LIMONES-LIMONES
Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
La Argentina carece de una clase dirigente educada para dirigir, y tampoco advierte la necesidad de una educación semejante
Artículo original aquí.
“Señor presidente, ¿veremos nuevamente los limones argentinos en su país? Porque son muy buenos…”, dijo Mauricio Macri en el Salón Oval de la Casa Blanca. “Los traeremos de vuelta. Estoy bien enterado de lo de los limones.
Créase o no, los limones son un negocio muy, pero muy importante, y le vamos a prestar la debida atención”, repuso su anfitrión, y agregó, dirigiéndose al pequeño auditorio que los rodeaba: “Una de las razones por las que él está aquí es por los limones. Yo le hablo de Corea del Norte, y él me habla de limones…” Semanas más tarde, Donald Trump recibía las cartas credenciales del nuevo embajador argentino, por cierto un experto en limones, al grito de “¡Mauricio, Mauricio! ¡Limones, limones!” Y así, en el planisferio mental del presidente de la nación más poderosa del planeta, la Argentina se desdibujó como pieza geopolíticamente significativa para quedar indeleblemente asociada a la provisión de limones.
El comportamiento confianzudo de Trump parece de una cortesía exquisita si se lo compara con el de Emmanuel Macron, formado en las más altas escuelas de filosofía de Europa, asistente de Paul Ricoeur, y presidente de la nación que le prestó su lengua a la diplomacia.
Mientras Macri viajaba de Davos a París abriendo expectativas sobre las “buenas noticias” que esperaba recibir allí acerca del deseado acuerdo Mercosur-UE, Macron fue al campo a tranquilizar a los productores franceses, y a hacer campaña a expensas del argentino: “No podemos hacer acuerdos que favorecen a un actor industrial o agrícola a miles de kilómetros, que tiene otro modelo social o medioambiental y que hace lo contrario de lo que nosotros imponemos a nuestros propios actores”. A Macri se le congeló la sonrisa en el rostro cuando se enteró, y así se lo vio en todas las fotos hasta que concluyó la visita. Empeñoso, trató sin embargo de explicarle al francés cómo eran las cosas: “Yo creo que la asociación entre el Mercosur y la Unión Europea es natural porque en Sudamérica somos todos descendientes de europeos…”
En los tramos anteriores de este periplo, Macri había pasado por Moscú, donde Putin le dijo que era una lástima que dos países que se quieren tanto no tengan mayor comercio entre sí, y aprovechó para ofrecerle centrales hidroeléctricas y nucleares, y había asistido al foro económico de Davos donde repitió más o menos las mismas cosas que dijo hace dos años, y volvió a pedir a los inversionistas del mundo que pongan su plata en la Argentina, algo que ni los propios argentinos se animan a hacer. Todos fueron muy cordiales y estuvieron de acuerdo en que la Argentina es un país que tiene un gran potencial, latiguillo que, acompañado de una sonrisa y un apretón de manos, les viene sirviendo desde hace setenta años a los líderes mundiales para despachar a los argentinos que llegan periódicamente con la misma cantinela.
No quiero ensañarme personalmente con Macri, ni con su voluntariosa disposición a poner el cuerpo en esas gestiones; lo que me preocupa es la escasa inteligencia que las respalda, en todos los múltiples sentidos de la palabra. ¿Tenía necesidad Macri de desperdiciar un encuentro con Trump planteando un tema que normalmente debería ocupar a funcionarios de segundo o tercer nivel? ¿Tenía necesidad de cargar sobre sus hombros el fracaso de la torpe gestión ante Macron sobre el Mercosur y la UE, cuando es algo que ni siquiera incumbe exclusivamente a nuestro país, o realmente creía, alentado por sus funcionarios, que iba a recibir en París una “buena noticia”? ¿Antes de ir a Moscú, nadie pudo acercarle una idea, un proyecto de cooperación, un planteo capaz de aprovechar la buena disposición de los rusos y abrir caminos a nuestros productores? ¿Nadie pudo sugerirle, a falta de logros concretos, un libreto distinto para llevar a Davos, un punto de vista original, una perspectiva diferente capaz de captar la atención de los empresarios, o de los inversionistas, o de los líderes políticos?
En sus dos años de trabajo, el equipo convocado por Macri no se ha destacado en ninguno de los tres aspectos esenciales que caracterizan al buen gobierno: no se ha destacado por su competencia técnica en las responsabilidades que se dispuso a asumir (no ha logrado diseñar políticas en ninguna de las áreas del Estado), ni se ha destacado por su capacidad de liderazgo (es más: da la sensación de que lo rehuye y que más bien trata de acompañar los movimientos espontáneos de la sociedad), ni se ha destacado por su visión estratégica acerca de la inserción de la Argentina en el mundo (de lo contrario, no se entendería su insistencia en mantenerse dentro del Mercosur y en buscar acuerdos con la Unión Europea que, si llegan, lo harán de forma que sólo Brasil resulte beneficiado.) Toda la gestión de Cambiemos hasta el presente ha sido de aprendizaje, de ensayo y error, y de temerosos avances que se detienen ante el primer obstáculo.
Tampoco quiero hacer una impugnación partidaria: el resto de las facciones no tienen nada mejor para ofrecer, y la oposición es parte integral de la dirigencia del país. Quiero sí llamar la atención sobre lo que se presenta como un problema serio de la sociedad argentina, y es la falta de preparación, o la mala preparación, de su clase dirigente. El problema es más grave que lo que parece, porque el actual gobierno está integrado en sus primeras líneas por exponentes de lo más y mejor educado de su sociedad, algunos incluso con trayectorias más que exitosas en el mundo corporativo. En otras palabras, que lo que tenemos a la vista es más o menos lo mejor que podemos conseguir. Y no da para entusiasmarse.
Que la Argentina tiene un problema de educación en términos generales es algo ya sabido y demostrado: la mitad de su población no entiende lo que lee ni sabe lo que dice, y más de la mitad de su población no tiene idea de cómo se hacen las cuentas. Menos sabido es que la Argentina perdió aquella burocracia cumplidora y experta que sabía hacer andar con aceptable eficacia la máquina del Estado para reemplazarla por una clientela política incompetente, ignorante y haragana, y que para peor el país no tiene una escuela de administración pública capaz de formar nuevos cuadros. Y menos sabido aún es que la Argentina carece de una clase dirigente que haya sido educada para dirigir, porque ni siquiera se ha planteado la necesidad de una educación semejante. Para dirigir una nación, como están empezando a darse cuenta (quiero creer) los CEOs del gobierno, no basta con un doctorado o un MBA. Se necesita algo más, empezando por la conciencia nacional.
Pero, ¿acaso es posible formar un dirigente? La capacidad de liderazgo parece ser un don innato que tienen algunas personas para lograr que otras hagan lo que no querían hacer, o hagan más de lo que estaban dispuestas a hacer. Pero como todas las capacidades innatas, desde la artística hasta la deportiva o la matemática, necesita ser educada y entrenada para dar frutos. ¿Tiene nuestra sociedad mecanismos para detectar talentos dirigenciales como los tiene para los talentos científicos o literarios, por ejemplo? ¿Tiene mecanismos para educar, promover y alentar a los mejores? ¿Sabe cómo hacerlo? Se suponía que de esa criba se encargaban los partidos políticos, pero, ¿y ahora que no existen? La sociedad argentina le pide un curriculo al aspirante a repartidor de pizzas, ¿se lo pide a quienes aspiran a conducir los destinos de la nación?
El liderazgo en general, y el liderazgo de una nación en particular, es algo distinto del mando (como aprendieron los militares cuando se hicieron cargo del gobierno) y también es distinto de la administración (como están aprendiendo los CEOs a quienes encargamos el gobierno). Requiere un conocimiento profundo de la naturaleza humana, para saber cómo hablar a los ciudadanos, y cómo poner en marcha lo mejor de sus personas, y extraerles fuerzas de las que ni siquiera eran conscientes; también requiere un conocimiento profundo de la historia (y en particular de la historia de ese pueblo al que se le quiere hablar) y de la geografía, para saber en qué parte del tiempo y el espacio se está parado, y con quiénes se podrá colaborar y con quiénes habrá que competir y pelear; también requiere un conocimiento profundo de las ideas, los intereses y las ambiciones que bullen en el presente, porque ellas saturan las aguas por el que el piloto deberá hacer avanzar su nave; y requiere finalmente capacidad de diálogo, para fijar el derrotero común.
¿Es mucho pedir ? No, no lo es. Todos esos requisitos que acabo de enumerar encuentran respuesta en lo que en el mundo anglosajón se conoce como “educación liberal” (de la que nuestros CEOs deberían por lo menos haber oído hablar, porque el cardenal John Henry Newman fue uno de sus principales promotores) y que consiste básicamente en la familiaridad con los autores clásicos, las grandes obras de la literatura, el arte y la filosofìa, y las biografías de los hombres que contribuyeron a trazar los destinos del mundo y sus naciones (familiaridad que según Newman reclamaba la mediación encarnada y presencial del “maestro”), debidamente sazonada y cocinada por la experiencia. Es prácticamente lo mismo que en el mundo latino llamamos “cultura humanista”, o cultura a secas, algo que alguna vez tuvimos pero cuya escasez actual por estos pagos explica nuestro incierto presente. Nuestros dirigentes son penosamente incultos.
–Santiago González
La Argentina carece de una clase dirigente educada para dirigir, y tampoco advierte la necesidad de una educación semejante
Artículo original aquí.
“Señor presidente, ¿veremos nuevamente los limones argentinos en su país? Porque son muy buenos…”, dijo Mauricio Macri en el Salón Oval de la Casa Blanca. “Los traeremos de vuelta. Estoy bien enterado de lo de los limones.
Créase o no, los limones son un negocio muy, pero muy importante, y le vamos a prestar la debida atención”, repuso su anfitrión, y agregó, dirigiéndose al pequeño auditorio que los rodeaba: “Una de las razones por las que él está aquí es por los limones. Yo le hablo de Corea del Norte, y él me habla de limones…” Semanas más tarde, Donald Trump recibía las cartas credenciales del nuevo embajador argentino, por cierto un experto en limones, al grito de “¡Mauricio, Mauricio! ¡Limones, limones!” Y así, en el planisferio mental del presidente de la nación más poderosa del planeta, la Argentina se desdibujó como pieza geopolíticamente significativa para quedar indeleblemente asociada a la provisión de limones.
El comportamiento confianzudo de Trump parece de una cortesía exquisita si se lo compara con el de Emmanuel Macron, formado en las más altas escuelas de filosofía de Europa, asistente de Paul Ricoeur, y presidente de la nación que le prestó su lengua a la diplomacia.
Mientras Macri viajaba de Davos a París abriendo expectativas sobre las “buenas noticias” que esperaba recibir allí acerca del deseado acuerdo Mercosur-UE, Macron fue al campo a tranquilizar a los productores franceses, y a hacer campaña a expensas del argentino: “No podemos hacer acuerdos que favorecen a un actor industrial o agrícola a miles de kilómetros, que tiene otro modelo social o medioambiental y que hace lo contrario de lo que nosotros imponemos a nuestros propios actores”. A Macri se le congeló la sonrisa en el rostro cuando se enteró, y así se lo vio en todas las fotos hasta que concluyó la visita. Empeñoso, trató sin embargo de explicarle al francés cómo eran las cosas: “Yo creo que la asociación entre el Mercosur y la Unión Europea es natural porque en Sudamérica somos todos descendientes de europeos…”
En los tramos anteriores de este periplo, Macri había pasado por Moscú, donde Putin le dijo que era una lástima que dos países que se quieren tanto no tengan mayor comercio entre sí, y aprovechó para ofrecerle centrales hidroeléctricas y nucleares, y había asistido al foro económico de Davos donde repitió más o menos las mismas cosas que dijo hace dos años, y volvió a pedir a los inversionistas del mundo que pongan su plata en la Argentina, algo que ni los propios argentinos se animan a hacer. Todos fueron muy cordiales y estuvieron de acuerdo en que la Argentina es un país que tiene un gran potencial, latiguillo que, acompañado de una sonrisa y un apretón de manos, les viene sirviendo desde hace setenta años a los líderes mundiales para despachar a los argentinos que llegan periódicamente con la misma cantinela.
No quiero ensañarme personalmente con Macri, ni con su voluntariosa disposición a poner el cuerpo en esas gestiones; lo que me preocupa es la escasa inteligencia que las respalda, en todos los múltiples sentidos de la palabra. ¿Tenía necesidad Macri de desperdiciar un encuentro con Trump planteando un tema que normalmente debería ocupar a funcionarios de segundo o tercer nivel? ¿Tenía necesidad de cargar sobre sus hombros el fracaso de la torpe gestión ante Macron sobre el Mercosur y la UE, cuando es algo que ni siquiera incumbe exclusivamente a nuestro país, o realmente creía, alentado por sus funcionarios, que iba a recibir en París una “buena noticia”? ¿Antes de ir a Moscú, nadie pudo acercarle una idea, un proyecto de cooperación, un planteo capaz de aprovechar la buena disposición de los rusos y abrir caminos a nuestros productores? ¿Nadie pudo sugerirle, a falta de logros concretos, un libreto distinto para llevar a Davos, un punto de vista original, una perspectiva diferente capaz de captar la atención de los empresarios, o de los inversionistas, o de los líderes políticos?
En sus dos años de trabajo, el equipo convocado por Macri no se ha destacado en ninguno de los tres aspectos esenciales que caracterizan al buen gobierno: no se ha destacado por su competencia técnica en las responsabilidades que se dispuso a asumir (no ha logrado diseñar políticas en ninguna de las áreas del Estado), ni se ha destacado por su capacidad de liderazgo (es más: da la sensación de que lo rehuye y que más bien trata de acompañar los movimientos espontáneos de la sociedad), ni se ha destacado por su visión estratégica acerca de la inserción de la Argentina en el mundo (de lo contrario, no se entendería su insistencia en mantenerse dentro del Mercosur y en buscar acuerdos con la Unión Europea que, si llegan, lo harán de forma que sólo Brasil resulte beneficiado.) Toda la gestión de Cambiemos hasta el presente ha sido de aprendizaje, de ensayo y error, y de temerosos avances que se detienen ante el primer obstáculo.
Tampoco quiero hacer una impugnación partidaria: el resto de las facciones no tienen nada mejor para ofrecer, y la oposición es parte integral de la dirigencia del país. Quiero sí llamar la atención sobre lo que se presenta como un problema serio de la sociedad argentina, y es la falta de preparación, o la mala preparación, de su clase dirigente. El problema es más grave que lo que parece, porque el actual gobierno está integrado en sus primeras líneas por exponentes de lo más y mejor educado de su sociedad, algunos incluso con trayectorias más que exitosas en el mundo corporativo. En otras palabras, que lo que tenemos a la vista es más o menos lo mejor que podemos conseguir. Y no da para entusiasmarse.
Que la Argentina tiene un problema de educación en términos generales es algo ya sabido y demostrado: la mitad de su población no entiende lo que lee ni sabe lo que dice, y más de la mitad de su población no tiene idea de cómo se hacen las cuentas. Menos sabido es que la Argentina perdió aquella burocracia cumplidora y experta que sabía hacer andar con aceptable eficacia la máquina del Estado para reemplazarla por una clientela política incompetente, ignorante y haragana, y que para peor el país no tiene una escuela de administración pública capaz de formar nuevos cuadros. Y menos sabido aún es que la Argentina carece de una clase dirigente que haya sido educada para dirigir, porque ni siquiera se ha planteado la necesidad de una educación semejante. Para dirigir una nación, como están empezando a darse cuenta (quiero creer) los CEOs del gobierno, no basta con un doctorado o un MBA. Se necesita algo más, empezando por la conciencia nacional.
Pero, ¿acaso es posible formar un dirigente? La capacidad de liderazgo parece ser un don innato que tienen algunas personas para lograr que otras hagan lo que no querían hacer, o hagan más de lo que estaban dispuestas a hacer. Pero como todas las capacidades innatas, desde la artística hasta la deportiva o la matemática, necesita ser educada y entrenada para dar frutos. ¿Tiene nuestra sociedad mecanismos para detectar talentos dirigenciales como los tiene para los talentos científicos o literarios, por ejemplo? ¿Tiene mecanismos para educar, promover y alentar a los mejores? ¿Sabe cómo hacerlo? Se suponía que de esa criba se encargaban los partidos políticos, pero, ¿y ahora que no existen? La sociedad argentina le pide un curriculo al aspirante a repartidor de pizzas, ¿se lo pide a quienes aspiran a conducir los destinos de la nación?
El liderazgo en general, y el liderazgo de una nación en particular, es algo distinto del mando (como aprendieron los militares cuando se hicieron cargo del gobierno) y también es distinto de la administración (como están aprendiendo los CEOs a quienes encargamos el gobierno). Requiere un conocimiento profundo de la naturaleza humana, para saber cómo hablar a los ciudadanos, y cómo poner en marcha lo mejor de sus personas, y extraerles fuerzas de las que ni siquiera eran conscientes; también requiere un conocimiento profundo de la historia (y en particular de la historia de ese pueblo al que se le quiere hablar) y de la geografía, para saber en qué parte del tiempo y el espacio se está parado, y con quiénes se podrá colaborar y con quiénes habrá que competir y pelear; también requiere un conocimiento profundo de las ideas, los intereses y las ambiciones que bullen en el presente, porque ellas saturan las aguas por el que el piloto deberá hacer avanzar su nave; y requiere finalmente capacidad de diálogo, para fijar el derrotero común.
El embajador argentino en Washington y el Secretario de Comercio de los EEUU. |
¿Es mucho pedir ? No, no lo es. Todos esos requisitos que acabo de enumerar encuentran respuesta en lo que en el mundo anglosajón se conoce como “educación liberal” (de la que nuestros CEOs deberían por lo menos haber oído hablar, porque el cardenal John Henry Newman fue uno de sus principales promotores) y que consiste básicamente en la familiaridad con los autores clásicos, las grandes obras de la literatura, el arte y la filosofìa, y las biografías de los hombres que contribuyeron a trazar los destinos del mundo y sus naciones (familiaridad que según Newman reclamaba la mediación encarnada y presencial del “maestro”), debidamente sazonada y cocinada por la experiencia. Es prácticamente lo mismo que en el mundo latino llamamos “cultura humanista”, o cultura a secas, algo que alguna vez tuvimos pero cuya escasez actual por estos pagos explica nuestro incierto presente. Nuestros dirigentes son penosamente incultos.
–Santiago González
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