Estamos gobernados por pelotudos
La reunión 26º de Naciones Unidas por el Cambio Climático va a ser su última andanza
Autor: Gerald Warner
Nota original en inglés al pie.
Traducción: @Hyspasia
Cuando uno ve las escenas de los últimos días de las FFAA de EEUU en el aeropuerto de Kabul acumula evidencia de que estamos gobernados por idiotas. Pero, por supuesto, ya lo sabíamos. En todo el mundo desarrollado, los gobiernos y los políticos reciben un universal y bien ganado desprecio. Claramente, el sistema político actual es insostenible: las sociedades no pueden vivir para siempre bajo el imperio de gente en la cual uno desconfía y detesta.
La debacle de Kabul ilustra al punto de la caricatura al incapacidad de los pseudodemocráticos gobiernos contemporáneos para lidiar con eventos de administraciones pasadas, lo que debería ser visto como tarea regular y de todos los días. Los habitués del pub Dog and Duck, en su discusión de cinco minutos sobre la evacuación de Afganistán, rápidamente hubieran podido identificar la necesidad de expatriar a los civiles antes que nada, asegurar las armas y remover sólo después del resto a las tropas. No se necesita ser un científico nuclear.
Sin embargo, pareció ser demasiado para los poderes cognitivos e intelectuales del actual ocupante de la Oficina Oval (Casa Blanca, EEUU). Imaginen, por sólo un momento, la reacción de la prensa y de los políticos si esta catástrofe hubiera sido presidida por Donald Trump. ¿Pero, por qué estaríamos sorprendidos? La frontera sur de los EEUU, bajo Biden y esa señora que solía estar con él hasta que desapareció, es una gigantesca brecha en la soberanía del país, por la cual se filtran gansters latinoamericanos y terroristas yijadistas. El que supone ser el único superpoder es una burla, con su presidente recibiendo fechas límites por parte de terroristas talibanes.
Nuevamente, ¿de qué deberíamos sorprendernos? Esas son las mismas personas - de hecho el mismo partido político Demócrata - que rompió la economía del mundo en 2008-2009, luego de que la administración Clinton creara la crisis de las hipotecas sub-prime (de alto riesgo) al lanzar dinero a insolventes bajo regulaciones para las minorías: en un caso notorio le dieron U$D 500.000 a un desempleado beneficiario de la seguridad social. El Departamento de Justicia controló el mercado inmobiliario de viviendas por años, en cumplimiento de una agenda woke (progre) en búsqueda de votos, hasta su inevitable colapso que provocó un efecto dominó alrededor del mundo.
Europa no hace las cosas mejor. Para sorpresa de varios, quienes privilegiaban el interés nacional y el sentido común ganaron la guerra por el Brexit y durante ese largo proceso de desgaste, natural para los arrogantes, privilegiados, elitistas miembros de la camarilla cuya autoridad había sido desplazada; todo eso fue expuesto a la luz del día. No era una vista bella. Durante la pandemia de COVID la clase política recuperó a base de golpes bajos, y con esfuerzo, parte de sus poderes de control social, con una mayoría de la población aceptándolo en base a los protocolos de salud, pero eso no quiere decir que se hayan beneficiado en el largo plazo. El evidente desorden en sus filas, divisiones y errores de la clase política socaban aún más su autoridad, aunque la efectiva vacuna de Boris Johson le dio a los conservadores una credibilidad temporaria.
"Si monumentum requiris...". El estado de la sociedad británica hoy es testimonio de lo que será el próximo fallecimiento del actual sistema político. El supuesto pilar principal del orden social es la policía. Hoy, la policía británica recorre las calles en patrulleros salidos de una historieta pintados con los colores del arco iris, cubiertos por los símbolos de un movimiento político, en búsqueda obsesiva de "non-crime hate incidents" (incidentes de odio no criminales). ¿Por qué persigue la policía a no criminales cuando el porcentaje de resolución de verdaderos crímenes en Inglaterra y Gales descendió a un vergonzoso 7%?
Gran Bretaña tenía mejor policía bajo el gobierno de Sir Robert Peel (n. de t.: PM 1834-1835) - y aún se puede argumentar que también estaba mejor cuando la policía eran los Bow Street Runners (n. de. t.: sistema protopolicial en Londres entre 1849 y 1938). Por generaciones, Gran Bretaña estaba orgullosa de la neutralidad política de las FFAA y de la policía; ahora pareciera que nuestras fuerzas de seguridad interna reportaran a líderes no electos de barrios marginales, más que al elegido Ministro del Interior. Es parte de una fenómeno más amplio de wokeness (progresismo) - marxismo cultural - que representa a una pequeña minoría; que ha colonizado universidades, la prensa, los directorios de las empresas, el gobierno nacional y los locales, sin el beneficio de haber recibido ni una sola boleta en elección alguna que lo apoyase.
Sin embargo, hace cinco años atrás, todavía había Pollyannas (progres) listos para negar la existencia del deep state (estado profundo) y tildarlo de una teoría conspirativa. El problema con esta infección ideológicaes que las urnas ya no determinan quien dirige nuestras vidas o la agenda política. No más. Veamos un caso evidente: Nigel Farage. Su supuesto pequeño partido político ganó una victoria arrasadora en una elección de diputados en el Parlamento Europeo y entró en la historia como el hombre que, más que ningún otro individuo, rescató a Gran Bretaña de las fauces de la Unión Europea. Aún así él no pudo superar los obstáculos que lo excluyeron de la Cámara de los Comunes, parmanentemente custodiados por las maquinarias partidarias.
Ahora, sin embargo, nos aproximamos a un punto decisivo, el punto de inflexión en el cual podemos presenciar el desplazamiento de la Oligarquía y su sistema pseudo-democrático. Insuficientemente escarmentados por la experiencia del Brexit y complacientes en el incremento de un estado que interfiere en la vida de las personas gracias a la emergencia de la pandemia, las élites van a ensayar lo que sería su más audaz impostura a la fecha - una que, de persistir, como el precedente del Brexit fuertemente sugiere que harán, puede ser, de una vez por todas, el fin de su poder.
"Net Zero" (n. de t.: cero neto) es el epitafio que será tallado en las tumbas de la clase política globalista en todo el mundo desarrollado. En todas su proyecciones de privilegios y sus agresiones previas contra la libertad, han sostenido una fe fanática - tan fanática como la de los talibanes - : su religión es el alarmismo del cambio climático.
Esta histeria verde no es un alerta científico normal, seguido de investigación, consultas gubernamentales y el desarrollo de una respuesta, como en una conformación convencional de políticas públicas. Más bien, ha sido un movimiento mesiánico. basado en la exageración, miedo, acusaciones extravagantes rápidamente desacreditadas, subordinación a una agenda sensacionalista, movilización de jóvenes impresionables y la diseminación sistemática del Grande Peur (Gran Miedo o Pavura, en francés) como método de manipulación política.
Todo aspecto de esta escalada del miedo por el cambio climático revela su verdadero carácter como una campaña política más que investigación científica. Sus verdaderos intereses son traicionados por la concentración de autoridad buscada por una agenda de las Naciones Unidas absolutamente politizada, el IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, ONU); la lluvia de favores, subsidios y becas en favor de científicos pro-alarmismo y la marginalización de aquellos que se niegan a respaldar el programa completo; la colocación de la etiqueta de "negacionista" a los escépticos del calentamiento global y la declaración temprana de que "la ciencia ya lo determinó" y la decisión de no discutir con sus oponentes por parte de los defensores de la existencia del calentamiento global. IPCC locuta, causa finita.
Reveladoras, también, fueron las escenas, sin precedente desde la Cruzada de los Niños (n. de t.: 1212) de los líderes mundiales haciendo reverencias ante la escolar escandinava que se hace la rata desde hace tiempo, la desafortunada víctima de profesores sembradores de temor - ¿no es eso muestra suficiente de que algo lejos de lo racional y científico ocurre?. Greta Thunberg sabe nada de meteorología o climatología, más allá del adoctrinamiento recibido, más allá de lo que los modelos climático producirán aquello que fueron programados para dar. ¿Recuerdan "Hide the decline" (*)?
Por supuesto, existe el cambio climático; siempre lo hubo. El vino de Northumbrian fue en algún momento muy popular y el Támesis se congelaba los inviernos entre los siglos XVII y XVIII. Deberíamos alertar sobre los cambios climáticos que requerirán modificaciones y deberíamos responder en forma localizada y focalizada. El problema es que no podemos, porque las preocupaciones realistas han sido cubiertas por una avalancha de histeria políticamente fomentada diseñada para facilitar los impuestos punitivos y la regresión a niveles de vida pre industrialización, como lo desean los fanáticos de la Extinction Rebellion (XR, n. de t.: grupo que augura la extinción masiva de los humanos y de la vida).
La sorprendente realidad es que los líderes del mundo desarrollado se preparan para dilapidar miles de billones de libras en una crisis que no ha sido analizada con transparencia por investigadores calificados y neutrales, para determinar su naturaleza y dimensiones. Muchas preguntas sin respuesta sobre los gases de efecto invernadero causados por el CO2 han sido sujetos a la manipulación partisana. Algunos alarmistas sostienen que del total del CO2 existente en la atmósfera, tanto natural como antropogénico, es responsable del 72,3% del efecto invernadero; los escépticos apunta que ese cálculo excluye el vapor del agua, que es el responsable del 95% del efecto invernadero, y cuando se toma en cuenta esa causa, el efecto del CO2 cae al 3,6%.
Estas diferencias radicales de evaluación (la excusa de los alarmistas para desestimar el vapor de agua de sus cálculo es que es "habitual" excluirlo) exige un chequeo de la realidad en base a la verdad objetiva. Si el CO2 producido por el hombre es una porción desestimable del efecto que crea el cambio climático, entonces la destrucción de la economía global no lo va a evitar. Las estimaciones de la proporción del CO2 producido por el hombre van del 3% al 4%. Para un alarmista es del 29%. ¿Vamos a apostar nuestro patrimonio sobre presupuestos tan incoherentes y controvertidos?
Como sombra tenebrosa tenemos por delante el evento de calentamiento global dentro de la campaña alarmista: COP26. Va a ser el momento del culto Triunfo de la Voluntad, un reunión en la cual los líderes del mundo compiten en configurar compromisos en nombre de sus súbditos, en particular en el caso de Boris [Johnson, PM de Gran Bretaña], con una agenda particular para aplacar a Su Señora (**). La contribución de Gran Bretaña al putativo cambio climático es diminuta, pero nuestras autoridades han decidido dejar en claro que intentan gastar fortunas, en los niveles de miles de billones, a este problema real o imaginario, con el fin de ganarse puntos frente a la élite global.
Pueden entrar en un juego que puede resultar en su final. Cuando la población traumatizada por la pandemia sea forzada a manejar únicamente autos eléctricos, vean sus cuentas de energía llevadas a niveles tan caros que condenarán a los jubilados a la hipotermia, sea compelida a reemplazar sus estufas a gas por desacreditados y caros sistemas A/C frío-calor, y sea sometida a impuestos extorsivos "verdes" (n. de t.: que desalienten el consumo de energía), todo esto aumentando el caldo del descontento, conformarán la última agresión en una larga sarta de imposiciones; existe el verdadero riesgo de que la clase política se exceda a sí misma y provoque que sean eyectados del poder. Si usted lo duda, mire de nuevo las escenas del aeropuerto de Kabul; ahí verá la impotencia desnuda del orden globalista - la Confederación de Pelotudos - desprovista de toda credibilidad y ya no más capaz de supervivencia.
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(**)
El primer ministro de Gran Bretaña se acaba de casar con una mujer joven y bella, parte del lobby ambientalista.
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We’re ruled by dunces – COP26 will be their latest rally
Gerald WarnerWatching the scenes at Kabul airport furnishes the latest tranche of cumulative evidence that we are governed by fools. But, of course, we already knew that. Around the entire developed world, governments and politicians are held in universal and well-merited contempt. Clearly, the current political system is unsustainable: societies cannot live forever under the rule of people they distrust and despise.
The debacle in Kabul illustrates to the point of caricature the incapacity of contemporary pseudo-democratic governments to deal with events that past administrations would have regarded as workaday tasks. The regulars in the lounge bar of the Dog and Duck, in a five-minute discussion of the evacuation of Afghanistan, would automatically have identified the need for civilians to be exfiltrated first, weaponry secured and the troops removed last of all. It could not be further from rocket science.
It proved too much, though, for the cognitive and intellectual powers of the present incumbent of the Oval Office. Imagine, for just one moment, the media and political reaction if this catastrophe had been presided over by Donald Trump. But why would we be surprised? The United States’ southern border, under Biden and that woman who used to be his deputy before she disappeared, is a wide-open breach in America’s sovereignty, through which are pouring Latin American gangsters and now jihadist terrorists. The world’s supposed sole superpower is a global laughing stock, its president having deadlines dictated to him by the Taliban terrorists.
Again, why would we be surprised? These are the same people – even the same Democratic political party – that blew up the world economy in 2008-2009, after the earlier Clinton administration had created America’s sub-prime mortgage crisis by coercing lenders into throwing money at unqualified borrowers from modish minorities; in one notorious instance a $500,000 loan was advanced on the security of an unemployment benefit cheque. The Department of Justice controlled the US housing market for years, pursuing a proto-woke agenda, until inevitable collapse provoked a domino effect around the world.
Europe was no better. Astonishingly, the proponents of national interest and common sense won the Brexit war and during that long process of attrition the nature of the arrogant, entitled elitist clique whose authority had been overthrown was exposed to the light of day. It was not a pretty sight. During the Covid pandemic the political class clawed back some of its powers of social control, with a majority of the public acquiescing on health grounds, but that does not mean it has benefited in the long term. The patent disarray, divisions and mistakes of the political class further undermined its authority, although Boris Johnson’s effective vaccine roll-out gave the Conservatives temporary credibility.
“Si monumentum requiris…” The state of British society today is testimony to what must surely be the approaching demise of the current political system. The supposed principal pillar of the social order is the police. Today, Britain’s police are driving around in gaudily painted, cartoonish “rainbow cars”, emblazoned with the symbols of a political movement, obsessively searching for “non-crime hate incidents”. Why are the police pursuing non-crimes when the solution rate for actual crimes in England and Wales now stands at a shameful seven per cent?
Britain was better policed under Sir Robert Peel – arguably even under the Bow Street Runners. For generations, Britain has taken pride in the political neutrality of its armed forces and police; now it seems our police forces report to unelected Stonewall, rather than to the elected Home Secretary. It is part of a wider phenomenon of “wokeness” – cultural Marxism – representative only of a tiny minority, colonising our universities, media, boardrooms, national and local government, without benefit of a single ballot paper cast in its support.
Yet, as recently as five years ago, there were still Pollyannas prepared to dismiss the existence of the “deep state” as a conspiracy theory. The problem with this ideological infestation is that the ballot box no longer determines who runs our lives and on what political agenda. Take a striking example: Nigel Farage. His seemingly minor political party won a landslide victory in a European election and he has entered history as the man who, more than any other individual, extricated Britain from the European Union. Yet even he could not overcome the obstacles that excluded him from the House of Commons, in the permanent custody of the party machines.
Now, however, we are approaching the decisive moment, the tipping point that could see the total overthrow of the Oligarchy and its pseudo-democratic system. Insufficiently chastened by the Brexit experience and reassured by the increase in the overreach of the intruder state under cover of the pandemic emergency, the elites are about to essay their most audacious imposture yet – one that, if they persist, which the Brexit precedent strongly suggests they will do, could finally end their power.
“Net Zero” is the epitaph that will be engraved on the tombstone of the globalist political class across the developed world. In all their projections of entitlement and their previous aggressions against freedom, they have been sustained by a faith as fanatical as that of the Taliban: their religion is climate alarmism.
For this green hysteria has not been a normal scientific alert, followed by further investigation, government consultation and the development of a response, as in conventional policy-making. Rather, it has been a messianic movement, based on exaggeration, fear, extravagant claims subsequently discredited, subornation of sensation-hungry media, mobilisation of impressionable youth and the systematic dissemination of a Grande Peur as a method of political manipulation.
Every aspect of the escalation of the climate scare reveals its true character as a political campaign rather than a scientific investigation. This is betrayed by the concentration of authority over the issue within the totally politicised UN agency, the IPCC; the showering of favours on pro-alarmist scientists and the marginalisation of those refusing to endorse the full programme; the application of the emotive label “denier” to sceptics and the early declaration that the “science is settled” and proponents of global warming would no longer debate with opponents. IPCC locuta, causa finita.
Revealing, too, were the scenes, unprecedented since the Children’s Crusade, of world leaders deferring to a Scandinavian truant schoolgirl, the unfortunate victim of unconscionable fear-mongering by her teachers – did that not signal that something far from the rational or scientific was occurring? Greta Thunberg knows nothing about climate science, beyond the indoctrination she has received, just as climate “models” will produce what they have been programmed to deliver. Remember “Hide the decline”?
Of course, there is climate change; there always has been. Northumbrian wine was once highly popular and the Thames froze over in winter in the 17th and 18th centuries. We should be alert to climate changes that will require some modifications and some expenditure, and should respond in a localised and focused way. The problem is that we cannot, because the kernel of realistic concerns has been buried in an avalanche of politically-inspired hysteria designed to facilitate punitive taxation and a regression to pre-industrial standards of living, as desired by the fanatics of Extinction Rebellion.
The astonishing reality is that the leaders of the developed world are preparing to squander trillions of pounds on a crisis that has not been transparently analysed by genuinely neutral and qualified investigators, to assess its precise scale and nature. Far too many questions on issues such as the percentage of the greenhouse effect caused by CO2 are subject to partisan manipulation. Some alarmists claim that total atmospheric CO2, both natural and anthropogenic, totals 72.3 per cent of the overall greenhouse effect; sceptics point out that this calculation excludes water vapour, which accounts for 95 per cent of the greenhouse effect, and that when it is factored in, the CO2 figure falls to 3.6 per cent.
Such radical differences in assessment (the alarmist excuse for excluding water vapour from calculations is that it is “customary” to do so) demand a complete reality check on the objective truth behind these contending claims. If man-made CO2 is a negligible proportion of the effect creating climate change, then wrecking the global economy will not prevent it. Estimates of the proportion of CO2 that is man-made range from 3 to 4 per cent, to an alarmist 29 per cent. Are we supposed to bet the farm on such incoherent and contradictory contentions?
Looming ahead is the climactic event of the alarmist campaign – COP26. This will be the alarmist cult’s Triumph of the Will moment, a rally at which world leaders will compete to make hair-shirt commitments on behalf of their subjects, pre-eminent among them Boris (with an extra agenda to placate Her Indoors). Britain’s contribution to putative climate change is vanishingly small, but our rulers have already made it clear they intend to throw cash measured in trillions at this problem, real or imagined, to gain kudos from the global elite.
They may be entering the endgame. When a population traumatised by pandemic is forced to drive only unaffordable electric cars, sees its energy bills ratcheted up to levels that will condemn pensioners to hypothermia, is compelled to replace domestic gas boilers with discredited and expensive heat pumps, and is subjected to extortionate green taxes – all creating the ultimate aggression in a long train of impositions, there is a real prospect that the political class may overreach itself and provoke its ejection from power. If you doubt that, take another look at the scenes around Kabul airport; there you see the naked impotence of an effete globalist order – a Confederacy of Dunces – bereft of credibility and no longer capable of survival.