COMO RABINOS, COMO ROBOTS
Rabino, Marc Chagall. |
Al cambiar su modo de lectura, la conciencia humana se acomoda, se vuelve cómplice de los instrumentos concebidos para esclavizarla
Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/como-rabinos-como-robots/
Hay un aprender a leer que ocurre entre los tres y los cuatro años, cuando más o menos comenzamos a entender la relación entre unos signos gráficos y las palabras que representan. Pero ése es apenas el comienzo. Leer es una operación bastante complicada, que no se limita a recorrer los textos con la mirada, recoger la información y enviarla al cerebro. Especialmente porque las palabras no siempre quieren decir lo que parecen decir. Revelan tanto como ocultan, sugieren, seducen, rechazan, desvían la atención. La lectura ingenua o inocente toma las palabras al pie de la letra. Pero leer supone perseguir por diferentes caminos la relación entre las palabras y las cosas, reales o imaginarias, concretas o abstractas, a las que aluden. Por eso es que el aprendizaje de la lectura dura toda la vida, nunca recibe su diploma ni tiene su fiesta de fin de curso.
Tenemos una lectura digamos racional, que hurga en el corazón de los textos para precisar su sentido: es la lectura de la inteligencia, término que significa literalmente “lectura del interior”, de lo que está adentro (inter) de la palabra (logos). Así es como leemos, por ejemplo, un ensayo, o un artículo como éste. Esta clase de lectura nos parece tan obvia y natural que por lo general nos lanzamos a ella con tanta audacia como imprudencia, hasta el día en que algo no nos cierra del todo, y ahí es cuando empezamos a darnos cuenta de que existen las falacias y otras trampas del lenguaje. Conocerlas es aprender a leer de otro modo, más cauteloso. No es cuestión de andar por esos caminos verbales de Dios casi como vinimos al mundo, y quedar a merced de cualquier charlatán, de cualquier prestidigitador de las palabras.
Pero eso no es todo. El “duro ruido blando” que hace la oreja del burrito Platero no es una zancadilla de Juan Ramón Jiménez, es algo simplemente inasible a la razón. Por eso se nos enseña también otro tipo de lectura, que supone un vaivén entre la forma (gráfica, sonora) y el contenido, y apela además a lo sensual y lo emotivo para desentrañar un significado no literal, sino sugerido: es la lectura de la interpretación. Interpretar viene de intermediar (inter) para determinar un precio (pretium), o sea tasar, y supone establecer correspondencias entre dos sistemas distintos. Tal como un tasador traduce las cualidades de una casa a una suma de dinero, un músico traduce una partitura a una secuencia sonora, o un traductor vierte un texto de una lengua a otra. Cuando leemos poesía empeñamos los sentidos, la emoción y la razón para traducir sus sugerencias a un sistema inteligible, aun sabiendo que la interpretación puede ser provisoria y cambiante (¡como el precio de la propiedad!).
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Con esos dos modos de lectura que acabo de describir podemos aproximarnos a casi todo lo escrito: editoriales, informes científicos, novelas, poesías, avisos publicitarios, documentos. El “casi” es deliberado. Nuestra patria espiritual, eso que llamamos Occidente, se edificó sobre el Libro ( o mejor dicho los libros, Biblia). Esto viene de Jerusalén: nuestra otra vertiente cultural, la de Grecia y Roma, carecía de textos sagrados. Ni siquiera se les ocurría que un texto podía ser sagrado. Lo más parecido a una palabra divina era el oráculo, pero sus acertijos eran más bien jugarretas de unos dioses crueles que se divertían con los dilemas humanos. El crítico español José Ma. Rodríguez Méndez habla de un modo de lectura reverencial, “al estilo judío”, nacido de la aproximación particular que reclaman los textos sagrados.
La actitud “reverencial” frente al texto escrito, dice este autor, se extendió más allá del ámbito religioso para convertirse en un modo general de leer. “Se leía buscando un sentido religioso, cabalístico, profundo a la letra”, dice. Y agrega: “El sentido semítico de la lectura en España tenía aquel carácter sagrado de los intérpretes de la Biblia, que buscan algo más que placer, expansión o ampliación: verdad.” La observación de Rodríguez Méndez podía comprobarse fácilmente. En muchas bibliotecas particulares era común advertir uno o varios volúmenes particularmente ajados -novelas, ensayos, poesías- que reflejaban la afanosa búsqueda de verdad de su dueño, su visita reiterada (reverencial) a los mismos textos para extraer de sus palabras el máximo de sentido.
La lectura reverencial asimila los modos racional y emocional, por llamarlos de algún modo, de la lectura, pero necesariamente debe superarlos: no se puede leer un texto sagrado sólo con el cerebro o sólo con el corazón, pero tampoco se lo puede leer sin ambos. La lectura sagrada se practica desde el espíritu, que preside sobre la razón y los sentimientos. Ahora bien, por su propia naturaleza, por dirigirse hacia un texto revelado por Dios, la lectura reverencial excluye la crítica o el disenso. Por cierto, cuando se la practica fuera de su ámbito se vuelve extremadamente peligrosa. El siglo XX está plagado de ejemplos de lecturas reverenciales aplicadas a textos profanos, que alimentaron fanatismos, despotismos e intransigencias de toda laya.
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Saber leer es parte sustancial de nuestro dominio del lenguaje. Y nuestro dominio del lenguaje es lo que nos distingue como especie; la evolución de la especie puede medirse por la evolución de su dominio del lenguaje. A lo largo de los siglos desarrollamos una refinada cultura verbal, de la que depende absolutamente todo lo que somos: nuestros saberes, nuestras creencias y nuestros valores. La cultura verbal permite el pensamiento abstracto, la ciencia dura y la filosofía; la cultura verbal nos permite compartir y comparar otras formas de expresión -plásticas, musicales, escénicas-, en la medida en que logramos interpretarlas, traducirlas en palabras, y conversar sobre ellas. Esa cultura verbal es la que estamos perdiendo aceleradamente, principalmente desde la irrupción de la televisión, para sustituirla por una cultura de la imagen, una cultura basada en la impresión, instantánea, fugaz, aislada, autosuficiente.
“La televisión – escribí en una nota anterior- trastornó la manera como nos representamos el mundo, como nos ubicamos en tiempo y espacio en ese mundo, y como interactuamos con él. El pasaje de una cultura basada en la palabra a una cultura visual mutiló nuestra capacidad de discernir, reflexionar y actuar hasta convertirnos en una suerte de baldados sociales, de analfabetos funcionales, de bárbaros de nuevo cuño. La palabra es un fenómeno social, es acción, intercambio y reflexión. La palabra permite el pensamiento abstracto, sobre el que se apoya la inteligencia superior de la especie. Poseemos un fino repertorio de filtros y controles, elaborado a través de los siglos, para someter a crítica el flujo de las palabras, para tasar esa moneda de intercambio espiritual. La imagen es la reproducción mental de algo que está afuera, es individual, intransferible e inapelable.”
La televisión, literalmente, nos arrebató el uso de la palabra, incluidas todas las refinadas formas de lectura descriptas más arriba y que, en diversos grados, eran de uso común. De otro modo, nuestros grandes letristas de tango, por ejemplo, autores populares si los hay, no habrían podido escribir la poesía exquisita y compleja que escribieron, y ser ampliamente comprendidos y disfrutados. “Un mundo concentrado sólo en el hecho de ver es un mundo estúpido –escribió el ensayista italiano Giovanni Sartori–; el homo sapiens, un ser caracterizado por la reflexión, por su capacidad para generar abstracciones, se está convirtiendo en un homo videns, una criatura que mira pero que no piensa, que ve pero que no entiende”.
Cohen-Séat y Fougeyrollas lo explican así: “La actitud de los individuos sometidos a la información verbal es una actitud de recepción. Esto significa que reciben los mensajes verbales, a los que deben y pueden responder mediante conductas apropiadas, verbales o de hecho. La actitud de los individuos sometidos a la información visual es una actitud de participación. Esto quiere decir que las representaciones no son solamente recibidas sino que son, más exactamente, vividas por quienes las reciben. La información visual desencadena de inmediato no conductas de respuesta sino comportamientos de empatía. (…) La participación es un modo de comprensión en el cual lo afectivo se impone de una manera decisiva a lo intelectual.”
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De alguna manera, el uso extendido de la red Internet destronó a la televisión como medio de comunicación dominante en la sociedad. La red es un medio ambiguo en el que conviven todas las formas de comunicación. Pero su organizador principal es verbal. Después de casi medio siglo de reinado de lo visual, volvimos a leer. Pero en medio siglo entran por lo menos tres generaciones: es mucho tiempo. Volvimos a leer, es cierto. No es seguro que recordemos cómo hacerlo, ni es seguro que existan maestros capaces de devolvernos esas capacidades que describimos al comienzo, refinadas y perfeccionadas con el paso de los siglos, pero arrojadas a un lado durante tres generaciones. Demanda mucho tiempo y mucho esfuerzo edificar una civilización; a la barbarie se vuelve en un santiamén, como quien se desliza despreocupado por una pendiente.
La cultura visual que nos absorbió durante las últimas décadas nos acondicionó de tal forma que ahora encaramos la palabra escrita con criterios visuales. La lectura es lineal: procede según la secuencia de las palabras y acompaña el desenvolvimiento del razonamiento, el relato, la poesía o la oración. La lectura necesita tiempo, y tiene su ritmo. La lectura exige al cerebro digerir lo que lee, en un complejo proceso que es a la vez de inteligencia, de comprensión, tal como vimos, y que incluye la asociación, la puesta en contexto, la comparación. En cambio, la captación de la imagen es todo lo contrario: instantánea, congelada, suficiente, carente de contexto. Vimos la rodilla policial sobre el cuello del negro, y estaba todo dicho. La respuesta fue inmediata y emocional.
¿Cómo se puede leer con una mente formada en la cultura visual? Después de observar durante un tiempo los intercambios en la red Internet -en las redes sociales, en los foros y en los comentarios a las notas periodísticas, incluso en los sitios dedicados a la compra-venta- encontré lo que parece ser un patrón de comportamiento: tendemos a enfrentar los textos como si fueran imágenes, buscando asimilar instantáneamente lo que se nos presenta ante los ojos. Para decirlo más claro: no seguimos el discurso, la expresión que discurre en el tiempo, sino que buscamos velozmente con la mirada indicadores que permitan asimilar lo que leemos a un repertorio de imágenes preconcebidas. Como quien ve un vehículo más o menos cuadrado con una cruz roja en el costado e instantáneamente reconoce: ambulancia.
Esto es muy fácil de distinguir cuando se trata de discursos sobre temas controvertidos: el lector visual busca palabras clave, que funcionan como indicadores para reconocer un perfil sobre el que su facción ya tiene un juicio hecho: mercado, derechos, feminismo, nazis, neoliberalismo, pibis, Cristo, imperialismo. El lector visual no lee para entender sino para tomar posición, su respuesta no es intelectual, inteligente, sino emocional, inmediata. Como consecuencia, tal como describí en una nota anterior, “el prejuicio, la agresión y el insulto prevalecen sobre la reflexión, la comprensión y la tolerancia. Las palabras ya no son el logos que ordena e ilumina, sino piedras que se arrojan para golpear, o que funcionan como santo y seña para suponer, no para entender, lo que el otro quiere decir, y responder con la energía del caso.”
Esta lectura visual explica buena parte de las grietas que dividen las sociedades occidentales. Ahora bien, aparece aquí una inquietante coincidencia entre la manera de leer del homo videns que acabamos de describir y la lectura cibernética de control y manipulación que practican los grandes operadores de Internet. Esa forma visual de leer, que busca indicadores y descarta el resto, es en sustancia la misma que utilizan los expertos en inteligencia artificial cuando diseñan esos programas que leen nuestras actividades, preferencias y transacciones rastreando señales que diseñen nuestro perfil y permitan vendernos cosas, orientarnos políticamente o vigilar que no nos pasemos de la raya, cualquiera sea esa raya. Solíamos leer como rabinos, ahora tendemos a leer como robots.
Peligrosamente, la estructura misma de la conciencia humana se confunde, se acomoda, se vuelve cómplice de los instrumentos concebidos para esclavizarla. Más peligrosamente todavía, esto ocurre en un escenario -que algunos creen organizado por Antonio Gramsci y otros por Humpty Dumpty- donde las palabras tienden a separarse de las cosas para significar lo que el poder quiere que signifiquen. Derechos, democracia, libertad, por ejemplo.
–Santiago González