PARA COMPRENDER DE QUÉ SE TRATA LA GUERRA EN UCRANIA
Autor: Ernesto Mendoza
Nota original: https://elmanifiesto.com/comprenda-por-fin-de-que-va-la-guerra-de-ucrania/
Este artículo de Vladimir Lamsdorff, catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona, no sólo es brillante; es de una ejemplar ecuanimidad. Desde una perspectiva claramente favorable a los derechos de Rusia sobre las regiones que fueron arbitrariamente otorgadas a Ucrania (y favorable por tanto a su acción bélica), no duda sin embargo en analizar todos los graves errores cometidos por Putin o su Estado Mayor.
En realidad, es una paradoja. Rusos y ucranianos comparten la misma llanura, las mismas fertilísimas “tierras negras”, descienden del mismo tronco étnico y lingüístico, llevan tres siglos conviviendo en el mismo Estado y un sinfín de familias (sin ir más lejos, la del que escribe estas líneas) tienen ascendencia tanto rusa como ucraniana. ¿Dónde está el problema?
El problema es que hasta la guerra, había cuatro Ucranias. Me explico: las actuales fronteras de Ucrania son absolutamente arbitrarias, fueron trazadas por Lenin al acabar la guerra civil y responden a cálculos políticos de entonces, totalmente incomprensibles hoy. Y ¿qué Ucranias eran éstas?
Las cuatro Ucranias
Una era la Ucrania más occidental, la región de Lviv. Fue incorporada a la Ucrania rusa en 1945, pero hasta entonces, nunca había formado parte de Rusia. Había formado parte de Lituania, luego de Polonia, luego del Imperio Austro-Húngaro (concretamente del Reino de Hungría), y cuando lo desmembraron en 1918, se la volvió a quedar Polonia. Tanto lituanos y húngaros como polacos, especialmente estos últimos, persiguieron el idioma, la cultura y la religión ortodoxa de los ucranianos caídos bajo su dominio. Tanto es así que en el siglo XVI se impuso a los obispos ortodoxos la llamada “unión de Brest”, por la que se les obligó a adherirse a la iglesia de Roma. Hubo una fuerte resistencia por parte del pueblo ortodoxo, por lo que ahora conviven (mal) en la región ortodoxos y católicos romanos de rito oriental (los llamados “uniatas”). Pero unos y otros, tras años de represión, comparten un nacionalismo extremadamente agresivo, tipo ETA, dirigido contra lituanos, húngaros, polacos, judíos y rusos (que por una vez que vinieron, les trajeron el comunismo, vaya regalo). Sólo consideran amigos a los alemanes, con quienes colaboraron activamente en la II Guerra Mundial.
La segunda Ucrania es la oriental, básicamente la cuenca del Don (el Donbass). Ésta nunca ha sido ucraniana. Es la patria de los famosos cosacos del Don, antaño los más fieles defensores del Imperio Ruso. Sus habitantes hablan ruso, no saben ucraniano ni sienten el menor deseo de aprenderlo. Se sienten rusos y ruso es su patriotismo. Para poner un símil, es como si Cataluña se independizara y se llevara consigo la provincia de Huesca. Llamarlos “prorrusos” es inexacto: son rusos, simplemente, aunque los hayan metido en un país que no es el suyo. Tampoco son “separatistas”: son lo que en Cataluña llaman “unionistas”, que justamente no quieren que los separen de un país que sí es el suyo, Rusia.
La tercera Ucrania es el centro-norte, con Kiev como capital. Era un poco como Cataluña: totalmente bilingüe. Algunos eran nacionalistas, otros vagamente, otros nada. Era la parte mayoritaria.
Por fin, otra Ucrania era Crimea. Antes de la guerra, cuando hablabas con un ucraniano de cualquier región o ideología, te decía: “Bueno, Crimea es tema aparte”. Y es que Crimea había sido conquistada a los tártaros (vagamente vasallos de los turcos) por Catalina la Grande en el siglo XVIII (antes de que existieran los Estados Unidos) y había sido rusa desde entonces. Pero ocurrió que en 1954, Khruschov, uno de los dictadores que sucedieron a Stalin (y que era ucraniano), tuvo el capricho de “regalar” Crimea a Ucrania y la transfirió de la República Soviética de Rusia a la República Soviética de Ucrania. En aquel momento la población no notó el cambio, pues bajo aquel régimen férreamente centralista daba lo mismo vivir en una “república” que en otra. Pero cuando llegó la independencia, con las mismas fronteras de las “repúblicas” soviéticas, la cosa fue cambiando. No enseguida: al principio, se dejó a las regiones rusófonas vivir en su idioma, ignorando el ucraniano a todos los efectos.
El Maidán
Pero ocurrió que Ucrania había sido bajo los zares la región más rica del imperio, gracias a su exuberante agricultura, y gozaba de una prosperidad que era la envidia de toda Europa. En cambio, la gestión de sus corruptos gobernantes soviéticos y postsoviéticos fue tan desastrosa que Ucrania se convirtió en el país más pobre de Europa, en reñida competición con Moldavia. Lógicamente, los ucranianos esperaban su salvación de Europa: el mercado común les permitiría —pensaban— tener un régimen jurídico y fiscal sensatos, unas fuertes inversiones extranjeras y podrían producir, trabajar, exportar y vivir decentemente.
Pero los americanos insistían en que antes de hablar de Unión Europea, Ucrania entrase en la OTAN.
Éste es otro factor del problema. La OTAN nació como una alianza para detener la expansión del comunismo. Pero, ahora, las dictaduras comunistas ya no existen. ¿Contra quién, pues, se dirige la alianza?
Lo lógico es que se hubiera disuelto, por falta de objetivo. Pero los americanos se afanaron en incorporarle a todos los países exsoviéticos que pudieron. ¿Para qué? ¿Contra quién se había de proteger a quién?
La única respuesta posible es “contra la amenaza rusa”. Amenaza que cuando se acabó el comunismo no existía. Ni Gorbachov, ni Yeltsin ni el propio Putin en sus comienzos tenían la menor intención de atacar a nadie. Al contrario, deseaban superar la guerra fría, integrarse entre las naciones “capitalistas” y participar de su prosperidad. Pero el empeño americano en potenciar y ampliar una alianza que sólo podía estar dirigida contra Rusia denotaba su intención de acabar con Rusia como tal. O en todo caso Putin, que procede del contraespionaje, así lo entendió (con cierta lógica, hay que reconocerlo). De ahí su empeño en que, al menos, no entrase Ucrania.
Por esto, cuando el presidente Yanukovich, procedente de la parte rusófona, solicitó la adhesión de Ucrania a la Unión Europea, pero por presiones de Putin, se volvió atrás, estalló la llamada “revolución del Maidán”, dirigida en gran parte por formaciones paramilitares de Ucrania occidental, apasionadamente nacionalistas. Se dice que la revolución fue organizada por los americanos. No sé. No digo que les disgustara, pero no los veo capaces de trabajar tan en secreto. La indignación popular por ver alejarse la esperanza de Europa ya era suficiente para provocar serios disturbios. Yanukovich escapó a Rusia y el poder fue asumido por nacionalistas extremos.
Guerra sí o sí
Ahí se acabó la tolerancia lingüística que hasta entonces se había mantenido. Llegaron a las regiones rusas la “llengua pròpia”, la “immersió lingüística” y demás maravillas que disfrutamos en Cataluña. Hubo manifestaciones de protesta, que fueron reprimidas con extrema crueldad (en Odessa, por ejemplo, un edificio oficial fue ocupado por los manifestantes; la policía bloqueó todas las salidas y le prendió fuego; se ignora el número de víctimas).
En Crimea, todo fue más sencillo. De hecho, la población siempre había considerado el “regalo” de Khruschov como una broma pesada, como si Franco hubiese declarado que Cartagena es Cataluña. Bajo el dominio ucraniano, Sebastopol se ganó el apodo de “la ciudad más rusa del mundo”. Al que hablaba ucraniano, nadie le entendía (ni los que sabían ucraniano). El día nacional de Ucrania, las autoridades de ocupación se reunían ante un monumento, completamente solas, y a cierta distancia, separada por una larguísima, interminable bandera rusa, se agolpaba una multitud coreando canciones rusas y haciendo ruidosamente saber a los ocupantes que no eran bienvenidos. Cuando trataron de retirar el monumento a Catalina la Grande (de noche, por supuesto) hubo tanta gente que se turnó para protegerlo noche tras noche, que las autoridades tuvieron que desistir. La nueva política del Maidán provocó disturbios, y Putin introdujo en la península militares sin insignias que apoyaron a los manifestantes y lograron, con poco esfuerzo, la dimisión de las desmoralizadas autoridades ucranianas. La guarnición militar fue acompañada, sin lucha, fuera de Crimea, se celebró un referéndum (al que se invitó a observadores de todos los países, pero nadie vino) y se reintegró Crimea a Rusia.
Más al norte, en la cuenca minera del Donbass, las nuevas autoridades del Maidán también fueron expulsadas. El gobierno de Kiev reaccionó enviando al ejército. Pero aquellos rudos mineros, con el abundante armamento dejado en todas partes por el difunto ejército soviético, formaron milicias que rechazaron a las fuerzas ucranianas. Pidieron ser anexionados a Rusia. Putin se negó y ellos organizaron dos pequeñas repúblicas, de Donetsk y de Lugansk. Por poner una comparación, fue como si a los asturianos les ordenasen ser catalanes, estudiar catalán y no usar ya para nada el castellano.
Pero el gobierno ucraniano atacó con blindados, aviación y sobre todo artillería, que dirigió de preferencia contra la población civil. A la tropa se le contó que los atacados eran todos delincuentes, prostitutas y enemigos de Ucrania, a los que había que dar muerte. Lo cual no resultó tan fácil. Al final se estabilizó una “línea de contacto” (no se podía decir “frente”) y la guerra de posiciones dura desde 2014.
Por eso la actual guerra era inevitable. Ningún gobierno ruso puede tolerar indefinidamente que vayan matando rusos en su misma frontera. Pero los rusos, cuando al final se decidieron a intervenir, lo hicieron tan mal que, peor, imposible.
La ofensiva
Para empezar, perdieron la batalla del relato. La invasión debió ser precedida por una campaña oficial de que Rusia no permitirá más una guerra en sus fronteras, después por un ultimátum (pongamos, quince días para retirar las tropas) y sólo después, atacar. Durante la campaña de amenazas, los prudentes gobiernos europeos hubieran presionado a Zelenski, habrían conseguido (o no) que se dejara en paz a las repúblicas, pero en cualquier caso, si finalmente Putin atacaba, se sabría por qué. Habría una razón lógica, admisible y clara. En cambio, tal como se hizo, el ataque repentino dio la sensación de que Putin invadía porque sí, porque es muy malo. Y Zelenski, que de otra cosa no, pero de audiovisual entiende, se encargó de machacar esta versión hasta hacerla indiscutible. Esto galvanizó a la población (“nos atacan”). De hecho, llovió sobre mojado: los ucranianos no rusófonos no concebían ni aceptaban que unos “ucranianos” tomaran las armas para escapar de Ucrania. Forjaron la leyenda (totalmente falsa, pero aceptada también en Occidente) de que las dos repúblicas del Donbass se deben a una “invasión rusa” (cuando es al revés, Putin no sabía qué hacer con ellas).
La invasión, así presentada, dotó a Ucrania entera de un sentimiento nacional que hasta entonces, según dónde, era latente o inexistente. Bromean que a Putin habrá que otorgarle la máxima condecoración de Ucrania… ¡a título póstumo!
Zelenski, por cierto, era un gobernante muy mediocre. En el momento de la invasión, tenía una tasa de aceptación de apenas el 24% (¡menos que Pedro Sánchez!). Putin daba por supuesto que, ante su ataque, le faltaría tiempo para refugiarse en el extranjero. Eso le ofrecieron los americanos, pero él contestó que no necesitaba un taxi, necesitaba municiones. Y se paseó por Kiev cuando era objetivo preferente de la invasión. De la noche a la mañana, de ser un incompetente se convirtió en un héroe. Si Putin pusiera un circo, le crecerían los enanos.
Peor aún. El plan de invasión incluía un golpe de mano sobre Kiev. En sí, estaba bien pensado: desde Bielorrusia, una columna blindada se ponía en Kiev en tres días, y el ejército ucraniano de entonces (hoy es otra cosa) no tenía medios para oponerse. Pero se atacó en primavera, cuando la nieve se funde y aquella interminable llanura se convierte en un barrizal, en el que los blindados se hunden hasta los ejes. El ataque tuvo que avanzar por la autopista, el único lugar transitable. Bastó con que los adversarios la cortaran (hay mil maneras, en este caso simplemente volaron un puente) para que toda la columna se inmovilizara en un gigantesco embotellamiento de 60 kilómetros, haciendo el ridículo más espantoso de toda la historia militar. Los de ingenieros, tan embotellados como el resto, no podían avanzar para tender un puente, como tampoco podían moverse los camiones con alimentos y gasolina. En primavera, allí, las noches aún son muy frías, los tanquistas, para calentar sus vehículos, no apagaban los motores e iban acabando la gasolina, al igual que las raciones. Al final, ateridos y hambrientos, abandonaban sus blindados y saqueaban los supermercados, y, si no, las casas particulares. Entraban, se comían todo lo que había y se bebían todo el vodka. Menos mal cuando se limitaban a eso.
Los soldados ucranianos se acercaban a la inmóvil columna desde los muchos bosques a lo largo de la carretera con antitanques individuales (los famosos bazookas, que han mejorado muchísimo). Disparaban, volaban un tanque y se volvían corriendo al sendero donde tenían la bicicleta. Los rusos, desesperados, acabaron disparando a todos los ciclistas, logrando sólo matar civiles.
Decir que el golpe de mano fracasó es quedarnos muy cortos. Un tanque sin gasolina no es un arma de guerra. Es un blanco fijo. El ataque no alcanzó ninguno de sus objetivos y el balance de bajas fue favorable a los ucranianos fuera de toda proporción. Al final, los rusos renunciaron a Kiev y retiraron los tanques que les quedaban con el rabo entre piernas. Muchos quedaron abandonados en el barro, fueron sacados con sus tractores por los agricultores locales, limpiados e incorporados al ejército ucraniano.
Desde luego, los del Estado Mayor ruso, que no avisaron de algo tan evidente, merecen ser encarcelados y cuanto más hondo, mejor. Pase que no lo previeran los mariscales de Hitler, acostumbrados a su Pomerania, pero unos rusos, que observan el deshielo año tras año, no tienen perdón. Por eso Putin cambió a toda su cúpula militar y dio el mando al general Surovikin, que ése sí podía presumir de éxitos militares… ¡en Siria!
El problema con Surovikin es que su táctica consiste en arrasarlo todo con fuego artillero y entonces avanzar. Si eso ya es discutible en país enemigo, cuando se trata de tus propios paisanos a quienes teóricamente vienes a liberar, se vuelve, por decirlo suavemente, contraproducente (tampoco arregla las cosas el deplorable comportamiento de la soldadesca). Ahora Putin lo ha quitado, pero en su lugar ha puesto al jefe de aquel mismo Estado Mayor de los blindados embotellados, Guerásimov. Si, pero ¿a quién más tiene?
¿Cuáles son, pues, las perspectivas?
Ambos bandos
La guerra se ha localizado en el Donbass y en el sur. Se ha vuelto una guerra de posiciones, que por eso mismo, puede ser larga.
Se enfrentan dos ejércitos “obrero-campesinos” (los demás se escaquean por dinero), con elevados niveles de corrupción (la herencia soviética se hace notar). La moral de las tropas ucranianas es elevada (nos atacan), pero hacen mella las fuertes bajas y las privaciones de la población. La artillería de Surovikin cambió la proporción de bajas: ahora tienen tantas o más los ucranianos (por mucho que no lo reconozcan). El armamento se lo suministra Occidente, pero los bombardeos rusos a las comunicaciones ucranianas y la reventa en el Internet profundo por oficiales corruptos hacen que no llegue al frente todo lo que debiera.
En cuanto a los rusos, sus mejores tropas son las milicias de las dos repúblicas del Donbass: motivadas, fogueadas y conocen el terreno. Los chechenos tienen fama de ser, más que militares, asesinos a sueldo. En las tropas de reemplazo reina el “abuelismo” (diedovschina). Consiste en que las unidades se renuevan por cuartas partes (se supone que los antiguos comparten su experiencia con los nuevos). Pero en la práctica, los del cuarto más próximo al final de su servicio se llaman “abuelos” y cuando llegan los novatos, escogen a uno para su servicio, en situación de total esclavitud. Esa situación se mantiene con abundantes palizas y otros castigos. El único consuelo para los esclavos es pensar que en su día, serán “abuelos” a su vez y se desquitarán con los que lleguen. Pero la moral militar es bajísima, son frecuentes los suicidios. Además, a la tropa no se le explica nada acerca de la guerra: ni causas, ni objetivos, ni victorias… Se supone que los soldados están para cumplir órdenes y punto. Por supuesto, ya desde la época soviética ha habido infinidad de órdenes de acabar con el “abuelismo”, otros tantos informes de que se había erradicado totalmente, pero todo sigue igual: a nadie se le ha ocurrido modificar la renovación por cuartos. Por eso los primeros soldados que se envían al combate son los menos preparados: los novatos.
En armamento, municiones. equipo, Ucrania depende enteramente de Occidente, cuyos políticos están empeñados en infligir una derrota a Rusia. El primer año, Zelinski se la prometió con una ofensiva de verano, siempre que le dieran suficiente armamento.
Se lo dieron. Pero desde que en las guerras de los boers y ruso-japonesa se generalizó el uso de las ametralladoras, el cálculo es que el atacante ha de tener superioridad de uno a tres. Ahora que los combatientes llevan todos armas semiautomáticas y que, encima, son visibles con drones, la proporción aún es mayor. Por eso la famosa ofensiva ucraniana, que ignoró esta regla, fue un sangriento fracaso.
El armamento ruso es menos sofisticado, pero más abundante: la única industria que funcionaba medio bien en la URSS era la militar, y con Putin se ha conservado y renovado. Además, su riquísimo subsuelo siempre permitirá a Rusia encontrar proveedores en el exterior.
En cuanto a la oficialidad, es de muy baja cualificación en ambos bandos. La brillante aristocracia militar de los zares fue aniquilada en la revolución y lo que hay ahora son arribistas ascendidos, con un alto índice de corrupción. Con este tipo de oficiales Stalin venció los alemanes, sí, pero con más bajas propias que todos los demás países beligerantes juntos, incluyendo Alemania y Japón. Aplastó por superioridad numérica, simplemente. Y ahora da una idea del nivel de los mandos el lanzar un ataque blindado en pleno deshielo. Actualmente se dedican a atacar repitiendo una y otra vez el mismo error de la “ofensiva de verano”. Muestran una indiferencia absoluta al número de bajas propias, en la tradición de Trotsky y Stalin. Su lema es “a cualquier precio” (como lo fue el de toda la economía “planificada” en los ochenta años de socialismo). Eso tanto en un bando como en otro.
Hablando de bajas: ambos bandos se muestran discretísimos sobre sus bajas propias, pero en extremo parlanchines sobre las bajas enemigas. Las cifras que dan los ucranianos —incluso citando fuentes pseudobritánicas— merecen el mismo crédito que las de los rusos: ninguno. Pero se puede calcular indirectamente que las bajas son elevadas, desde luego superando los cien mil, y del mismo orden de magnitud en los dos lados.
Ambos presidentes han ido cambiando a sus comandantes supremos ante su flagrante incompetencia. Pero ¿qué encuentran en su lugar? Otros trepas igual de corruptos un escalón más abajo. No mejoran.
¿Y ahora?
Por eso la guerra se ha estancado, y no parece probable una batalla decisiva que incline definitivamente la balanza (salvo catástrofe nuclear). ¿Cuáles son, pues, las perspectivas?
Antes de contestar, veamos cuáles son los objetivos de cada parte.
Para Putin, un buen resultado sería simplemente no perder, o sea, quedarse con lo que tiene. Ha cometido finalmente la imprudencia de anexionar a Rusia los territorios rusófonos de Ucrania. Devolverlos sería ceder territorio ruso. Semejante humillación sería su suicidio político (y tal vez algo más que político).
Zelenski, por su parte, se pone como meta recuperar todos los “territorios ocupados”, incluyendo Crimea. Para él, esto no es negociable: son “parte integrante de Ucrania”. No parece un objetivo muy realista a corto plazo: poner condiciones leoninas va bien cuando se gana una guerra, pero cuando se empieza a pasar apuros, es un arma de doble filo. Pero Zelenski, siendo judío, se ve obligado a asumir los objetivos de los nacionalistas más extremos, para no ser cuestionado. Sólo podría hacerle cambiar de criterio una muy enérgica presión de Occidente (“o firmas o ni un cartucho más”), cosa improbable a corto plazo. ¿O quién sabe, después de la elección de Trump? Elon Musk ya declaró hace un par de años que la mejor solución sería los rusos con los rusos, los ucranianos con los ucranianos. Entonces todo el mundo se le echó encima, pero ahora su influencia no es la misma.
¿Y cuál es la correlación de fuerzas?
Rusia tiene la ventaja numérica. Su población triplica la ucraniana, puede poner en combate a tres hombres por cada ucraniano. Es casi autosuficiente en armamento, y el resto lo adquiere con facilidad. Su población, en gran mayoría, apoya al gobierno y cree la propaganda oficial. Surovikin eligió la estrategia de debilitar al enemigo y su ofensiva contra las infraestructuras de transporte, combustibles y electricidad está afectando seriamente la producción, reparación y abastecimiento de armamento. Y es difícil que la falta de electricidad no acabe, a medio plazo, por afectar la moral de la población. ¿No cundirá entre la población ucraniana el convencimiento de que los americanos quieren luchar contra Rusia hasta el último ucraniano? Ucrania tiene un serio problema de reclutamiento, no son raros los combatientes de edad madura. Así pues, si Ucrania quiere ganar esta guerra, mejor que lo intente a corto plazo. Si puede.
Ucrania tiene, de momento, el apoyo incondicional de Occidente, sin el cual ya estaría derrotada. Su población es inferior y su producción de armamento, insignificante. A saber cuánto le durará este apoyo: Europa ya da señales, aunque minoritarias, de que quizá mejor negociar. América, de momento, ha impedido cualquier conato de negociación o de mediación: quieren a toda costa una victoria sobre los rusos. Pero tras las elecciones ha desaparecido Biden, ya completamente senil, con su equipo de ultraizquierda. El de Trump parece mucho más competente y decidido.
Un problema puede ser Europa, que tozudamente se empeñe, contra el criterio de Trump, en ganar la guerra y, para ello, suministre a Ucrania armamento cada vez más letal, sin excluir tropas propias, francesas, inglesas o alemanas para reforzar a los agotados ucranianos. Lo malo es que toda acción trae su reacción. Si las tropas rusas han de enfrentarse directamente a soldados de la OTAN, Putin entenderá, con toda lógica, que le ha declarado la guerra la OTAN como tal, y por tanto, él también hará la guerra contra la OTAN. Y al tener unos y otros armamento nuclear, la cosa puede ponerse fea.
De momento, la situación va evolucionando en contra de Ucrania. Es cierto, le llega armamento novísimo, pero en poca cantidad. Su propaganda de guerra es excelente, pero no puede disimular la realidad: sus unidades no pueden cubrir las bajas. Los jóvenes en edad militar abandonan Ucrania por todas sus fronteras, porque saben que ir al frente es muy probablemente no volver. Se recluta a hombres maduros, con merma de la producción civil. Las municiones llegan o no llegan a las posiciones: la abundancia de armamento extranjero ha generado tal cantidad de modelos y calibres distintos que la intendencia se ha vuelto un caos, y las redes ferroviaria y viaria están muy dañadas por los bombardeos, que las toman como objetivo preferente. En la tropa, se multiplican las deserciones.
Los rusos también tienen problemas, pero su superioridad es clara y poco a poco, van ganando terreno, sin que los ucranianos tengan perspectivas realistas de reconquistarlo. Su población ya no está tan unánimemente a favor de la guerra, muchos ya no ven tan vital “la integridad territorial de Ucrania”, sino que admiten “dejémoslos que se vayan”. El propio Zelenski, ante la presión exterior, ya no hace de la recuperación de todo “su” territorio una condición tan absoluta.
Con todo, las posturas de los dos actores, Zelenski y Putin, están tan enquistadas que una paz a corto plazo sólo puede venir por alguna intervención exterior. A Rusia ya se le ha hecho todo lo que se le podía hacer, pero las sanciones han sido, todo lo más, una molestia, cuando no una ventaja. En cambio Ucrania depende totalmente de Occidente y es, por tanto, la parte presionable.
¿Quién podrá, o querrá, ejercer esta presión?
Europa no está unida. Algunos países exsoviéticos no tienen tan claro que la parte agresora sea Rusia (la guerra dura desde 2014, y atacaban los ucranianos). Más a Occidente, otros son prisioneros de la “corrección política” y se empeñan en que Rusia es una amenaza que ha de ser derrotada (aunque la dificultad del empeño los va empujando a posturas más prudentes). Otro grupo de países son los bálticos y Polonia, que ya han sido invadidos por “los rusos” (a los que asimilan con Stalin) y ahora atribuyen a Putin la intención de hacerlo de nuevo, armándose febrilmente ante la perspectiva. Ahora bien, Europa, suponiendo incluso que se lo propusiera unánimemente, no está en condiciones de alimentar, ella sola, el esfuerzo bélico de Ucrania: ni su industria ni sus arsenales dan para tanto. Una posibilidad sería entrar directamente en guerra, pero quiera Dios que no se atrevan. Sería peor el remedio.
Todo depende de los americanos, que son los que, con gran diferencia, envían más armas a Ucrania. El tándem Obama-Biden era tozudamente antirruso. Pero ahora está Trump.
Trump es un hombre de negocios, un comerciante que, aun y con toda su teatralidad, se inclina siempre a soluciones win-win. Odia la guerra y lo ha demostrado en su primer mandato. Ahora se encuentra con una guerra cuya continuación o terminación dependen de él: le basta con interrumpir los suministros a Ucrania o no hacerlo.
En su campaña electoral, prometía acabar la guerra de Ucrania en un día. Quizá exageró un poco, pero si mantiene este propósito ha elegido un equipo de consejeros inteligentes (no sólo Elon Musk) que con toda seguridad encontrarán soluciones aceptables. No sería tan difícil: un referéndum (eso sí, con control internacional) en las poblaciones afectadas y repartirlas según el resultado.
Ha ofrecido su mediación Eslovaquia. Aceptarla sería una magnífica opción: una conferencia a tres bandas (Putin-Zelenski-Trump) en Bratislava, con arbitraje eslovaco. Eslovaquia es un país de la OTAN, o sea, sin vínculos con Rusia. No tiene cuentas pendientes ni con la Rusia de Putin ni con la Ucrania independiente. Pero su gran ventaja es que, cuando era Checoslovaquia, ha sufrido el nacionalismo de una mayoría dominante. Por eso puede apreciar todos los factores mucho mejor que Occidente, cuyo simplismo es desesperante. Ojalá su ofrecimiento no caiga en saco roto.
Y, por fin, hay un factor del que nada puedo decir: ¿hasta qué punto están Zelenski y Putin a salvo de una conspiración palaciega?
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