EL SEÑOR DE LAS MOSCAS

Simón
Cuando los dummies son los docentes.


Autora: Cata de Siena
Una, dos, tres, diez lápidas, todas ellas con el nombre de mi hijo menor, Simón. La lluvia siniestra inundaba el grupo de whatsapp de alumnos de sexto grado,   seguidas por emoticones representando carcajadas y manos con el pulgar en alto. Luego vinieron las referencias jocosas a un campamento y  una fiesta de cumpleaños, donde los pequeños verdugos habían aprovechado el descuido de maestras y padres para reunirse a castigarlo duramente. Su crimen: epilepsia. Y un temblor en las manos que le impide escribir, gentileza de las drogas que le permiten vivir.

Simón (no es su verdadero nombre, obviamente) carga su cruz con hidalguía considerable para sus doce años. No implora piedad ni disminución en las penas: aguantó las palizas estoicamente, sin decirme nada, porque no quería perder a sus “amigos”.  Rechaza en forma activa al maestro integrador que lo acompaña, porque quiere valerse solo y ser igual a los demás.  Cada par de años, a pesar de sus esfuerzos, terminamos cambiando de colegio. Hemos pasado por colegios religiosos y laicos, algunos carísimos, otros no tanto. Pero en todos, a lo largo de estos últimos 10 años, encontramos un denominador común: el paulatino triunfo de la barbarie sobre la civilización, del poder de la fuerza sobre la razón, de la crueldad sobre la bondad.

Los chicos con discapacidad no eligen el colegio al que quieren ir en nuestra bendita provincia. De tanto en tanto encuentran un colegio que se aviene a recibirlos, en el interés superior de cobrar las cuotas pagadas puntualmente. Cuando algún lector enarbole la resolución 311/16 o la convención para personas con discapacidad de Naciones Unidas o nuestra sublime Constitución para intentar convencerme de lo contrario, lo invitaré gentilmente a abandonar esta  lectura por algún otro pasatiempo más agradable. Todas esas bellas declaraciones de principios e inclusión no tienen correlato real. Los colegios se escudan en la falta de vacantes para no incurrir en el crimen civil que implicaría decir no a alguien en razón de no estar preparados para educar a una persona con discapacidad. Así es que los discapacitados van boyando en escuelas comunes, sin preparación específica,  con maestras que tachan el almanaque buscando diciembre.


Estas  maestras están cansadas, muchas no tienen título y  todas muestran enormes baches en su formación intelectual y moral. Apenas pueden enseñar a los niños considerados normales. Todas tienen miedo de ejercer su autoridad y como consecuencia perder el sueldo o no poder seguir trabajando por alguna denuncia. No saben que autoridad viene del latín augere, que significa aumentar, promover, hacer progresar. Qué van a saber, si el latín se descartó de la currícula añares atrás, por ser demasiado religioso y demasiado autoritario. Así es que a la larga, nadie progresa ni crece porque nadie ejerce la autoridad. Y recibimos a todos, porque la escuela tiene que ser inclusiva, así que las aulas son un revuelco de Biblia y calefón. Eso sí: que a nadie se le ocurra sacar los pies del plato y querer educar fuera de la escuela, porque será ejecutado por la inspectora de turno.

Las familias también acusan el cambio de estos tiempos. Ambos padres (si los tienen) trabajan, así que no hay demasiado tiempo disponible para guiar chicos. Estamos en épocas de libertades y realizaciones y ninguno de esos logros incluye la crianza. Se privilegian los bienes sobre las personas y el placer sobre el deber. El placer degenera  en crueldad y los niños terminan siendo fiel reflejo de sus padres.
Así es que en estos tiempos argentinos todo el sistema educativo  termina al servicio de una gran declaración de principios demagógica sin logros reales.  No es gran consuelo pensar que en todos los estamentos del país ocurre algo muy parecido: el buenismo remplazó al bien,  la tolerancia a la bondad y al querer igualar a todos, se  soslayaron las faltas. La ausencia de responsabilidad personal encontró a su víctima colateral,  la libertad individual.  


Simón es el niño con epilepsia del Señor de las Moscas, el que intenta razonar y mostrar el espejo moral a los demás, el mismo que termina muerto.
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