LA RUINA DE LA LECTURA

Vivir de oídas o los esclavos de la mentira




Por: J.L. González Quirós



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Tal vez la paradoja más importante que afecta al desarrollo tecnológico contemporáneo consista en que los enormes recursos intelectuales que han sido necesarios para crear las tecnologías tan sofisticadas que están construyendo un mundo nuevo, favorezcan el predominio de un tipo humano con una capacidad de reflexión muy disminuida. Dicho de manera muy simplificada, tecnologías extremadamente complejas exigen habilidades cada vez más simples para su manejo. Si Ortega decía que la técnica es el esfuerzo para ahorrar esfuerzo, eso se puede traducir por “lo que unos pocos han pensado a fondo sirve para liberar a los más de cualquier esfuerzo intelectual”.

Este panorama guarda ciertas similitudes con lo que escribió Fukuyama en relación con el fin de la historia, la idea de que cierto tipo de contiendas políticas habría llegado a su fin, que ya no sería necesario un cierto tipo de pugna política porque se habría alcanzado un acuerdo general sobre el mayor mérito de las propuestas democráticas. Es obvio que la historia no se ha acabado, pero en el caso de las tecnologías podría suceder que las posibilidades de una conducta intelectual responsable y crítica estén descendiendo a un nivel ínfimo.




Esta situación tiene que ver con el declive de la escritura y de la lectura, no tanto con un descenso de su práctica efectiva, pues las pantallas gráficas seguramente abundan más que las páginas de papel, como con el hecho de que la lectura haya perdido muy buena parte de su función reflexiva y, en la mayoría de las ocasiones, se limite a seguir una pléyade de enlaces que proporcionan, supuestamente, mayor información, pero que tienden a anular el espacio necesario para la duda y la reflexión, para pensar, en suma, puesto que pensar es ponderar, comparar y, finalmente, decidir, por muy provisional que haya de ser esa decisión. La inmensa cantidad de información disponible crea el simulacro de un contexto suficiente y suele disponer al lector a abstenerse de cualquier cuestionamiento.

Hoy día, leer se suele asemejar más a seguir instrucciones que a poner en cuestión lo que se dice, quién lo dice, para qué lo dice y, sobre todo, si lo que dice se puede considerar mínimamente cierto. Si esto ocurre con la escritura, que siempre es sinónimo de civilización, puede pensarse lo que está pasando con la oralidad, y con las formas de escribir que, como en el caso de chats y redes sociales, son un puro sucedáneo de la charla, de la conversación casual, del habla sin apenas trascendencia, esos decires destinados a que se los lleve el viento, pero que llenan nuestras cabezas de novedades sin cuento, de interesadas noticias y de toda clase de aspavientos.

El oído siempre ha sido fuente de creencia, entre otras cosas porque es la forma más primitiva de comunicación, y sigue siendo la más emotiva. Pero en las sociedades tan complejas y conflictivas en que vivimos constituye una fuente insuficiente, porque es de hecho imposible que lleguemos a comprender nada medianamente importante sin lectura y estudio.





El problema consiste, por tanto, en que mientras las tecnologías empujan a vivir de oídas, a estar al loro sin perderse nada de lo que se dice, las políticas nos inducen a coincidir plenamente con nuestro grupo de pertenencia, a “gritar siempre con los demás”, por emplear la expresión de Orwell, y ambas, tecnología y política, procuran convencernos de que esa disposición falsamente abierta es una manera suficiente de comprender el mundo en que vivimos, aunque solo oigamos lo que dicen los nuestros, pero no lo que casi nunca se dice o no sea fácil de entender.

Cuando se sabe que dedicamos varias horas al día a nuestros teléfonos, cuando vemos que la gente tropieza con las farolas por andar pendiente de sus pantallas, es inevitable reconocer que se está imponiendo una manera de vivir de oídas, y sería irresponsablemente ingenuo pensar que pueda traernos nada bueno.

Este predominio de lo inmediato, lo oral y lo gráfico significa una ruina de la lectura y la reflexión, y esa tendencia se está imponiendo de manera rotunda.
Lo que esto significa es que, en la práctica, se ha perdido de vista cualquier idea que apunte a que existan verdades de fondo y que puedan ser importantes, porque lo único que interesa es lo que ahora se dice, lo que nos llega al oído y a la pantalla, que, además, solemos filtrar para que no nos resulta molesto.

Si comparamos esta actitud pasiva frente al verdadero valor de lo que creemos y repetimos, con nuestra conducta respecto al dinero se entenderá la gravedad del caso: por supuesto, creemos que el dinero que usamos es legal, pero la menor duda respecto a su valía nos llevaría a rechazar cualquier billete sospechoso, sin embargo, repetimos sin la menor cautela y a todas horas, argumentos falaces y supuestos datos que bastaría con pensar medio minuto para que fuesen rechazados, pero no lo hacemos. Y así las informaciones falsas, que son, por definición, más abundantes y atractivas que las rigurosamente ciertas, tienden a expulsar a las verdades más valiosas del mercado, una especie de ley de Gresham de la opinión pública.

Que muchos repitan algo no es ninguna garantía de fiabilidad, pero en la práctica, la aceptación muy extendida funciona como el mejor sello de certeza. Piénsese, por ejemplo, en la enorme distancia que existe habitualmente entre lo que la mayoría de la gente cree que afirma la ciencia (en dietética, en medicina, en física o en economía) y lo que realmente es verdadero, y para entenderlo bastaría con reparar en que la investigación no sería en absoluto necesaria si resultasen ser ciertas unas cuantas de las cosas que se repiten a todas horas, porque, aunque resulte antipático decirlo, en cuestiones de ciencia la mayoría casi siempre se equivoca.

No es muy distinto lo que pasa en política. Vivimos pendientes de un enorme montón de mentiras, unas de naturaleza puramente lógica, otras simplemente de hecho. Lo que parece suceder es que la mayoría de la gente se conforma de manera habitual con una verosimilitud tolerable, aunque sea muy tenue, y que ese mismo público tiende a conformarse también con que le priven de su libertad para decidir en aras de principios de apariencia muy digna de los que no andamos nada faltos, sea el bien del planeta, la igualdad de género, la supuesta necesidad de profundizar en políticas sociales o el empoderamiento de moda.

Vivir de oídas supone tragar con falacias realmente muy groseras, fáciles de desenmascarar a nada que se piense. Acabaré con un par de ejemplos: se dice que por el mundo entero avanza un espectro populista, y eso supone, en consecuencia, que habría de crecer donde todavía no lo haya hecho, pero un análisis lógico supondría más bien lo contrario, que si en alguna parte no ha avanzado el tal espectro eso significa que, al menos de momento, no es cierto que semejante fantasma domine el mundo.




Un segundo caso es el de la justificación de políticas que nada tienen que ver con el fin que supuestamente persiguen, porque muchos se conforman con que así se proclame, pero ¿alguien piensa realmente en serio que aumentar el presupuesto de un determinado organismo servirá para acabar con cualquier supuesto mal que no ha nacido de la previa inexistencia del tal ente? En realidad, vivir de oídas, es ser esclavo de la publicidad, creer cualquier cosa que nos haga sentirnos más felices, aunque sea al precio de no enfrentarnos nunca directamente con la realidad compleja de las cosas, en especial con aquellas muchas que estamos a años luz de entender si no gastamos muchas horas y empeño en conseguirlo.












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