LA OTAN Y EL ESTE EUROPEO


 La incidencia creciente del globalismo explica la obsesión de Occidente respecto de la zona de influencia rusa


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/otan-este-europeo/

De la serie: "La Guerra en Ucrania".

Nota 1: UN SOPLO DE REALIDAD

Nota 2: LA GUERRA DE ÍGOR

Nota 3: EL GLOBALISMO YA GANÓ

 

A
penas finalizada la segunda guerra, y luego de que los vencedores se repartieran en Yalta sus zonas de influencia en el mundo, los Estados Unidos advirtieron la necesidad de proteger militarmente al Occidente capitalista de la percibida amenaza del Este socialista, cuya capacidad bélica había quedado en evidencia durante el conflicto. Así nació en 1949 la Organización del Tratado del Atlántico Norte, una alianza militar, básicamente costeada por los Estados Unidos, concebida con el único objetivo de hacer frente a la Unión Soviética. Moscú no se ocupó de responder hasta 1955, luego de que la República Federal de Alemania fuera incorporada a la alianza atlántica. Para el líder comunista Nikita Jruschov ese paso era equivalente a un rearme alemán, y violaba los acuerdos de posguerra. Así nació el Pacto de Varsovia, que unía a los países de la URSS y los satélites soviéticos.

La OTAN le sirvió a Occidente para enredar a la URSS en una carrera armamentista que le obligaba a distraer recursos de su economía, y el Pacto de Varsovia le sirvió a la URSS para reprimir los alzamientos en Hungría en la década de 1950 y en Checoslovaquia en la década de 1960. Ambas alianzas fueron compañeras de baile durante la guerra fría, que concluyó con la caída del muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética a comienzos de la década de 1990. El 1 de julio de 1991 se anunció formalmente en Praga la disolución del Pacto de Varsovia. La OTAN sin embargo se mantuvo en pie, como alianza militar contra una amenaza indefinida, mientras los líderes occidentales abundaban en seguridades a Rusia de que no era su propósito ampliarla. “Ni una pulgada más hacia el este”, prometió el secretario de estado norteamericano James Baker a Mijail Gorbachov el 9 de febrero de 1990. Y durante las conversaciones de ese mismo año sobre la reunificación alemana, el diplomático alemán Jürgen Chrobog aseguró a Rusia que la OTAN no se expandiría “más allá del Elba”, y que por lo tanto había que “descartar la incorporación de Polonia y los demás”.

Las promesas, de las que hay citas de todos los líderes occidentales de la época, desde Bush padre hasta Mitterrand y Thatcher, pero que no constan en compromisos escritos, no se respetaron. La República Checa, Hungría y Polonia fueron admitidas en la OTAN en 1999; Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Eslovenia, Rumania y Eslovaquia en 2004; Albania y Croacia en 2009; Montenegro en 2017 y Macedonia del Norte en 2020. Diez de estos catorce países pertenecieron en su momento al Pacto de Varsovia. Dos de elllos, Estonia y Letonia, tienen fronteras directas con Rusia. Con razón o sin ella, Moscú se siente acosada por un cerco de hostilidad, al que Occidente pretende sumar nuevas naciones que alguna vez pertenecieron al campo soviético, como Ucrania y Georgia, y otras ajenas, como los países escandinavos. La OTAN gusta describirse como una alianza defensiva, pero en 1999 pasó inconsultamente al ataque.

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Nunca encontré fuera de la Argentina nada más parecido a los montoneros que el Ejército para la Liberación de Kosovo: la misma extracción social -clase media y media alta relativamente educada-, la misma suficiencia, la misma violencia despiadada, el mismo discurso de apariencia progresista, la misma sed irrefrenable de poder, la misma certeza de impunidad, al menos en los cuadros más altos. A diferencia de los montoneros, que se justificaban invocando supuestas situaciones de injusticia social, el ELK se montaba sobre unas reivindicaciones étnicas y territoriales. Una combinación de montoneros con mapuches, para decirlo mal y pronto. El ELK asumía la defensa de los albaneses de Kosovo y la proyectaba sobre el objetivo más ambicioso de la Gran Albania, unificación política de Albania, Kosovo y Montenegro.

Kosovo es una región balcánica íntimamente ligada a la historia medieval de Serbia, y sirvió de sede al patriarcado de su propia Iglesia Ortodoxa Serbia; subsisten todavía -quiero creer- antiguos monasterios y templos de esos tiempos. Los turcos la ocuparon desde el siglo XIV, prácticamente hasta la caída del Imperio Otomano a comienzos del XX, cuando pasó a formar parte de Yugoslavia. Para entonces su composición demográfica se había alterado sustancialmente, poblada ahora por una amplia mayoría de albaneses musulmanes que reclamaban mayores derechos políticos y una minoría de serbios cristianos que se sentía discriminada en su propia tierra. La convivencia se volvió difícil: los serbios comenzaron a emigrar y los albaneses se trabaron en un tira y afloja de demandas y concesiones con el gobierno central.

Cuando el ELK hizo su aparición a mediados de la década de 1990, los reclamos pacíficos dejaron lugar a violentos ataques contra la minoría serbia y cruentos enfrentamientos con la policía y el ejército yugoslavos. La reacción humana de los serbios y la institucional de Belgrado fueron descriptas por los insurgentes, con gran despliegue mediático occidental, como operaciones de limpieza étnica. El globalismo ya había puesto en marcha su aparato acostumbrado. Intervinieron las Naciones Unidas, las ONG y los grandes conglomerados de prensa: el líder yugoslavo Slobodan Milošević, un serbio, pasó a integrar la galería de villanos mundiales, y la OTAN se sintió autorizada a bombardear Belgrado durante más de dos meses hasta que logró la rendición yugoslava y convirtió a Kosovo en un protectorado gobernado por albaneses. Los yugoslavos, orgullosos de su capital típicamente europea, no podían creer que Europa descargara sus bombas sobre sus elegantes avenidas en beneficio de unos terroristas musulmanes.

En realidad, el resto del mundo tampoco lo podía creer, pero admitió sin mayor examen la justificación oficial del ataque como freno a un nuevo episodio de limpieza étnica en los Balcanes. Las denuncias de que todo había sido un ejercicio de ingeniería social concebido (y en parte financiado) por los globalistas fueron ignoradas. En una nota publicada en 1998, el experto francés Roger Fallgot fue el primero en revelar el papel de los servicios de inteligencia civiles y militares de Alemania en el entrenamiento y equipamiento del ELK; en 2002, el investigador germano Matthias Küntzel lo corroboró en detalle en su libro El camino a la guerra. Alemania, la OTAN y Kosovo. Kosovo es ahora un país independiente, a medias reconocido por la comunidad internacional. Derrotado Milošević, el ELK se olvidó de la Gran Albania y se disolvió; sus altos cuadros son hoy funcionarios públicos, y sus ex combatientes se dedican al tráfico de heroína hacia Europa.

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Vladímir Putin se estrenó como líder de la Federación Rusa prácticamente en el mismo momento en que la OTAN bombardeaba Yugoslavia, un país eslavo como la Madre Rusia, y guardó una nota mental sobre la naturaleza de la alianza atlántica. El complejo amasijo de etnias y credos que la mano dura del mariscal Tito mantuvo unido y en paz durante largas décadas iba a servir todavía de arenero para nuevos experimentos por parte de las élites empeñadas en configurar el mundo a su gusto y placer. Milošević había sido derrotado en Kosovo, pero seguía liderando la Federación Yugoslava. Unas elecciones previstas para el 2000 brindaron la oportunidad para producir un cambio político sustancial en el país balcánico y borrar del mapa a un líder cuya retórica nacionalista contrariaba el proyecto de un mundo indiferenciado y proclive a aceptar mandatos supranacionales.

El trabajo fino le correspondió a los Estados Unidos, instrumentado por organismos del estado, incluidos los servicios de inteligencia y el cuerpo diplomático, y asistido por una variada gama de organizaciones no gubernamentales comúnmente asociadas con el globalismo, entre las que se encuentran Freedom House y la Open Society Foundation de George Soros. La técnica empleada, que el desaparecido periodista británico Ian Traynor describió en The Guardian en 2004, incluía el reclutamiento y entrenamiento de jóvenes estudiantes para agitar en las calles, y de periodistas, profesores y otros emisores de mensajes sociales encargados de crear un estado de opinión. Y también incluía la elección minuciosa del elenco político de recambio, postergando cualquier diferencia ideológica en beneficio de un resultado eficaz.

El plan, hábilmente administrado en el terreno por el embajador norteamericano Richard Miles, condujo a la derrota electoral de Milošević y su reemplazo por Vojislav Koštunica. Diez meses después, cuenta Traynor, el embajador Michael Kozak, conocido por su larga relación con América latina, quiso hacer lo mismo en Belarús, pero fracasó en el intento de desplazar de la escena a Alexander Lukashenko. “No va a haber otro Koštunica en Belarús”, alardeó Lukashenko, un prorruso que continúa en el poder. El embajador Miles, por su parte, se anotó otro éxito en Georgia, cuando logró, con métodos similares, que Mijail Saakashvili desplazara del poder a Eduard Shevardnadze. Con sus éxitos y sus fracasos, las experiencias de Belgrado, Belarús y Georgia se acumularon tanto para solventar una historia de injerencia estadounidense en Ucrania que llega hasta hoy, como para alimentar las suspicacias y el recelo de Moscú, que no debía ignorarlas.

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Hoy los Estados Unidos aparecen plenamente comprometidos con el empeño de los globalistas por debilitar a Rusia y atraer a Ucrania a la órbita de la OTAN y la Unión Europea. Pero eso no siempre fue así: La diferencia entre la actitud de Washington hace tres décadas y la de hoy refleja la creciente influencia del globalismo en los Estados Unidos y en Occidente todo. En 1991, tras el colapso de la Unión Soviética, el presidente estadounidense George Bush padre habló ante el parlamento ucranio para advertir al país sobre sus inclinaciones independentistas y prevenirlos contra un “nacionalismo suicida”. Ucrania desoyó sus consejos: el 24 de agosto de ese año el parlamento aprobó un Acta de la Independencia, y el 1 de noviembre, el pueblo ucranio refrendó la independencia en las urnas y eligió su primer presidente. El 8 de diciembre, Rusia, Ucrania y Belarús disovieron formalmente la Unión Soviética. La reemplazaron por una mancomunidad a la que Ucrania no adhirió.

Una década más tarde, el interés de Occidente por el este de Europa ya era más intenso, y los Estados Unidos pusieron en marcha la maquinaria de ingeniería electoral ensayada en otros escenarios. Los mismos activistas estudiantiles, las mismas consignas pegadizas, los mismos signos gráficos de captación rápida que Traynor había advertido en Serbia, Belarús y Georgia sirvieron en 2004 en Ucrania para movilizar a una población tradicionalmente pasiva y revertir el resultado de unas elecciones cuyos “boca de urna” anticipaban un nítido triunfo del candidato oficialista Viktor Yanukovich, vagamente prorruso, sobre su rival Viktor Yushchenko, el favorito de Occidente. Una legión de “observadores internacionales” denunció fraude, los activistas salieron a la calle y, en lo que la historia recuerda como Revolución Naranja, mantuvieron la agitación durante meses hasta que la Corte Suprema llamó a nuevos comicios que arrojaron el resultado apetecido.

La intromisión no se entiende sino como un experimento de ingeniería social y política, porque desde comienzos de su vida independiente Ucrania, sin descuidar los vínculos con Rusia, su principal socio comercial, siempre mantuvo buenas relaciones con Occidente: aceptó destruir sus arsenales nucleares, recibió ayuda y entrenamiento militar de los Estados Unidos, e incluso entre sus dirigentes y líderes de opinión se comenzaba a hablar de una eventual incorporación a la Unión Europea y a la OTAN. Rusia, ya bajo el mando de Putin pero absorbida por sus propios problemas, no parecía prestar demasiada atención a esas fantasías. Yushchenko concluyó su mandato en 2010, y Yanukovich pudo acceder finalmente a la presidencia de Ucrania en unas elecciones que esta vez no fueron objetadas.

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Pero la obsesión de los globalistas por el este de Europa, por Ucrania, y por una Rusia en visible ascenso había multiplicado su intensidad, y diez años después de la pacífica Revolución Naranja, Yanukovich fue derrocado en 2014 mediante un golpe de estado al que se dio el nombre de Revolución de la Dignidad. Todo empezó como siempre con protestas callejeras, esta vez contra la intención gubernamental de abandonar las negociaciones para el ingreso a la Unión Europea, y orientarse en cambio hacia un proyecto similar Eurásico propuesto por Rusia. El magnate ucranio y líder opositor Petro Poroshenko se jactó ante la prensa: “Desde el comienzo fui uno de los organizadores [de las protestas]. Mi canal de televisión desempeñó un papel tremendamente importante.” Los reclamos se extendieron por todo el país y crecieron en violencia hasta desembocar en un tiroteo indiscriminado contra los manifestantes en la plaza central de Kiev, que arrojó decenas de muertos .

La situación de Yanukovich se volvió insostenible, el Parlamento decidió su destitución y llamó a nuevas elecciones, que abrieron la serie de gobiernos ucranios prooccidentales y antirrusos que conduce hasta el actual presidente Volodimir Zelensky. A primera vista, se trató de un doloroso episodio de la vida interna de Ucrania. Pero John Mearsheimer, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Chicago, estuvo convencido desde un primer momento de que fue un golpe de estado planeado durante años para producir cambios políticos a gusto de Occidente. En un artículo publicado en 2014 en la revista Foreign Affairs, responsabilizó directamente de la crisis a “los Estados Unidos y sus aliados europeos”, empeñados en arrebatar a Ucrania de la influencia rusa e incorporarla a Occidente. La opinión académica pareció encontrar sustento fáctico en dos datos conocidos posteriormente.

El primero es una conversación telefónica filtrada a la prensa entre la secretaria adjunta de estado Victoria Nuland y el embajador estadounidense en Ucrania Geoffrey Pyatt , mantenida una semana antes de la destitución de Yanukovich, en la que ambos discuten sobre el personaje opositor conveniente para sucederlo: “¡A la mierda con la UE!”, dice Nuland cuando su interlocutor hace mención de las preferencias europeas. Al parecer se decidieron por el magnate Poroshenko, quien sería elegido como quinto presidente de Ucrania. La diplomática admite en la misma conversación que había 5.000 millones de dólares de los contribuyentes norteamericanos invertidos en la operación. Una medida del compromiso globalista: a la operación en Belgrado se habían destinado 41 millones, y la Revolución Naranja les había salido apenas 14 millones, según cifras oficiales.

El segundo dato es menos colorido y más trágico. Después de una exhaustiva investigación de los tiroteos contra manifestantes antigubernamentales ocurridos en Kiev, conducentes al golpe de estado que cambió el rumbo de la historia de Ucrania en contra de Rusia y a favor de Occidente, el profesor de ciencias políticas Ivan Katchanovski, de la Universidad de Ottawa, concluyó en 2015 que los disparos no habían sido efectuados por las fuerzas represivas del presidente Yanukovitch, como aseguraba la narrativa aceptada, sino por francotiradores apostados en lugares precisos en torno de la plaza y organizados por los mismos extremistas ucranios antirrusos que posteriormente se dedicarían a hostigar a las poblaciones rusas o rusoparlantes del este del país. “Esta investigación académica -escribe Katchanovski- concluye que la masacre fue una operación de bandera falsa, racionalmente planeada y llevada a la práctica con la intención de provocar un cambio de gobierno y la toma del poder”.

La primera respuesta de Putin al golpe de 2014 en Ucrania fue asegurar para Rusia el control de la estratégica península de Crimea, que invadió y ocupó de inmediato. Sus demandas políticas respecto de Ucrania fueron desde entonces un compromiso de Occidente -esta vez escrito- de que esa nación vecina no sería incorporada a la OTAN y las seguridades necesarias para que la población del este ucranio pudiese retomar una vida normal, sin temor a las balas de los extremistas antirrusos. La influencia del globalismo sobre los gobiernos occidentales hizo que esos pedidos fueran desestimados a lo largo de ocho años, dejó un saldo de 15.000 muertos a manos de los extremistas, y condujo a la guerra.

–Santiago González



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