EL NUEVO MURO

 



Seis mil ojivas nucleares se erigen entre dos sistemas: el de la gobernanza mundial y el de las soberanías nacionales



Nota original: https://gauchomalo.com.ar/nuevo-muro/

De la serie: "La Guerra en Ucrania".

Nota 1: UN SOPLO DE REALIDAD

Nota 2: LA GUERRA DE ÍGOR

Nota 3: EL GLOBALISMO YA GANÓ

Nota 4: LA OTAN Y EL ESTE EUROPEO

Nota 5: PUTIN Y SU PROYECTO EUROASIÁTICO



N

o es difícil entender las razones por las que una Ucrania si no subyugada por lo menos neutral resulta crucial para Rusia: del alineamiento de ese estado dependen tanto su seguridad territorial como su credibilidad como potencia: nadie toma en serio el liderazgo de una nación que no logra meter en caja a un pariente díscolo con el que comparte sangre, historia y, en gran medida, idioma. Más difícil es entender por qué el alineamiento de Ucrania atrae el interés de Washington, cuyos problemas más graves se encuentran fronteras adentro, al punto de llevarlo a embarcarse en osadas, y a veces cruentas, operaciones de interferencia en los asuntos internos de ese estado que accedió por primera vez a la vida independiente en 1991.

Pero todo tiende a aclararse cuando se advierte que, en realidad, las razones de Washington son las mismas que las de Moscú, sólo que vistas desde el otro lado del tapiz: los Estados Unidos han hecho y hacen todo lo debido, y lo indebido también, para atraer a Ucrania a Occidente y de ese modo debilitar la seguridad territorial rusa y frustrar cualquier aspiración moscovita al liderazgo geopolítico.

Es imposible no recordar ahora que, tras la implosión de la Unión Soviética y en el mismo momento en que los ucranios discutían su independencia, el presidente George Bush padre consideró prudente viajar a Kiev y tratar de disuadirlos: hablando ante el parlamento les recomendó no dejarse arrastrar por un “nacionalismo suicida”. ¿Qué cambió desde entonces para que hayan sido justamente los Estados Unidos los que arrastraron ahora a Ucrania a un “nacionalismo suicida”?

Lo que cambió ha sido el diseño de la política exterior estadounidense.

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En 1989 se desplomó no sólo el muro de Berlín sino un ordenamiento mundial arduamente edificado desde la inmediata posguerra. La brillante generación de estadistas estadounidenses, sin vínculos partidarios pero profundamente comprometidos con su país –Averell Harriman, Dean Acheson, George Kennan, por nombrar sólo a los más conocidos–, arquitectos de la política destinada a contener el expansionismo soviético cuyo despliegue en el tiempo conocemos hoy como Guerra Fría, ya se había alejado de la escena. Su lugar había sido ocupado por figuras como Henry Kissinger o Zbignew Brzezinsky, ambos inclinados como sus predecesores al realismo político, al pragmatismo por sobre la ideología. Lo mismo puede decirse de James Baker, el secretario de estado de Bush padre que dictó sus consejos a los ucranios y prometió a Rusia que la OTAN no sería ampliada tras la disolución de la Unión Soviética.

Pero la Guerra Fría había habilitado un gigantesco negocio de provisión de equipamientos militares, de seguridad y de alta tecnología. Y estos intereses también incidían en el diseño de la política exterior, especialmente desde el Congreso, siempre en apoyo de cualquier postura belicista. En su discurso de despedida, en 1961, el presidente y general de cinco estrellas Dwight Eisenhower recomendó a sus conciudadanos protegerse de la “indebida influencia, buscada o no, del complejo militar-industrial-legislativo”. Eisenhower sabía de lo que hablaba. Tres décadas más tarde, desoyendo los consejos de Baker, Bush padre prefirió seguirle el tren a su secretario de defensa Dick Cheney, un eterno lobbista del intervencionismo armado, quien lo indujo a no respetar lo pactado con Moscú y avanzar con la OTAN hacia el este.

A la influencia del belicismo tradicional, con motivaciones económicas, se sumó, durante la presidencia de Bill Clinton, la irrupción masiva en la política exterior de un belicismo de nuevo cuño, con motivaciones ideológicas. Lo impusieron los llamados “neoconservadores”, o neocons: una pandilla de intelectuales demócratas de Nueva York, trostkistas, sionistas e izquierdistas, que ante el fracaso del comunismo soviético, decidieron voltear la página, y perseguir los mismos fines colectivistas globales pero desde la vereda de enfrente. No desde Moscú sino desde Washington, no conducido por indescifrables jerarcas eslavos sino por las élites occidentales, no cimentado en las masas sino en el capital financiero. Con los neocons, los globalistas, que ya existían como tales por lo menos desde la década de 1970, tomaron virtualmente en sus manos el diseño de la política exterior estadounidense.

Los analistas de la escena diplomática no se llamaron a engaño. En su libro America alone. The neoconservatives and the global order (2004), Stephan Halper y Jonathan Clarke llaman la atención sobre el mesianismo de los neocons, su tendencia a entender la historia como un duelo entre buenos y malos (con ellos mismos en el lugar de los buenos), su convicción de que es posible reconfigurar el orden universal mediante la voluntad y la fuerza, y su opción por un orden que los autores describen como “unilateralismo global”. En un artículo publicado en 2006 en la revista del New York Times, Francis Fukuyama, el mismo que los había entusiasmado con sus visiones de un mundo uno, expuso de manera inapelable la impronta colectivista de la mentalidad neocon, aun cuando propiciara un modelo de validez universal no ya comunista sino socialdemócrata. “El leninismo fue una tragedia en su versión bolchevique”, escribió, “y ahora regresa como farsa, practicado por los Estados Unidos”.

Margaret Albright, la secretaria de estado de Clinton, expuso sin pudor la arrogancia de la pandilla: “Si tenemos que usar de la fuerza es por que somos los Estados Unidos, somos la nación indispensable. Estamos erguidos sobre nuestras piernas, y avizoramos el futuro mucho más lejos que cualquier otro país”. Lo primero que notaron desde esa poderosa atalaya fue que el fin de la historia anunciado por Fukuyama venía con demora, que las diferencias étnicas, culturales, nacionales, oponían obstáculos, y que era necesario acelerar su llegada aplicando la mano dura. Los belicistas mercenarios de Dick Cheney se abrazaron encantados a los neocons de Irving Kristol, y juntos se lanzaron a sembrar en el mundo (en el tercer mundo, en realidad: entre quienes no podían defenderse) una rara variedad de democracia, cuyas semillas tenían forma de balas y de bombas.

Cuando Donald Trump les detuvo la carrera, los neocons globalistas ya se habían anotado la mutilación o destrucción de Yugoslavia, Afganistán, Libia, Irak y Siria. Y avanzaban en el asedio de Rusia.

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El asedio comenzó con la ampliación hacia el este de la OTAN, una organización cuya única razón de ser es enfrentar a Rusia, a despecho de las promesas hechas a Moscú tras la disolución de la Unión Soviética y contra el consejo de diplomáticos avezados como el propio secretario Baker o como el ya citado Kennan, quien en 1997, cuando se inició el proceso de las incorporaciones, predijo que iban a “inflamar las tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas en la opinión rusa; producir un efecto adverso en el desarrollo de la democracia rusa, y restablecer la atmósfera de la Guerra Fría en las relaciones entre el Este y el Oeste.”

Siguió con las llamadas “revoluciones de colores”, intromisiones apenas disimuladas de Occidente en los asuntos internos de naciones que habían formado parte de la Unión Soviética y orientadas a instalar en ellas gobiernos prooccidentales y antirrusos. El modelo de estas “revoluciones” fue desarrollado en Serbia en 2000 para bloquear la continuidad de Slobodan Milošević como jefe del estado, y reiterado en Georgia, Bielorrusia y Ucrania con exactamente los mismos ingredientes: estudiantes entrenados por ONGs occidentales en revueltas callejeras, observadores electorales “internacionales”, empresas encuestadoras, y conglomerados de prensa, todos con papeles asignados para promover denuncias de fraude y sostenerlas hasta obtener los cambios políticos deseados.

Rusia dejó en claro desde un primer momento que sus límites pasaban por Georgia y Ucrania, estados limítrofes que considera como un colchón de seguridad entre su propio territorio y un Occidente que nunca dejó de mostrársele hostil. Los Estados Unidos, guiados por unos servicios de inteligencia y un aparato diplomático dominados por los globalistas, cruzaron deliberadamente esa “línea roja” y se entrometieron en la vida interna de ambos países para definir el color de sus gobiernos, alentar a las milicias extremistas antirrusas e invitarlos una y otra vez a incorporarse a la OTAN. Moscú reaccionó como anticipó que iba a reaccionar: en defensa de su interés nacional, de su seguridad territorial, y con violencia. Al invadir ahora Ucrania, Rusia hizo exactamente lo que dijo que iba a hacer. Y lo que los globalistas esperaban que hiciera.

La obsesión de los Estados Unidos con Rusia puede entenderse hasta cierto punto como una herencia inercial de los años de la Guerra Fría, pero en los años de la Guerra Fría los neocons estaban fascinados con la Unión Soviética de manera que sus preocupaciones actuales deben proceder de otro lado. Y muy probablemente tienen un doble origen. Uno, el hecho de que, a diferencia de sus colegas europeos occidentales, al líder ruso Vladimir Putin no le agrada la idea de ver la cultura, las creencias y las tradiciones de su país diluidas en un mundo homogéneo y sin identidad conducido por las élites globalistas, y, dos, que cuenta además con el respaldo de seis mil ojivas nucleares apuntadas contra Occidente como para asegurarse de que sus preferencias geopolíticas van a ser por lo menos atendidas.

Esas seis mil ojivas nucleares se erigen como un nuevo muro entre dos sistemas: el de la gobernanza mundial promovido desde Occidente, y el de las soberanías nacionales defendido por Rusia. Pero no sólo por Rusia. En las discusiones celebradas en el Consejo de Seguridad de la ONU a propósito de Ucrania resultó evidente que otras grandes naciones tampoco se muestran dóciles a las pretensiones globalistas: India, Brasil, México, China. Especialmente China. China también se ampara detrás del muro de las ojivas rusas, un muro que los neocons quisieran ver caer cuanto antes, como hace cuarenta años cayó el muro de Berlín. Esas seis mil ojivas nucleares representan todo el problema que le plantea Rusia a Occidente, explican su obsesión con Moscú, y ayudan a entender lo que ocurre en Ucrania.

Incluso los belicistas más desaforados saben que Occidente no puede plantearse la destrucción o inutilización de ese arsenal nuclear sin destruirse o inutilizarse a sí mismo. Pero también saben que más importante que el arma es el brazo que la empuña. El mantenimiento de seis mil ojivas nucleares montadas en sus vectores, alistadas en sus silos y en condiciones operativas representa un costo considerable para Rusia. De hecho, el arsenal es una herencia de la Unión Soviética que hoy Moscú no podría sin un esfuerzo extremo edificar desde cero. Los episodios ocurridos en Ucrania, y la amplitud de las sanciones económicas impuestas a Rusia, sugieren que la estrategia globalista apunta directamente contra la capacidad rusa de costear su defensa estratégica.

Si se piensa que para evitar la guerra habría bastado con que los Estados Unidos anunciaran formalmente que Ucrania no sería incorporada a la OTAN, o que el presidente ucranio desistiera públicamente de su ambición de ingresar a esa alianza, entonces es inevitable concluir que el conflicto fue provocado por los neocons que manejan la política exterior norteamericana para embarcar a Rusia en una expedición que le va a resultar política y económicamente muy costosa cualquiera sea su resultado. La idea de los globalistas no es destruir las ojivas rusas con otras ojivas propias en una campaña demencial de aniquilación recíproca, sino hostilizar, debilitar y empobrecer a Rusia hasta que el óxido haga su trabajo. Y la ruta que conduce a China quede despejada.

–Santiago González

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