LA HISTORIETA CANÓNICA ARGENTINA
Por Maximiliano Gerscovich (@_Max_Gerscovich)
Prefacio: un intento fallido
En una de sus primeras escaramuzas en la batalla cultural, a poco de apoltronarse en el poder a comienzos de siglo, el kirchnerismo intentó canonizar a El Eternauta como la historieta nacional argentina, incluso llegó al paroxismo de crear un derivado involuntariamente autoparódico, denominado “Nestornauta”, que se desvaneció en su propio ridículo. Había varias razones para que la intelligentsia cultural K eligiera esa historieta, veamos brevemente algunas, antes de proponer la obra que sin mediación burocrática sí alcanzo ese status de ícono.
El Eternauta tuvo dos versiones: la primera, dibujada por un eximio artesano de la historieta clásica como lo fue Francisco Solano López, publicada entre 1957 y 1959 por la revista Hora Cero Semanal, a la que le siguieron varias secuelas no tan logradas ni famosas como la original. La segunda versión, publicada una década más tarde en la Revista Gente, fue ilustrada por Alberto Breccia, cuyo genio desbordó los límites del formato tradicional y llevó su obra al plano del más brillante arte plástico, agregando a su magistral pluma para el dibujo ciertas técnicas de collage y fotomontaje con las que experimentaba la vanguardia pictórica de los años sesenta, en especial algunos trabajos en blanco y negro de Jorge de la Vega, el más talentoso exponente de la Nueva Figuración. Sin embargo, la jerarquía intelectual que forjó su alianza con un débil presidente (recordemos, electo por apenas un quinto de los electores) en un inesperado sainete de descuelgue de cuadros, no tenía el menor interés en las cualidades y calidades visuales de ninguna de las versiones de El Eternauta, sino en el nombre e historia personal de su creador y autor del guion: Héctor Germán Oesterheld, integrante junto a sus hijas del ejército de guerrilla y terrorismo urbano Montoneros, a la postre desaparecido también junto a ellas. Volver a la vida pública el apellido Oesterheld era una tentación para las cabezas a cargo del naciente relato sobre los años de plomo, que sería impuesto a punta de fusil cultural en currículas, medios de comunicación tanto estatales como privados dependientes de la pauta oficial y en las industrias [anti]culturales, muy especialmente el cine subsidiado. También tuvo su incidencia la historia que desarrolla Oesterheld en su obra cumbre: un grupo de hombres suburbanos, de un país periférico, emprenden la resistencia a una invasión extraterrestre que cuenta con el colaboracionismo de los países centrales, una epopeya antimperialista no alineada de lucha de clases en clave de ciencia ficción. Pese a la movilización del aparato de propaganda el relato no prendió en el imaginario de un país ajeno en tiempo y espacio a la dialéctica del marxismo-leninismo futurístico pergeñada por Oesterheld en la Argentina de los sesenta, y El Eternauta prosiguió su viaje quijotesco por el tiempo.
Héctor Oesterheld. Ilustraciones del Maestro Alberto Breccia. |
Ascenso y consagración de la viñeta nacional
Unos años antes de la publicación de la versión de Breccia de El Eternauta, aparece en Argentina una obra también publicada en capítulos, más cercana al humor gráfico que al formato historietístico, titulada con un nombre propio femenino: Mafalda. Nada más lejos de la cofradía masculina guerrera de El Eternauta, heredera del western y de la épica novelística decimonónica, que el exótico y entrañable nombre de una nena, mucho más afín a una sociedad que comenzaba a feminizarse e infantilizarse. Joaquín Lavado, apodado Quino, se convertiría en el autor de la obra gráfica que esa sociedad, orgánicamente y sin presión de maquinarias de propaganda, consagraría como canon cultural nacional.
Elaborada con destreza en tinta china negra sobre papel blanco, Mafalda recrea el mundo cotidiano de los argentinos en un tono de amable caricatura, más digerible para la biempensante clase media que los posteriores personajes políticamente incorrectos de otro brillante dibujante y guionista mucho más osado y original que Quino, como lo fue el rosarino Roberto Fontanarrosa. El trazo en Mafalda es sinuoso y seguro, las formas y los contornos están en armonioso equilibro, los rostros son reconociblemente geométricos y a la vez muy expresivos, los movimientos son ágiles; es una historieta muy bien diseñada y realizada en su faz visual. Pero no fue esto lo que el público valoró al momento de encumbrarla. Fue su guion, los personajes y, más específicamente, el trato que su creador les dispensa, ahí reside el núcleo del éxito de Mafalda y hacia allí nos vamos a dirigir en esta disección, desbrozando ese elenco en dos categorías: los personajes cariñosamente queridos por su creador, y los impiadosamente odiados.
Los queridos
Sin sorpresa entendemos, ya desde su título, que la más querida e importante es Mafalda. Hay que hacer en este punto una digresión fundamental: los personajes de la tira tienen un anclaje en la realidad, pero son simbólicos, representan algo (o a alguien), Quino los utiliza menos para retratar individuos que para colectivizar miradas del mundo, características antropológicas, el personaje en Mafalda es la condensación de muchos en uno, por eso hay que leerlos no como construcciones individuales sino sociales y, por ende, políticas. Partiendo de esa hipótesis, Quino da vida no a una niña, sino a un concepto. En efecto, Mafalda no intenta ser humana, sus ideas, su retórica, sus definiciones y sus conclusiones (porque suele ser el personaje que da “remate” a cada episodio) no son los de la infancia sino un enjambre bien articulado del mundo adulto, hay un evidente deseo del autor: que ese mundo sea como Mafalda, que piense como Mafalda y que obre en consecuencia. Entonces, ¿Cómo es Mafalda y cómo debería ser el mundo para Quino? Mafalda es la consciencia de la humanidad, Mafalda es un superyó utópico, Mafalda es el ethos declamado por el logos aspiracional de la clase media progre, Mafalda es analítica y aguda, profunda y verborrágica, ocurrente y humanitaria.
No obstante lo anterior, hay un personaje secundario al que Quino adora, porque es la summa de todo lo que esa clase media apocada sueña con ser y no se anima, la revolucionaria parida al calor del juvenil Mayo parisino del ‘68, la hija impensada, cruzando el Atlántico, de Woodstock y Cuba, bautizada, no sin boutade antitética, como “Libertad”, la idea rectora de la burguesía de otra revolución, también francesa, pero de dos siglos atrás, que subsiguientemente toda forma de socialismo repudió y aniquiló en pos de otro de sus tres lemas, irrealizable por su naturaleza irreductiblemente conceptual. Así, era muy burdo -además de gramaticalmente incorrecto por no tratarse de un nombre propio- llamar “Igualdad” a ese Che Guevara miniaturizado y, una vez más, feminizado. Libertad dice todo lo que un progre quiere decir y no se atreve, y lo hace también del modo en que al progre le gustaría por fin escupirlo: con violencia.
Quino extiende su manto de piedad sobre dos personajes con los que uno intuye que al autor le proveen sus momentos de mayor diversión: el abnegado viajante de la fantasía, Felipito, y el candorosamente absurdo Miguelito, dos fragmentos reivindicables de aquella clase media timorata, como lo son la imaginación (propuesta para la toma del poder también en el Mayo francés) y la inocencia, características tanto individuales como colectivas que el lector disfruta y agradece porque dan respiro a las monsergas por momentos agobiantes de Mafalda y Libertad, endulzan esa solemnidad tan declamativa en la que la tira no puede evitar caer recurrentemente en su afán de denuncia social y política. Felipe y Miguel son los dos niños más parecidos a los niños, son el recreo de la clase.
Los odiados
Quino detesta a los personajes de su obra que trabajan, los detesta y los desprecia. Manolito es el hijo de un comerciante, inmigrante español, ayuda a su padre en el almacén de barrio, no llega a ser ni siquiera un burgués, no tiene la propiedad de ningún medio de producción, no explota a nadie, no le quita la inexistente plusvalía a ningún proletario, pero trabajar y comerciar, vender y consumir, es pecaminoso, para Quino y para el progresismo que fundó su dogma en el anatema cacareado –jamás llevado a la práctica- contra el poderoso señor don dinero. Quino se da el lujo de ser extremadamente cruel con Manolito, lo rebaja intelectualmente, lo humilla moralmente y lo castiga físicamente, porque además de ser un niño trabajador, padece los escarmientos corporales que le propina su padre padrone, que lo faja a cinturonazos. Ni esa innegable condición de víctima ablanda el juicio y la condena con la que el autor fulmina al personaje más digno que tiene su propia obra.
Otro de los despreciables es el papá de Mafalda, un empleado gris de oficina, que sólo pretende darse algún gusto como recompensa por esa labor desteñida, comprándose un autito elemental de la época y llevando a la familia a veranear unos días a un balneario de masas. Su esposa, una ama de casa también sojuzgada por su destino patético, es reducida, con un poco más de ternura por su creador, al mero padecimiento del devenir diario. Ninguno de los progenitores entiende a su hija porque están abocados a la miserable tarea de sobrevivir y cuidar a su familia, no les interesa ni Vietnam ni la China de Mao, que una y otra vez –en especial la “gesta” del Vietcong- protagonizan la verba mafaldiana, porque son dos argentinos preocupados porque el sueldo le gane a la inflación y poder comprar el pan en el almacén de Manolito, no tienen el vuelo de Mafalda porque tienen que pisar una tierra pantanosa para salir adelante en un país en el que ser realista es trabajar, no pedir lo imposible, como pintarrajearon los nenes bien parisinos con tiempo de sobra para deglutir a Marcuse. Para completar el vulgar cerco familiar que se cierne sobre la excepcional Mafalda, aparece un hermanito, Guille, un bebé ya crecido, caprichoso, berrinchero, que no lo salva ni pronunciar las “eses” como “zetas”, el único rasgo querible que Quino dispensa a uno de sus odiados. Guille le es muy útil al autor para cumplir con más plausibilidad y efecto cómico, dada su edad, el papel de no comprender nada de lo que proclama la reserva moral de Occidente encarnada en una niña. Mafalda es, esencialmente, la voz de una utopía tan elevada que tiene que ser incomprendida en un mundo protocapitalista de almacenes pobres atendidos por niños maltratados por su progenitor, sea el personaje paterno- también hecho de tinta- o su verdadero hacedor, un hombre no menos cruel para con sus propias criaturas, en las antípodas del mago soñador y soñado de Las Ruinas Circulares. En esa crueldad, compartida con el lector cómplice, para con los que no aspiran los efluvios inalcanzables de la utopía, reside la consagración de Mafalda como ícono cultural de una sociedad que hereda de generación en generación, como una maldición autoimpuesta, ese apego malsano a un idealismo adolescente e inútil, que la atrasa, la empobrece, la afea, que la embriaga de una moral tan narcisista como falluta, pero estéticamente triunfante, con la que justifica su miseria.
Finalmente, llegamos a la cumbre de la furia de Quino, el personaje que hace espejo con Libertad, ambas rubias y siempre vestidas de negro. Las dos dicen lo que no se puede decir, la diferencia radica en que los ladridos de Libertad son todo lo bueno de lo indecible, en cambio, las invectivas venenosas de Susanita son todo lo que también la clase media progre sabe, pero calla, por ejemplo, que en las cenas de beneficencia se comen canapés para recaudar polenta. Eso no se dice. Susanita es racista y, sobre todo, clasista, no se lleva bien con Manolito, pero su desdén está fundado en las antípodas del de Quino, porque para el medio pelo porteño con imaginarias ínfulas patricias, el comerciante es un siervo. Como su contraparte progre, reduce la compraventa de bienes y servicios a lo más rudimentario del intercambio social y a sus proveedores los ubica en los cimientos de la superestructura cultural, porque hay un fantasma que sobrevuela la historieta Mafalda, uno que clamó por la unión de los proletarios sin haber sido jamás uno de ellos, aquel que, como Quino, diagramó una historia con leyes inmutables en la que nunca se desplomó una cortina de hierro ni fue demolido a martillazos un muro, alguien cuyo nombre no se dice, a menos que seamos Libertad.