos de que los enumerados constituyen sólo “una serie de acontecimientos desafortunados”. Pero hay datos inquietantes comunes a todos ellos:

– Todos los acontecimientos mencionados son posteriores a la caída del muro de Berlín. Antes de la implosión de la URSS el único “problema mundial” era el comunismo. Cuando las élites occidentales se convencieron de que el planeta era desde entonces para ellas algo así como un arenero donde ensayar sus más extravagantes modelos de reorganización, empezaron a aparecer los problemas “mundiales”: el narcotráfico, el lavado de dinero, el terrorismo, la superpoblación, el cambio climático, las pandemias, las noticias falsas.

– Todos los acontecimientos mencionados fueron, y son, agitados primero por los medios hasta llevarlos a niveles exasperantes, hasta que el poder político aparece entonces con la solución, que implica, claro, la resignación de un pequeño derecho aquí y otro allá, una molestia razonablemente tolerable si se la compara con el mal que ayuda a prevenir.

– Todos los acontecimientos mencionados reducen las libertades de los ciudadanos, libertades decisivas como el derecho a la propiedad, que comienza por la vivienda propia e incluye todos los aspectos del patrimonio personal, especialmente los ahorros, o el derecho a la información, obtenida sin restricciones de las fuentes que cada uno elija, o el derecho al movimiento, o el derecho a la intimidad.

Si algo caracterizó la cultura occidental, y constituyó la prueba de su justicia y eficacia, de su virtù, fue la expansión cuantitativa y el desarrollo cualitativo de su clase media, erigida sobre dos columnas centrales, la vivienda propia y la herencia patrimonial, en torno de las cuales sus integrantes edificaban la empresa familiar, el ejercicio profesional, la práctica artesanal que definía su destino y creaba a su vez el legado para la generación siguiente.

Pero los acontecimientos desafortunados que acabamos de enumerar han ido configurando, en apenas un cuarto de siglo y especialmente en las grandes ciudades una nueva normalidad de individuos aislados, confinados en monoambientes de alquiler, sin vocación ni proyecto vital, sin compromisos duraderos, sin identidad ni historia, sin intimidad ni vida privada, consumidores insaciables de estímulos electrónicos o químicos, se diría que listos para recibir el yugo si no fuera que el yugo ya no es necesario. Sus movimientos, sus gustos, sus inclinaciones, sus relaciones sociales son minuciosamente registrados; si se produce alguna alteración o desviación el remedio va rápidamente en camino. Sólo hay que actualizar la app, y eso ya se hace automáticamente.

–Santiago González


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