LO PEOR QUE LE PASÓ AL PAÍS


¿Hasta qué punto el combate contra el nacionalismo y el estatismo peronista contribuyó a demoler la nación y el estado argentinos?


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Un lugar común que reaparece cada vez que entran en crisis nuestra política o nuestra economía, o las dos juntas como casi siempre sucede, asegura que el peronismo fue lo peor que le pasó al país. Se lo propone como un diagnóstico cuando, en el mejor de los casos, no es más que un analgésico y antipirético destinado a calmar las angustias o las iras del momento. Como ocurre con la aspirina, sus efectos son pasajeros y en definitiva no resuelve nada. El postulado es inconducente porque carece de contenido: ¿lo peor en comparación con qué? ¿Con los radicales, con los militares, con los conservadores, con los socialistas?

La tesis de que el peronismo fue lo peor que le pasó al país, para tener algún sentido, exige un término de comparación y, al buscarle uno a su altura, emerge casi naturalmente la silueta de su opuesto: el antiperonismo. Y con él, la posibilidad de invertir los términos y afirmar que el antiperonismo enconado y cerril le causó más daños al país que las políticas o las transformaciones promovidas por el peronismo. La tesis se vuelve así más interesante y provocativa, pero su circulación masiva enfrenta un problema: la opinión pública tiene una idea más o menos clara acerca de qué se habla cuando se habla de peronismo, pero mucho más difusa e inasible cuando se trata del antiperonismo.

Para evitar malos entendidos, aclaro que cuando aquí hablo de peronismo me refiero a las políticas y las acciones del movimiento fundado por Juan Perón, desde el gobierno y desde la proscripción, a partir de 1945 y hasta su derrota electoral en 1983, y que cuando hablo de antiperonismo me refiero a las políticas y las acciones promovidas, no sólo desde la política partidaria sino también desde otros ámbitos sociales, para enfrentar, neutralizar o eliminar la impronta dejada por el peronismo en la sociedad argentina. A esa confrontación le fijo igualmente el límite de 1983, porque lo que vino después, como veremos, es otra historia y otra polémica.


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Los males atribuibles al peronismo vienen siendo minuciosamente enumerados y descriptos -y expandidos y exagerados- desde la segunda mitad del siglo pasado, de manera que no vale la pena volver sobre ellos. De los males atribuibles al antiperonismo nunca se ha hablado, lo que en cierto modo se explica porque, a diferencia del peronismo, que exhibe cierta organicidad (el partido, las organizaciones gremiales, los símbolos identificatorios), el antiperonismo aparece como algo más bien inorgánico: una actitud, una mentalidad, incluso un prejuicio. Comprensiblemente, resulta difícil atribuirle responsabilidades a un fantasma, reconocer como sujeto de la historia a una actitud, aunque esa actitud tenga su nombre (gorila), su rostro (el almirante Rojas) y su música (la tan vibrante de Gómez Carrillo).

Sin embargo, la inorganicidad del antiperonismo es engañosa: con las puntuales excepciones de cada caso, la gran prensa, los partidos políticos, las cámaras empresariales, las organizaciones profesionales, la Iglesia institucional, la universidad, la industria cultural y del entretenimiento, los movimientos estudiantiles han sido uniforme, coherente y monolíticamente antiperonistas, y han actuado en consecuencia. Todos esos actores mantuvieron un vínculo formal efímero en la Unión Democrática, el frente alentado desde la embajada de los Estados Unidos para enfrentar a Perón en las elecciones de 1946 y disuelto tras la derrota. A partir de entonces, esas instancias tan decisivas para la configuración de la opinión pública siguieron obrando en la misma dirección, sin necesidad de ponerse de acuerdo: habían desarrollado una especie de sentido común y una organicidad de facto.

El antiperonismo nació, como dijimos, al mismo tiempo que el peronismo, antes de que el peronismo gobernara y de que exhibiera cualquiera de sus virtudes y sus defectos, más allá de la particular relación con la clase obrera que su máxima figura había desarrollado desde la secretaría de trabajo. El lema de la Unión Democrática había sido “Por la libertad, contra el nazifascismo”, y esa caracterización habría de ser el núcleo conceptual sobre el que el antiperonismo vertebraría su acción a lo largo del tiempo. Desde 1946, consecuentemente, todo lo que significara nación e identidad nacional, estado y acción estatal, comenzó a ser identificado con el peronismo, y por extensión con el nazismo y el fascismo, y descripto por lo tanto como una amenaza contra la libertad. Además de un sentido común y una organicidad de facto, el antiperonismo había desarrollado para sí una justificación moral.


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Me pregunto hasta dónde llega la responsabilidad del antiperonismo fogoneado por el embajador Spruille Braden en el desmoronamiento no ya del orden peronista, sino del orden conservador.


Ya es conocida y aceptada la responsabilidad del antiperonismo en las obstrucciones y sabotajes a las políticas del gobierno justicialista; en los bombardeos de junio, el golpe de septiembre y el nuevo golpe de noviembre de 1955; en el decreto 4161 que prohibía nombrar a Perón y al peronismo, la proscripción del Partido Justicialista (hasta 1973) y los fusilamientos de 1956; en la inestabilidad política de los diez años siguientes, que incluyó los derrocamientos de los presidentes Arturo Frondizi y Arturo Illia. Todo para protejernos del nazismo y el fascismo, y desde los sesenta también del comunismo, para acomodar la retórica a las necesidades de la guerra fría. Esto es cosa sabida.

Menos estudiada ha sido la incidencia del antiperonismo en algo más profundo que fue ocurriendo simultáneamente: el quiebre de la conciencia nacional, el desconocimiento del prójimo como compatriota, el desprecio por lo propio, el himno murmurado entre dientes, la mirada despectiva hacia las propias tradiciones y creencias, el desdén por el entretenimiento y la música brotados de nuestra vida, nuestra gente y nuestros paisajes, esas cosas tan prolijamente registradas por el sociólogo de estaño Arturo Jauretche. Me pregunto si los antiperonistas, en su afán de combatir el nacionalismo y el estatismo, que para ellos eran equivalentes al nazismo y el fascismo, no se llevaron puestos a la nación y el estado argentinos; la nación como identidad y orgullo, el estado como administración eficaz de lo público.

Un dato intrigante: desde la entrada en escena del antiperonismo militante nunca más hubo un partido conservador en la Argentina.

Me pregunto hasta dónde llega la responsabilidad del antiperonismo fogoneado por el embajador Spruille Braden en el desmoronamiento no ya del orden peronista, sino del orden conservador; ese orden que a comienzos del siglo pasado había logrado colocar a la Argentina en un nivel de expectativas similar al que despertaban los Estados Unidos. Ese orden trabajosamente gestado en el siglo XIX y puesto definitivamente en marcha por Julio A. Roca y la generación que lo acompañó. Ese orden conservador que, para algunos estudiosos de la historia económica argentina como Iris Speroni, el peronismo había venido a actualizar y perfeccionar. Un dato intrigante: desde la entrada en escena del antiperonismo militante nunca más hubo un partido conservador en la Argentina.


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Desde 1955 a 1983, salvo el breve y convulsionado interregno de 1973 a 1976, todos los gobiernos civiles o militares de la Argentina fueron característicamente antiperonistas, más allá de los pactos o acuerdos alcanzados por algunos de ellos para garantizarse gobernabilidad. Todos vivieron en permanente tensión política y doctrinaria con un peronismo siempre proscripto en nombre de la libertad porque nunca acertaron a resolver el problema fundamental: cómo gobernar desde el antiperonismo un país cuyas mayorías no renunciaban a su identificación con el peronismo, que por añadidura para ellas se confundía con la identificación nacional. El hecho maldito del que hablaba Cooke les privaba de cualquier eficacia.

A lo largo de esos años, la Argentina asistió al deterioro lento y desparejo pero progresivo de su red ferroviaria, su flota mercante fluvial y de ultramar, sus fuerzas armadas y su equipamiento militar, su aerolínea de bandera, su sistema de salud y su sistema educativo, sus empresas de servicios públicos, su moneda y su crédito, sus bancos y sus empresas industriales y comerciales, los que habían sido creados por argentinos con capitales argentinos. Pero la narrativa antiperonista asegura que las desgracias de esos 25 años se debieron a los nueve años previos de gobierno peronista, más exactamente a los últimos tres de esos nueve, y en todo caso fue el precio a pagar para evitar una recaída en el nazifascismo.


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El lapso que va desde el derrocamiento de Perón en 1955 hasta el restablecimiento formal de la democracia en 1983 conoció otro interregno: la Revolución Argentina que condujo el general Juan Carlos Onganía desde 1966 hasta que fue desplazado por sus propios camaradas de armas en 1970. La Revolución Argentina fue algo así como la admisión por la élite argentina, o al menos por una parte importante, de que se les había ido la mano y que en su furia antiperonista estaban destruyendo la nación. Con la guía de la Iglesia, nacionalistas y liberales, empresarios y sindicalistas, civiles y militares apelaron al modelo del franquismo español para recomponer el país instaurando una especie de peronismo sin Perón.

En los quioscos se vendían láminas de Onganía con su uniforme militar de gala similares en todo a las imágenes de Perón que sus seguidores colgaban en el comedor de sus casas. Los trabajadores alcanzaron en esos años una participación en el ingreso nacional que no veían desde los mejores años del peronismo. El mundo corporativo vivía una ebullición desconocida. La revista de economía y negocios Mercado podía sacar a la calle una edición voluminosa cada semana. Pero lo que la Iglesia había unido en el cielo se desanudaba en la tierra: en la cúpula del poder, los liberales se mataban con los nacionalistas, los antiperonistas de paladar negro veían todo rojo, y en la calle el relativo bienestar chocaba con un infantilismo represivo dedicado a cazar comunistas en las bibliotecas y parejas en los hoteles alojamiento.

Eran otros tiempos: la gente se hartó, salió a la calle en las grandes ciudades (Córdoba, Rosario) y el proyecto que, según prometía Mariano Grondona, contemplaba un tiempo económico, un tiempo social y un tiempo político degeneró rápidamente en un tiempo violento. De esos años quedaron algunos legados perdurables: la corrupción de los sindicatos, cuyos dirigentes abandonaron la resistencia para ser invitados a las mesas del poder; la desnacionalización de las grandes empresas creadas por capitales argentinos; y la violencia política: hay demasiados vasos comunicantes entre los sectores nacionalistas y eclesiásticos cercanos a Onganía y la formación de la guerrilla montonera, demasiados nombres que aparecen en uno y otro lado, demasiados interrogantes que se condensan en el asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu.


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Como dije más arriba, a partir de 1983 comienza otra historia. Si alguien se toma el trabajo de analizar quiénes integraban o adherían a la Unión Democrática del embajador Braden en 1945, va a advertir rápidamente que, una vez introducidas algunas correcciones temporales y resueltas ciertas equivalencias, son exactamente los mismos que hoy se ubican en el espectro socialdemócrata, alentado por los globalistas, que conduce la Argentina desde 1983. Con unas incorporaciones inesperadas: el propio Partido Justicialista y aquellos sindicatos que alguna vez supieron ser la “columna vertebral del movimiento”. Su ingreso fue relativamente sencillo porque las controversias ideológicas, las apelaciones a la libertad o el patriotismo han quedado atrás: en unidad y armonía, la clase dirigente argentina ahora sólo pelea por los dineros públicos, y del estado le interesa únicamente la capacidad recaudatoria.

Por otras vías y con diferentes intenciones, las acciones de esta novedosa Unión socialDemocrática mantienen el rumbo antinacional y antiestatal que le imprimió su predecesora. Por citar algunos ejemplos, digamos que Raúl Alfonsín descalabró la educación pública en sus tres niveles, promovió la desmalvinización y torpedeó el desarrollo nuclear argentino; Carlos Menem desbarató la red de colegios nacionales, eliminó la educación técnica y desmanteló el proyecto misilístico Cóndor; el kirchnerismo convirtió la educación en un simulacro, vació la petrolera estatal y redujo a cero la defensa nacional. El macrismo acentuó la dependencia financiera del país y lo acomodó a los designios de los globalistas, y los Fernández están haciendo lo mismo.

A esta altura resulta difícil distinguir entre peronismo y antiperonismo o, mejor dicho y parafraseando al general, ahora en la Argentina antiperonistas somos todos.


– Santiago González

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