POLÍTICAS E INSTITUCIONES AGROPECUARIAS Y AGROINDUSTRIALES: DESAFÍOS PARA EL PRÓXIMO GOBIERNO


Autor: Marcelo Posada (@mgposada)


Tanto el gobierno del presidente Macri, que aspira a un segundo mandato a partir de diciembre próximo, como la principal fuerza opositora encabezada por Alberto Fernández, y también los distintos partidos de menor cuantía (con la excepción de la izquierda tradicional), todos coinciden en señalar que el sector agroalimentario, y en particular su fase primaria, es el motor de la economía nacional, y constituye la gran esperanza generadora de riqueza que puede contribuir a paliar los efectos de la crisis económica que campea sobre la Argentina.

Las reiteradas declaraciones efectuadas por Mauricio Macri en el contexto de su campaña a la reelección, como así también los gestos políticos efectuados por Alberto Fernández (recibiendo a la Mesa de Enlace del sector agropecuario) o las precisiones vertidas por su vocero económico, Matías Kulfas, en distintos ámbitos empresarios, resaltan el lugar del sector agroalimientario como el gran generador de dólares (junto al papel que desempeñará la explotación del yacimiento de Vaca Muerta).

Ambas facciones políticas entrevén al agro y a su industria exportadora como las fuentes de aprovisionamiento de divisas que necesita el país para hacer frente a sus compromisos externos, pero también –vía impuestos- para solventar el funcionamiento del Estado.


Haciendo abstracción de quién logre acceder a la presidencia en diciembre próximo, es posible reflexionar sobre qué medidas de políticas y de reforma institucional requiere el sector para expresar todo su potencial, para elevar su umbral de modernización operativa y para, en definitiva, ser un actor dinámico en el contexto económico nacional, derramando sus beneficios sobre el conjunto de la sociedad pero no a costa de la rentabilidad de la empresa agropecuaria o agroindustrial.


Si bien el abanico de cuestiones que deben ser afrontadas es muy amplio, es factible identificar algunas que constituyen piedras angulares para asentar las bases de una nueva, sólida y sostenible expansión sectorial.

Es posible señalar medidas de políticas y de reformas institucionales de muy diverso tipo que pueden contribuir a estimular el desarrollo de las fuerzas productivas del sector, generando un dinamismo económico y social de amplio espectro. Entre ellas, las más importantes son:

La política impositiva

Sin duda, este es uno de los temas centrales a abordar: reducir la carga impositiva que afecta al sector.

Dada la configuración impositiva del país, al sector lo gravan impuestos nacionales, provinciales y municipales. En el país se contabilizan algo más de 160 tributos, pero solo diez de ellos explican el 90% de la recaudación: IVA, Aportes y Contribuciones a la Seguridad Social, Ganancias, Ingresos Brutos, Créditos y Débitos Bancarios, Derechos de Exportación, Derechos de Importación, y Combustibles. 

Si bien la reforma impositiva, tanto en aligeramiento de la presión como en simplificación de la operatoria, es una cuestión que debe ser abordada globalmente para el conjunto de los sectores económicos, en el contexto de la discusión sobre la dimensión y orientación del gasto público (y por ende, de las funciones y configuración del Estado), sí es posible mencionar algunos aspectos específicos para el sector agropecuario y agroalimentario.

En primer término, la necesidad de eliminar de raíz los derechos de exportación, es decir, las retenciones. La baja de las alícuotas, como la que implementó el gobierno de Macri es una medida paliativa, pero peligrosa, puesto que deja abierta la posibilidad de volver a subirlas (como hizo el propio Macri) en caso de necesidad fiscal. Las consecuencias productivas y socio-ambientales (expansión desbalanceada de la producción sojera) de la aplicación de este tributo ameritan ya su discusión crítica. Constituye un incentivo negativo para la diversificación productiva y para la inversión, a la par que su peso en el conjunto de la recaudación fiscal nacional es relativamente menor (pese a estar entre los diez tributos más relevantes, antes mencionados). 

Las retenciones significaron, en 2004 el 9,5% de la recaudación; en 2009, el 9,7%; en 2018, el 3% y en lo que va de 2019 representan el 6%. Una aclaración importante: esos porcentajes se refieren a la totalidad de esos derechos de exportación, de los cuales los correspondientes a producciones agropecuarias constituyen cerca de una cuarta parte. Es decir, conforman un porcentaje menor en el contexto global de esa recaudación tributaria, pero muy significativo en contraste con los ingresos y egresos totales del sector. Lo que para las empresas agropecuarias y agroindustriales es un yugo relevante, para la recaudación total nacional es una porción muy menor, fácilmente reemplazable por la combinación de una mayor recaudación derivada de la mayor actividad sectorial (expansión diversificada, nuevas inversiones) que impulsaría su eliminación, y por una reducción –inevitable- en la magnitud del gasto público.

La defensa de la persistencia de este tributo obedece más a razones ideológicas que a razones fiscales, pese a que así se sostiene. En mayor o en menor medida, más abierta o más solapadamente, se entiende que las retenciones a las exportaciones es un tributo fundado en que las empresas que producen y exportan productos de origen agropecuario estarían usufructuando una ventaja natural, no derivada de la inversión efectivamente realizada por ellas. También se alega que su utilidad reside en facilitar el “desacople” de los precios internos respecto de los precios internacionales, en tanto que Argentina exporta “bienes salario”. Sin embargo, estudios econométricos realizados exponen acabadamente que su impacto en este sentido es limitado.

La eliminación por ley, no la rebaja de alícuota, constituiría una señal clara del nuevo gobierno hacia el sector más dinámico de la economía argentina, incentivándolo a la inversión y la expansión productiva, con las consecuencias económicas, sociales, ambientales y fiscales positivas que se derivan de dicho proceso.

La reformulación de los otros muchos impuestos que gravan al sector, si bien no exclusivamente a él, constituye una cuestión clave para incentivar su desenvolvimiento armónico en el conjunto del aparato productivo. Ese proceso de reformulación (a la baja) debe darse en el contexto de una discusión general sobre la política fiscal y del gasto público, puesto que sin esto es imposible implementar aquello, en tanto que, por ejemplo, el Impuesto a los Ingresos Brutos representa, en promedio, el 75%de la recaudación impositiva provincial, mientas que las Tasas de Seguridad e Higiene y Generales conforman el 80% de la recaudación municipal.

No es necesario mencionar a la muy conocida Curva de Laffer para insistir en que la presión impositiva reducida, fácil de liquidar y de controlar, redunda en una mayor recaudación sin atentar contra el dinamismo y la inversión productiva.

Las regulaciones medioambientales

La producción agropecuaria es la principal interesada en resguardar la sostenibilidad de su recurso no reproducible, el medio ambiente. 

El deterioro de la tierra o el agua, su sobreexplotación o contaminación atenta directamente contra la sostenibilidad productiva. Sin embargo, en tanto el medio ambiente es considerado un bien público, se fijan normas y regulaciones de diferente tipo que pautan esquemas de utilización y preservación de los recursos naturales. A su vez, el Estado, en pos del bien común, regula prácticas productivas que aún llevadas dentro de los límites de la propiedad privada, pueden generar externalidades negativas hacia la población circundante o, en otros casos, consumidora de los bienes producidos en aquella propiedad.

Dada la multiplicidad y complejidad de los distintos procesos productivos que se llevan adelante sobre el medio ambiente donde se desarrolla la actividad agropecuaria, se regula la ejecución de tales procesos superponiéndose normas, buscándose cubrir la mayor cantidad de procesos posibles y procurando la legislación captar un amplio abanico de posibles efectos negativo derivados de aquellas prácticas.

El afán de “protección medioambiental” lleva a situaciones de sobrerregulación que, como sostuvo Edmund Phelps, puede paralizar los procesos de innovación y desarrollo productivo.

La fijación de amplias áreas “libres de fumigación” en torno a centros poblados, la prohibición de modificar la cobertura boscosa en determinadas áreas, aún dentro de propiedades privadas, o el denso circuito burocrático requerido de transitar para lograr la aprobación ambiental de determinadas inversiones, entre otras muchas cuestiones, redunda en un desincentivo a la producción y a la innovación.

Si el nuevo gobierno nacional se propone impulsar la dinámica virtuosa de la producción agropecuaria y agroindustrial, entonces requerirá de revisar la normativa ambiental imperante, o al menos, impulsar su revisión en cada jurisdicción territorial.

La legislación laboral

Este es otro tema transversal a todo el entramado productivo argentino, pero en el sector agroalimentario y, en particular, en la fase primaria, adquiere ribetes específicos.

Desde 2012 el trabajo agrario se desenvuelve bajo la Ley 26.727, salvo la cosecha y empaque frutícola, regido por la Ley 23.808, al tiempo que el las actividades industriales, comerciales, de transporte o turísticas, aunque se realicen en el ámbito rural, quedaron bajo la égida de los Convenios Colectivos de Trabajo de cada sector, desprendidos de la Ley de Contrato de Trabajo 20.744.

Si bien la Ley 26.727 busca primordialmente proteger al trabajador agrario, al igual que la 23.808 también mencionada, lo cierto es que se ven comprendidas en la generalidad del enfoque crítico respecto de la legislación laboral argentina.

Tal como múltiples analistas señalan, el problema de la legislación laboral se expone en el cuasi estancamiento en el crecimiento del empleo privado (siendo el empleo público, el cuentapropismo, el servicio doméstico y la informalidad las modalidades dinámicas desde 2012 hasta el presente): solo el 30% de la fuerza laboral nacional está empleada en empresas privadas y bajo el régimen legal vigente.

Esto se debe, por un lado, al cambio tecnológico reemplazante de mano de obra, pero también en la decisión empresaria de no ampliar su plantilla de trabajadores en relación de dependencia. Y esto es así, dado los costos que implica contratar un trabajador, tanto los costos mensuales (las cargas patronales que deben abonarse) como los costos potenciales derivados de una eventual desvinculación traumática (indemnización, costos judiciales, honorarios de abogados, etc.). Un problema judicial derivado de una desvinculación conflictiva puede, entre las empresas de pequeña y mediana escala, aparejar su quiebra dados los montos involucrados.

Las empresas son renuentes a tomar trabajadores en relación de dependencia para eludir ese riesgo mencionado, pero también porque otros aspectos de la legislación protectiva del trabajador atenta directamente contra la rentabilidad empresaria, tal el caso de la fijación de salarios sin relación alguna con la productividad laboral. De este modo, la legislación laboral que busca la protección del trabajador, redunda en su desprotección, puesto que involucra desincentivos a la formalidad contractual, impulsando el trabajo informal.

Fomentar el desarrollo productivo agropecuario y agroalimentario requiere también de abordar la cuestión de la legislación laboral, adecuándola a los tiempos actuales, donde la protección del trabajador debe estar en armonía con el cambio tecnológico que se desenvuelve, con niveles de productividad acorde a los estándares competitivos de cada actividad, y con un encuadre operativo que no comprometa la rentabilidad de las empresas.

Los sujetos agrarios

Un tópico recurrente en el discurso político sectorial (y también en la literatura académica) es el de las referencias a la denominada “agricultura familiar”. 

Se trata de un constructo narrativo, al cual se ubica por fuera de la lógica de operaciones en el mercado, y para el cual, entonces, se diseñan políticas específicas, orientadas –se afirma taxativamente- a su protección

Esa actitud paternalista encierra el preconcepto de que tales empresas se desenvuelven en forma deficiente en el mercado, y por lo tanto requieren del Estado para manejarse y ser protegidas.

Esa especificidad es rescatada por la política pública al grado de contemplar una división específica del hoy Ministerio de Agroindustria, centrada en la “agricultura familiar”, al tiempo que existen programas y proyectos que desenvuelven el INTA y el SENASA particularmente orientados hacia ese segmento empresarial.

El nuevo gobierno debería concebir a lo que hoy se llama “agricultura familiar” como empresas agropecuarias, de escala pequeña o mediana, pero que no detentan un comportamiento especial en la dinámica de los mercados, como si no persiguieran la maximización de la ganancia con la minimización de los riesgos. Esas empresas no requieren de protección especial, sino de reglas claras, de previsibilidad, de menor carga impositiva, de normativas que no desincentiven la inversión ni la producción, tanto como cualquier otra empresa agraria de mayor escala.

La visión romántica de una unidad autosustentable, que produce para consumo interno y concurre al mercado sólo con excedentes está lejos de la realidad sectorial en la mayor parte del país. 

El cambio tecnológico y organizacional que vivió el sector productivo a lo largo de las últimas cuatro décadas desdibujó completamente los tipos ideales de sujetos agrarios, que solo perduraron en el imaginario discursivo político. Diseñar y ejecutar políticas específicamente orientadas hacia la agricultura familiar realmente existente, exige, en primer término, tener una noción precisa acerca de qué es dicha agricultura.

En relación con esa defensa o protección de ese sujeto social agrario idealizado, se implementaron también programas y proyectos que buscaron contribuir a la perduración productiva de explotaciones que no estaban en condiciones de permanecer en el mercado, ni por escala, ni por tecnología, ni por productividad, ni por características propias de la producción. Se trató, en definitiva, de sostener a unidades productivas inviables, bajo el pretexto de defender el arraigo en el territorio, de proteger las fuentes de trabajo, de fortalecer la soberanía alimentaria. En realidad, se trató de medidas propias de un ministerio de desarrollo social antes que de organismos científicos-tecnológicos como el INTA o de un ministerio de neto corte productivo, como Agroindustria. El ejemplo paradigmático de esas políticas erróneas es la ejecución del programa ProHuerta por parte del INTA, pero no es el único. 

Una nueva gestión pública sectorial debe desechar por completo estas iniciativas, asumir la inevitabilidad de los procesos de decantación de unidades productivas agrarias en pos de un incremento del nivel global de productividad sectorial, e impulsar, en todo caso, la modernización tecnológica, organizacional y gestionaria de las unidades de menor escala, pero sin forzar su permanencia en el mercado a través de prácticas artificiales de subsidios y diferentes tipos de ayudas.

La reingeniería institucional

Durante el gobierno de Mauricio Macri la institucionalidad ministerial del sector agroalimentario vivió varios cambios: se lo renombra como Ministerio de Agroindustria, posteriormente se lo rebaja a nivel de Secretaría de Gobierno, y posteriormente vuelve a categoría ministerial. Pero más allá de estas variaciones de índole cosmético, nunca se discutió el qué y el para qué de ese estamento de gobierno.

Dentro del mismo conviven sustratos geológicos de muy distintas gestiones, superponiéndose sin importar la orientación del gobierno de turno. Así, entonces, el nuevo gobierno debería replantearse la orientación y la configuración de ese Ministerio. 

Cuáles son realmente los ámbitos de actuación de una organización tal, moderna, dinámica y plenamente enfocada en una concepción de avanzada de las políticas agropecuarias? Como muestra la historia económica del país, la dinámica del sector agropecuario y agroindustrial depende, básicamente, del ritmo y orientación del desenvolvimiento macroeconómico, y este escapa de las incumbencias del Ministerio de Agroindustria. El yugo impositivo que pesa sobre el sector productor depende de decisiones que se toman fuera de la órbita de este Ministerio. Las misiones comerciales de apertura de mercados parecen más propias de una dependencia de Comercio Exterior que de este Ministerio. 

Existiendo una dependencia de alto rango específica para el tema energético, ¿para qué funcionar en el Ministerio de Agroindustria una Dirección centrada en la política de bioenergía? 

¿Es incumbencia del Ministerio de Agroindustria el “desarrollo territorial”, involucrando con ello la existencia de una Dirección Nacional?

Son decenas las preguntas para hacerse respecto de la orientación y configuración del Ministerio de Agroindustria que requeriría un nuevo gobierno. Una organización de tamaño acorde a sus funciones, dinámica, flexible, articulada a otros múltiples actores institucionales públicos y privados (las Bolsas de Cereales, por ejemplo) es el modelo que debería tenerse en mente. Y para eso, como se señaló, deben discutirse sus funciones, porque la experiencia hasta el presente muestra que el producto de la actual organización no arroja impactos positivos verificables en la realidad del país.

Del mismo modo, es necesario discutir el qué y para qué de dos organismos emblemáticos, descentralizados y dependientes del Ministerio: el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) y el Servicio Nacional de Calidad y Seguridad Agroalimentaria (SENASA).

No se trata simplemente de decir que deben achicar su voluminosa planta de personal, ni se trata de reducir su presupuesto sin más, sino de plantearse estratégicamente qué funciones necesita el país que cumplan esos organismos.

Debe el INTA destinar recursos a mantener un programa de asistencia social como es ProHuerta? Es función del INTA, como el Ministerio, apuntalar procesos de “desarrollo territorial”? Cómo debe articular con el mercado el INTA los desarrollos científicos y técnicos que realiza? De qué manera asociar al INTA con el sistema de investigación y desarrollo privado, tanto nacional como internacional? Qué tipo de asistencia técnica debe –si es que debe- prestar el INTA a los productores y bajo qué sistema de financiamiento? Qué esquema de extensión rural debería implementarse con resultados e impactos medibles?

Debe el SENASA controlar la sanidad de la producción tranqueras adentro de las explotaciones, o solo debe limitarse a certificar esa sanidad en las fronteras por donde sale la exportación? Debe el SENASA contar con una dependencia específica destinada a la “agricultura familiar”? Y en particular, debe el SENASA funcionar al servicio del organismo de recaudación impositiva del país, como es la AFIP? Por qué deben entremezclarse la política sanitaria y la política impositiva? Qué impactos positivos verificables se obtienen de esa hibridación entre policía sanitaria y policía impositiva?

¿Argentina necesita un INTA y un SENASA? La respuesta es afirmativa, sin duda alguna. Sí, los necesita, pero no este INTA ni este SENASA

Es necesario redefinir el modelo de incumbencias y de funcionamiento de ambos. El INTA retomando su “espíritu” de organismo de ciencia y tecnología agropecuaria, pero adaptando al mundo de hoy, articulado a la empresa privada, co-desarrollando productos, y brindando asistencia en calidad de prestación de servicios rentados. Y, desde ya, autosustentable. Un SENASA que asegure la calidad de los alimentos que ingiera la población nacional y que certifique, en tanto que Estado, la calidad y sanidad de los productos que salen del país. No más (ni menos) que eso.


Hay decenas de temas más que deben abordarse desde una perspectiva crítica, liviana de ideologías románticas, con visión de futuro: el papel del Estado en el funcionamiento de los mercados de productos (dejar el desarrollo del mercado interior de carnes libremente pactado entre los agentes; institucionalizar el mercado lácteo; etc.); el desarrollo de los procesos de creación y difusión de eventos biotecnológicos (liberalizar el sistema, por ejemplo); rediscutir la vigencia y necesidad de leyes de promoción de determinadas producciones (ovina, caprina, etc.), entre otros muchos temas.

El sector agropecuario y agroindustrial es clave en el contexto económico argentino tanto desde lo estructural como, en el futuro inmediato, desde lo coyuntural. Tomar las medidas necesarias para liberar su potencial de crecimiento es una cuestión vital, de supervivencia, no solo para los propios agentes del sector, sino para la economía nacional en su conjunto.

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