LA DECISIÓN DE OCTUBRE



Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/decision-octubre/

La preocupación por la suerte de la Patria, la inquietud por lo inmediato o el mero fanatismo guiarán la decisión del votante


Estamos a pocas semanas de las elecciones, y ya es hora de empezar a tomar la cuestión en serio. La gran broma de las PASO quedó atrás (y bien cara que nos salió), y el estado del país es lo suficientemente grave como para darse el lujo de encarar este comicio con ligereza.  El votante ha de tener presente, sin embargo, que la situación económica muestra tales aprietos que el próximo presidente, sea quien sea, habrá de tener márgenes muy estrechos de maniobra. Esto obliga a prestar particular atención a la capacidad de liderazgo, a los rasgos de carácter, a la solvencia intelectual de cada aspirante, a lo que trae consigo y a lo que promete.
Contexto. En términos económicos, la Argentina arrastra ocho años de estancamiento, cierre o desnacionalización de empresas grandes y chicas, pérdida de empleo, deterioro de la infraestructura, endeudamiento, destrucción de la moneda, y debilidad creciente ante los intereses y las presiones comerciales y financieras externas. En términos sociales exhibe, por un lado, un descenso generalizado de las mayorías –las clases bajas caen en la marginalidad y la indigencia, las clases medias se deslizan hacia la pobreza–, y por otro lado un ascenso pronunciado de las minorías, en general nuevos ricos: la que fue una de las sociedades más igualitarias del continente replica ahora condiciones de desigualdad de las que el resto de la región tiende a escapar. En términos políticos, la destrucción de los partidos tradicionales condujo al surgimiento de una casta parasitaria que periódicamente simula recambios para asegurar su permanencia y que usa el poder coercitivo del Estado en su beneficio o en el de sus allegados, ordenando la economía en función de su propia subsistencia y del beneficio de sus socios, y operando sobre las libertades públicas de modo que su posición no pueda ser cuestionada en la prensa ni desafiada en las urnas ni interpelada en la justicia. El Estado se ha hipertrofiado, absorbe una porción gigantesca de la riqueza nacional, y reiteradamente se revela incapaz de cumplir funciones específicas –educación, salud, justicia, defensa y seguridad– que se resumen en organización social. Una burocracia experta y ejemplar en el manejo de las responsabilidades estatales, que llevó años integrar y formar, fue paulatinamente reemplazada por capas y capas de ineptos e irresponsables, colocados en la función pública por sucesivas administraciones para favorecer a amigos y parientes o como devolución de favores. Los sectores más bajos de la sociedad, abandonados a la deriva, exploran formas organizativas en las que el Estado nacional ya no tiene nada que ver.
Juntos por el Cambio. Es difícil imaginar razones para reelegir una administración que deja el país en peores condiciones que las que recibió. El mejor equipo de los últimos cincuenta años entregó el peor gobierno de ese mismo medio siglo. Mauricio Macri, en particular, nunca demostró haber estado a la altura del cargo que le fue confiado, no supo armar un elenco eficaz de colaboradores, y exhibió una excesiva dependencia respecto de su jefe de gabinete. Sus muchachos se vendieron como CEOs, y se comportaron como niños bien, pretenciosos y engrupidos, con el berretín de gobernar pero decididamente incompetentes. Es cierto que gran parte de los problemas que afrontaron venían de atrás. Pero fueron votados precisamente porque prometieron resolverlos. Si la gestión económica y social del oficialismo fue mala, su herencia cultural es aún peor: mantuvo el aparato cultural y educativo del Estado en manos del progresismo y promovió sus peores causas: el aborto, la ideología de género, el multiculturalismo, la abolición de la identidad personal, familiar y nacional, y la destrucción de los símbolos que la sostienen. El elenco gobernante nuca tuvo, ni le pareció necesario tener, una visión de país arraigada en la historia y proyectada al futuro, nunca supo qué es ni tampoco qué quiere (y de ahí su miedo visceral a la política), nunca pudo ni quiso ofrecerse de otra manera que como freno y alternativa al kirchnerismo. La encuesta de agosto demostró su irrelevancia incluso para esa modesta función. ¿Por qué alguien votaría al oficialismo, que no sabe qué hacer con lo que le resta de mandato, para que gobierne los cuatro años siguientes?
Frente de Todos. ¿La vuelta del kirchnerismo? Resulta igualmente difícil imaginar quién podría desear el regreso de los que desperdiciaron la década económicamente más favorable que el mundo le ofreció a la Argentina en lo que va del siglo, e hicieron con la cultura más o menos las mismas cosas que sus sucesores repetirían después y que, para ser justos, la querida democracia viene haciendo desde 1983. Echemos sin embargo un vistazo. Un vistazo benevolente: supongamos que efectivamente Cristina se mantiene a un costado y que gobierna Fernández. ¿Quién es Alberto Fernández? Sus primeras apariciones tras el triunfo en las PASO revelaron una preocupante inclinación al autoritarismo y a las reacciones intempestivas. Como dijo Elisa Carrió, parece un tipo peligroso. Esto es, alguien al que no le va a temblar la mano a la hora de hacer lo que cree que tiene que hacer. Esto no sería necesariamente malo, si supiéramos qué es lo que pretende hacer. (“Si lo decía no me votaba nadie”, confesaría Carlos Menem). Desde su entorno llegan algunas señales: deferencia para con los acreedores externos, y más impuestos, muchos más impuestos para ese tercio del país que trabaja y mantiene al resto. Y continuidad del progresismo al frente del aparato cultural del Estado. Amparado, como Menem, en sus credenciales peronistas, Alberto bien puede hacer el ajuste que Macri no se atrevió a hacer. Menem acomodó la Argentina al consenso de Washington; Alberto, necesitado de congraciarse con la Casa Blanca, bien puede acomodarla ahora al nuevo mantra de las reformas laboral, tributaria y previsional que el FMI impondrá como requisito para prorrogar vencimientos. Pero, ¡ay!, Alberto no está solo. Beto quiere el poder de Cristina, pero Cristina se reserva el poder de veto. Su discurso en La Matanza encendió luces amarillas en ese sentido. Muchos evocaron la relación Cámpora-Perón. Yo pienso más bien en De la Rúa, saboteado por Alfonsín, la Coordinadora y Franja Morada. Un gobierno del Frente de Todos parece condenado a instalar un conflicto adicional en un país que ya no soporta más conflictos.
Intermedio. Este octubre acudiremos a las urnas más o menos impulsados por alguna de estas tres pasiones: el fanatismo, la preocupación por el corto plazo, es decir por nuestra propia suerte, y la preocupación por el largo plazo, o sea lo que pueda ocurrirles a nuestros hijos y nuestros nietos. En distintas proporciones, todos compartimos esas pasiones, pero una habrá de imponerse en cada uno y será la que guíe la mano en el momento de elegir las boletas. La encuesta de agosto mostró que la gran mayoría del electorado se inclina por alguna de las dos parcialidades reseñadas hasta aquí, responsables directas del deplorable estado de cosas que describimos al comienzo. Este comportamiento irracional encuentra en el fanatismo su principal explicación. La otra es la ignorancia. El fanatismo es cómodo y no exige pensar mucho. Para el fanático no hay dudas, ni cortes de boleta, ni conjeturas sobre la mayor o menor utilidad del voto. Está firmemente ubicado en un polo, y no quiere ni oír hablar del otro. Es más, está convencido de que el otro polo tiene toda la culpa de lo que les pasa a él, y deposita su voto en la urna como si fuera una carta-bomba capaz de obliterarlo, de borrar al otro de la faz de la tierra. Como dice Horacio González desde una vereda, y como desean igualmente desde la vereda opuesta: “Que ya mismo se corte en dos una historia tenebrosa para apartar el segmento abominable.” Si en octubre hacemos lo mismo de siempre, porque así y para ese fin fueron dispuestas las cosas, porque así arreglaron las mangas los que nos arrean como ganado, sólo vamos a conseguir más de lo mismo: descender otro escalón en la escalera infinita de nuestro fracaso. Pero las cosas no deben ser necesariamente así. Hay opciones.
Consenso Federal. Roberto Lavagna pretende ubicarse por encima de la grieta, al margen de la polarización. A diferencia de Macri o Fernández, Lavagna es economista y no necesita de terceros para definir y encarar los problemas más urgentes del país, que obviamente considera como de naturaleza económica. Colocó en el centro de sus preocupaciones el deterioro social, y propone incentivar el consumo para reactivar la economía y recrear el empleo, siguiendo un camino muy parecido al que emprendió como ministro de Eduardo Duhalde luego de la crisis del 2002. La situación de hoy, sin embargo no es comparable a la de entonces: el 2001 fue un estallido, la crisis actual es parte de un proceso y el país está en condiciones mucho peores que entonces. Al igual que cualquiera de sus competidores, Lavagna sabe que no va a escapar a la necesidad de imponer duros ajustes pero el imprescindible acompañamiento de una red de contención social aparece más claramente planteado en sus propuestas que en las de cualquiera de las dos fórmulas favoritas. Nada dice en cambio sobre las políticas culturales, pero su elenco de acompañantes, salvo notables excepciones como la de Maia Volkovinsky, sugiere que bajo una gestión suya seguirán marcadas por el progresismo. En el proceso de gestación de candidaturas, y en medio de los obscenos acomodamientos de sus competidores, él y sus principales colaboradores se atuvieron a la palabra empeñada, una rareza en la vida política contemporánea. A diferencia de Macri, Lavagna sabe lo que quiere hacer y tiene cintura política; a diferencia de Fernández, exhibe una personalidad serena, firme y coherente y además es dueño de sus decisiones. No aspira a la reelección, y se propone como gobernante de transición mientras el sistema político pone la casa en orden. Si nos aguardan meses de mar turbulento, luce como un capitán confiable. Por todas estas cualidades, Lavagna es el candidato destinado a atraer la atención de los preocupados por el corto plazo.
NOS. El novedoso partido que encabeza Juan José Gómez Centurión, cuya bandera principal es el rechazo a las políticas culturales progresistas, especialmente el aborto y la ideología de género, ofrece una fórmula presidencial y candidatos en unos pocos distritos del país, pero se ha ocupado no obstante de preparar una plataforma completa con propuestas para todas las áreas de gobierno. Se la encuentra en su sitio de Internet y vale la pena leerla. Gómez Centurión está convencido de que los problemas del país no son de naturaleza económica, política ni social, sino de valores, o mejor dicho de la ausencia de ellos. “A la política argentina le hace falta patria”, dice su plataforma. “Entendemos la patria como historia, tradición y cultura, legadas por nuestros próceres y honrada y transmitida por padres y antepasados.” La agenda de NOS es expresamente nacionalista y cristiana, y sus propuestas en materia de economía, defensa, seguridad, cultura e inmigración se organizan en función de esos principios y valores. Distan de ser un catálogo de buenas intenciones y parecen más bien un plan de acción, ubicado en las antípodas del sistema socialdemócrata que desde 1983 asfixia el país y le impide crecer y desarrollarse, como esas fajas con que las bisabuelas envolvían a los recién nacidos. NOS es una agrupación política absolutamente nueva, no constituida sobre alianzas de sectores partidarios preexistentes como Consenso Federal. Pese a ello y a su escasa inversión publicitaria, logró respaldo electoral suficiente como para participar de la primera ronda electoral. Aunque sus dirigentes saben que éste no es su turno para gobernar el país, el papel de NOS dista de ser testimonial y aspira a convertirse en la piedra basal del partido de derecha, nacionalista y cristiano, que falta en la escena política argentina. Gómez Centurión es efectivamente el candidato llamado a atraer la atención de quienes tienen la mirada puesta en el largo plazo, en el destino de la patria.
–Santiago González
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