LAS ÉLITES, LA NACIÓN, EL PUEBLO
Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/las-elites-la-nacion-el-pueblo/
Donald Trump, un empresario de la construcción sin carrera política, llegó a la Casa Blanca por un desperfecto del sistema, nunca se acomodó a él porque sus promesas habían sido otras y estaba decidido a cumplirlas, y el sistema se encargó de expulsarlo. De expulsarlo con saña, cubriéndolo de oprobio, como para que no vuelva. La parábola descripta por la presidencia de Trump, que “perdió” su reelección con 10% más de votos que los recogidos cuando ganó cuatro años atrás, es un ejemplo práctico de la corrupción que corroe los pilares maestros de las democracias occidentales: el sistema republicano, la economía de mercado y la prensa profesional. Esos tres instrumentos, en teoría orientados a asegurar la soberanía política, económica y de conciencia del pueblo, entendido en su sentido constitucional (“el pueblo de la nación…”), obraron coordinada y unánimemente en su contra, y al servicio de un sistema (establishment) cuyos propósitos demuestran ser ajenos y opuestos al interés público.
Trump perdió el apoyo de su propio partido tan pronto el aparato se convenció de que no iba a poder manejarlo, nunca logró conformar un equipo confiable de colaboradores, y los cuatro años de su presidencia, hasta la semana final, estuvieron plagados de traiciones y deserciones. El adjetivo favorito de la prensa para describirlo fue el de “populista”, el mismo calificativo que le aplica por ejemplo a Nicolás Maduro o Cristina Kirchner, ninguno de los cuales se ufanaría de esa fraternidad. Este “populista”, que nada hizo por conquistar la simpatía de millones de inmigrantes legales e ilegales, que rebajó los impuestos para promover la inversión y que redujo el desempleo a mínimos históricos, sólo cosechó la indiferencia taimada del mundo corporativo tradicional y la abierta hostilidad de los nuevos ricos, como Jeff Bezos y Mark Zuckerberg. La prensa también acusó de “nacionalista”, en el sentido agresivo y arrogante del término, al único presidente estadounidense de posguerra que no embarcó a su país en una aventura bélica ni pretendió como algunos de sus distinguidos predecesores exportar violentamente al mundo el estilo de vida norteamericano.
La consigna con la que Trump llegó a la presidencia fue la de devolver su grandeza a los Estados Unidos. Esa consigna podemos rápidamente hacerla propia aquí en la Argentina, donde la comprobación de la decadencia va acompañada de una aguda nostalgia por la grandeza perdida, y donde se vuelve urgente la búsqueda de un camino para recuperarla, o por lo menos para detener la caída y evitar la desintegración nacional. Haríamos bien, por lo tanto, en estudiar lo que le ocurrió a Donald Trump para no repetir experiencias cuyo fracaso ya está documentado. Probablemente la perspectiva del tiempo permita hacer análisis más refinados, pero parece posible plantear algunas conclusiones preliminares.
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La primera conclusión sugiere que cuando la democracia republicana y la economía de mercado se corrompen resulta imposible regenerarlas desde dentro. Ocurre que esta clase de corrupción no tiene que ver con las malversaciones de tal funcionario o las prebendas de tal otro empresario, no se trata de episodios más o menos aislados aunque sean numerosos: lo que se ha corrompido es el sistema. Un sistema corrupto es como un organismo que sufrió una mutación y se convirtió en otra cosa. La democracia republicana, la economía de mercado y la prensa son instrumentos que se dieron las sociedades occidentales, en este caso la norteamericana, para resolver pacíficamente la distribución del poder y la distribución de la riqueza, y para ventilar sus discrepancias. Esos instrumentos se corrompieron hasta convertirse en otra cosa: en un sistema autónomo cuya única relación con la sociedad que los hizo nacer es la misma que tiene un parásito con su anfitrión. Los mecanismos regenerativos de un sistema corrupto no lo devuelven a su condición anterior, sino que funcionan adecuadamente para mantenerlo saludable en su nueva condición de sistema corrupto. Esto es exactamente lo que vimos en los Estados Unidos: los dos grandes partidos, las corporaciones y la prensa reaccionaron al unísono y en bloque para preservar el sistema tal como se encuentra ahora, luego de haber mutado, de haberse corrompido.
Trump había sintonizado admirablemente con sus bases electorales, generando una relación de confianza y lealtad que no sufrió mella en medio de la más violenta, despiadada y mentirosa campaña mediática sufrida por presidente alguno en la historia de los Estados Unidos.
La segunda conclusión tiene que ver con la construcción de poder y se inserta, por obra de la casualidad, en un debate planteado en la blogosfera en las últimas semanas: ¿el poder se construye desde arriba o desde abajo? Trump había sintonizado admirablemente con sus bases electorales, generando una relación de confianza y lealtad que no sufrió mella en medio de la más violenta, despiadada y mentirosa campaña mediática sufrida por presidente alguno en la historia de los Estados Unidos (excepto, quizás, Richard Nixon, tan parecido a Trump en algunos aspectos). Esa es una parte de la construcción de poder, tan importante que el sistema está procurando impedir por todos los medios que Trump pueda volver a presentarse como candidato dentro de cuatro años. Pero no es todo el poder: el poder también se construye desde arriba, y allá arriba estuvo el punto débil de su presidencia. Tal vez creyó ingenuamente que el Partido Republicano, satisfecho con su inesperada victoria sobre Hillary Clinton, le iba a proporcionar los apoyos necesarios como para conformar un gobierno coherente. Nada de eso ocurrió: las mejores decisiones de su gestión le pertenecen casi por entero, a despecho de zancadillas y deslealtades, e incluso su notable desempeño electoral en noviembre fue mérito de su propio esfuerzo: acudía a los actos de campaña virtualmente sin apoyo partidario y sólo acompañado por su mujer y su hija.
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El sistema político, económico y mediático argentino está tan corrupto como el estadounidense, sólo que de manera ligeramente más burda, más chapucera. Los problemas que afrontan quienes se plantean acciones de salud (política) pública, son al mismo tiempo más fáciles y más difíciles por la endeblez de todas nuestras instituciones y el estado desfalleciente de nuestra economía. Hay quienes creen posible sanearlo desde dentro y se organizan para ofrecer alternativas políticas. Suponen que es posible sanear desde dentro un sistema corrupto. Aún si lo fuera, los tiempos y los mecanismos del sistema democrático imponen demoras y mediaciones que contrastan con la urgencia del caso: la pandemia imaginaria que asestan unánimemente al mundo desde hace un año muestra que las élites nacionales obran en conjunto, como una entidad supranacional, y que en conjunto persiguen a toda velocidad objetivos de ingeniería social que contrastan directamente con los intereses de las naciones y de sus pueblos. La “felicidad del pueblo y la grandeza de la nación” que Perón propuso en los 50 como razón de ser del buen gobierno, y Trump repitió en esta década como consigna de campaña, está en las antípodas de los proyectos de las élites globalistas.
Permitiría reaccionar con la urgencia del caso antes de que la Argentina naufrague definitivamente.
Por otro lado están los que piensan que el poder se construye desde arriba hacia abajo, que ésa es la única opción disponible, o la única al menos que permitiría reaccionar con la urgencia del caso antes de que la Argentina naufrague definitivamente. En una nota titulada justamente “Argentina: un país que se disuelve”, el ex embajador Ricardo Laferriere sostiene que el único camino para revertir esa decadencia es “un consenso estratégico entre los argentinos con vocación patriótica más cercanos a los niveles de decisión.” Es decir, construcción de poder de arriba hacia abajo. En el mismo sentido, un ilustrado bloguero que firma como Reaxionario advierte que “se nos ha hecho creer que right makes might —es decir, que el poder es una consecuencia de tener razón— cuando hoy, como ayer y siempre, es exactamente al revés. Primero viene la fuerza, la voluntad de usarla, y luego se construye la justificación de su aplicación, tan exhaustiva como haga falta.” Según Reaxionario, hay en el país suficiente cantidad de gente con “un ideal de nación relativamente acabado” que debería encontrar la manera de comunicarlo y hacerlo atractivo “para una élite disidente que tenga las ganas y la tarasca como para tomar el poder y ande buscando incorporar una narrativa o cosmovisión que más o menos le sea funcional.”
Hay una vasta masa de clase media, media baja y baja en acelerado descenso económico que, como los votantes de Trump, está a la espera de la consigna clara, el rumbo previsible, el compromiso leal.
La dramática ausencia de liderazgo político en la Argentina, por lo menos desde los tiempos de Carlos Menem, hace que opciones como las que señalan Lafferriere o Reaxionario, que no se hacen ilusiones sobre la regeneración del sistema, parezcan más promisorias: hay una vasta masa de clase media, media baja y baja en acelerado descenso económico que, como los votantes de Trump, está a la espera de la consigna clara, el rumbo previsible, el compromiso leal. Sin embargo, los mismos que plantean esas opciones, Lafferriere y Reaxionario, no ocultan su escepticismo. El embajador denuncia “la ingenua -y voluntarista- actitud de una dirigencia timorata, cuando no acomodaticia, que podría incidir fuertemente en la construcción de una unidad de los que importan pero que, sin embargo, privilegia la perspectiva del ‘botín’ por sobre el interés nacional”. En el mismo sentido, Reaxionario se pregunta: “¿Qué minoría selecta está disconforme con el status quo? Sin duda puede que haya una clase con más plata que el gobierno y más preparada también, pero por lo que veo está bastante cómoda. El sistema tal cual es los beneficia o al menos no les molesta”.
Cuando en el arriba sólo hay abdicación y traición...
Los dos articulistas citados son honestos: aunque creen que la iniciativa para rescatar a la Argentina de su disolución debería venir de arriba hacia abajo, reconocen que en la clase dirigente de hoy -políticos, empresarios, publicistas, académicos, religiosos, sindicales- no existe el patriotismo, la vocación nacional, el compromiso con el país que tuvieron por ejemplo las generaciones de los fundadores (1837) y de los organizadores (1880). Cuando en el arriba sólo hay abdicación y traición, cuando el sistema bloquea el ascenso de un liderazgo capaz de encarnar la voluntad nacional, u obstaculiza su éxito como fue el caso de Trump, en el abajo sólo queda agruparse para sobrevivir y resistir. Como lo plantea otra columnista, Iris Speroni: “Cuando uno cree que todo está perdido, hay que reagruparse, evaluar, planear, ver los puntos fuertes y las carencias, y pensar en ganar. Nos espera una carrera de largo aliento. No será andar en Mercedes por avenida Libertador sino más bien, en una chata vieja en alguno de nuestros caminos rurales luego de la lluvia. Nada que no hayamos hecho”. La construcción de poder, de poder resistente, de poder decir que no, es de abajo hacia abajo. Speroni propone un plan de diez puntos destinado al cuidado de los más jóvenes que me parece muy acertado, y al que sólo le agregaría la preservación de la memoria.
El sistema especula con la biología, y en una o dos generaciones ya nadie va a tener idea de cómo fue, en nuestro caso, la Argentina.
–Santiago González
Lecturas recomendadas:
1. Argentina: un país que se disuelve, por Ricardo Lafferriere2. Fue ley, ¿y ahora?, por Reaxionario
3. Enduro, por Iris Speroni