IMPACTO

Inversiones públicas y evaluación de impacto:
 un desencuentro permanente



Autor: Marcelo Posada

A poco de aprobarse el Presupuesto 2018, diversos exponentes del oficialismo alardearon de un dato concreto: casi el 70% del presupuesto se destinaría al denominado “gasto social”. Allí se engloban, principalmente, las erogaciones relativas a los pagos de jubilaciones, pensiones y asignaciones varias (como la AUH), las cuales representan las tres cuartas partes de ese gasto social.

Asimismo, los funcionarios de Cambiemos hicieron hincapié en que se incrementa el porcentaje del presupuesto destinado a obras de infraestructura (centralmente transporte, energía y obras hídricas), que representa el 17% del total del PBI.


Dejando de lado las prestaciones sociales antes mencionadas, dentro del conjunto del gasto primario se solventan innumerables programas, proyectos y líneas de acción que tienen un genérico perfil social. Así, se engloban programas de apoyo a la autogeneración de alimentos, como el conocido ProHuerta, otros de formación laboral, como Ellas Hacen y Argentina Trabaja, y otros de la llamada “economía social”, como Manos a la Obra (heredero, conviene remarcar, del original programa implementado en la Provincia de Buenos Aires durante la gestión del gobernador Eduardo Duhalde, luego trasladado a nivel nacional durante su interregno presidencial) [1].

Pero también tienen perfil social otra gran cantidad de programas, proyectos y líneas de acción que, prima facie, aparecen englobadas en las inversiones en infraestructura, desde los tendidos eléctricos en zonas rurales hasta las obras de saneamiento hídrico, desde la construcción de nuevos asentamientos habitacionales hasta el desarrollo de procesos de titularización de tierras. Este otro heterogéneo conjunto de intervenciones se encuentra desperdigado por distintas jurisdicciones ministeriales, desde Interior y Obras Públicas hasta Energía y Minería, pasando por Agroindustria y Transporte.

El diseño y la ejecución de programas y proyectos, tanto de asistencia social como de infraestructura y de fomento productivo (todo lo cual, en mayor o menor medida tiene un perfil “social”) ha permanecido fiel a lo largo de los años y la sucesión de gobiernos, a un mismo precepto: se realiza sin contemplar la realización de una adecuada evaluación de impacto de su concreción. Simplemente, se diseñan obras o intervenciones de otro tipo, se ejecutan, y se pasa al siguiente diseño y ejecución, sin analizarse no ya los resultados de esas obras o acciones, sino algo más importante: el impacto, es decir, cómo se modificó la situación que dio origen a ese diseño y su posterior ejecución.

Tómese por caso, los miles de millones de dólares ejecutados por una dependencia del Ministerio de Agroindustria, la Unidad para el Cambio Rural.


En 2009, a poco de haberse creado el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca, hoy Ministerio de Agroindustria, se constituye la Unidad para el Cambio Rural (UCAR), cuya misión consiste en la coordinación de todos los programas y proyectos cofinanciados total o parcialmente con recursos externos, en jurisdicción del mencionado Ministerio. Tales programas y proyectos cubren un amplio abanico de áreas de inversión pública, desde la infraestructura y servicios necesarios para la producción, a la mejora en las condiciones de vida de los pobladores rurales, pasando por el fortalecimiento de instituciones públicas y privadas del ámbito rural y por el desarrollo de acciones de incremento de la competitividad del sector agroindustrial.

La UCAR, en la práctica, se asienta sobre la estructura de un programa preexistente, el Programa de Servicios Agrícolas Provinciales (PROSAP), creado en la segunda mitad de la década de 1990, destinado a canalizar recursos financieros internacionales hacia las provincias argentinas adherentes a dicho programa, destinados, fundamentalmente, a la realización de obras de infraestructura hídrica, vial y energética.


Lo que en un principio fue un programa focalizado en contribuir a la realización de ese tipo de inversiones públicas, con el tiempo, y siempre bajo la misma conducción [2], fue diversificando su cartera de acciones. Así, ya convertido en UCAR, asentó líneas de trabajo centradas en políticas de género -como el “Programa Regional de Fortalecimiento Institucional de Políticas de igualdad de Género en la Agricultura Familiar del Mercosur”-, en impulso al emprendedorismo –como “Jóvenes Emprendedores Rurales”-, en políticas de adecuación al “cambio climático” –como “Adaptación y Resilicencia de la Agricultura Familiar del Noreste de Argentina ante el Impacto del Cambio Climático y su Variabilidad”-, en impulso a la competitividad sectorial –como “Aportes No Reembolsables”-, o, como último ejemplo, en intervenciones que buscaban mejorar las condiciones de vida de la población rural –como el “Proyecto de Desarrollo de Pequeños Productores Agropecuarios” (PROINDER)-.


La UCAR, ante tan amplio abanico de líneas de trabajo, creció en su estructura administrativa, asentada tanto en su sede de la Ciudad de Buenos Aires como en sus representaciones en cada provincia adherida, alcanzando a emplear a varios centenares de profesionales, técnicos y administrativos.

De acuerdo a la información disponible hasta inicios de enero de 2018, la cartera de proyectos ejecutados por la UCAR ascendió a cerca de US$ 1.700 millones, mientras que los que tiene en ejecución representan algo más de US$ 845 millones, a la vez que en preparación hay una cartera de US$ 250 millones. Como se observa, montos elevados y que, se supone, deberían haber provocado, o estar provocando en la actualidad, un impacto concordante a su cuantía.

Sin embargo, eso no lo sabemos con precisión, puesto que, como se señaló más arriba, en los procesos de planificación y diseños de programas y proyectos, no se contempla la evaluación de impacto más que como una formalidad a cumplir para la aprobación por parte del organismo financiador. Y esto que se dice para la UCAR puede ser aplicado a otros muchos nodos de intervención e inversión pública, como el antes mencionado ProHuerta, por citar solo un ejemplo.

Los organismos de financiamiento, como el BID, el BIRF o la CAF, cumplen con las formalidades de exigir a quienes les solicitan fondos la realización de evaluaciones periódicas, de resultados y, llegado el momento, de impacto de las inversiones realizadas. Y los tomadores de esos créditos cumplen con la formalidad de hacerlos. Todo, como se observa, se mueve en el campo de la formalidad, en el hacer pour la galerie.


¿El haber ejecutado US$ 1.700 millones no amerita conocer de verdad cómo impactó cada dólar invertido? ¿No se plantea la necesidad, no como formalidad para la aprobación del crédito, sino como requisito de la buena gestión pública, conocer con precisión si cada dólar invertido contribuyó o no a la concreción de los objetivos que se planteó al momento de diseñar la inversión? ¿No se contempla, por ejemplo, conocer si valió o no la pena invertir casi US$ 47 millones en el mencionado PROINDER?

Más allá de complejidades expositivas tan caras a los amantes de la metodología de las ciencias sociales, una evaluación de impacto es, sencillamente, un análisis que permite conocer si la intervención analizada (sea cuál sea esta) ha generado cambios en el problema que dio origen a su diseño y ejecución.

Básicamente, responde a tres preguntas: a) los indicadores del problema original registraron modificaciones?, b) en qué medida se produjeron esos cambios?, y c) tales cambios fueron efectivamente generados por las actividades derivadas del programa o proyecto evaluado?

Existen variadas metodologías de evaluación de impacto, siendo una de las más utilizadas la llamada “diferencias entre diferencias”, pero más allá del estilo evaluativo por el que se opte, un requisito común a todos es la necesaria identificación de una línea de base, es decir, la descripción cuantificada del punto de partida: cómo es el cuadro de situación de la zona/población que será objetivo de la intervención antes de concretarse esta, y contra el cual, posteriormente, se efectuará la evaluación. Es decir, se verificará si ese cuadro de situación cambió o no, y en cuánto, y si fue a consecuencia o no del programa o proyecto evaluado. Sin embargo, gran parte de los programas y proyectos que se diseñan no levantan línea de base, a la par que, como se mencionó más arriba, contemplan las evaluaciones como meras formalidades, nunca como instancias de mejoramiento y aprendizaje.

En la UCAR, como en otras muchas dependencias del Estado, no se concibe a las evaluaciones de impacto como un paso necesario y íntimamente relacionado con la gestión pública responsable, sino solo como un requisito exigido por la entidad financiadora del crédito. No se entiende a la evaluación de impacto como un paso que brinde la información necesaria para definir los pasos sucesivos a dar en esos ámbitos de inversión o intervención.

Un caso paradigmático es, quizás, el de ProHuerta, programa de fomento a la autogeneración de alimentos, financiado por el Ministerio de Desarrollo Social y ejecutado por el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria. Puesto en marcha a fines de la década de 1990, no posee línea de base ni evaluaciones de impacto efectuadas seriamente. Y sin embargo, año a año, varios millones de dólares son destinados a solventar las múltiples y variadas acciones que desarrolla el programa (huertas hogareñas, comunales y escolares, granjas avícolas, producción de contenidos multimedia, etc.). Nacido a luz de una emergencia (las inundaciones que asolaron a parte del país en 1998), el ProHuerta se fue reconfigurando a lo largo de los años, ampliando (al igual que la UCAR) su campo de acción, sin detenerse nunca a analizar qué impacto generaba, y qué enseñanzas se obtenían de dicha evaluación, a efectos de profundizar o redireccionar su desenvolvimiento. Al contrario, se ahondó más y más en la técnica asistencialista, de cuño paternalista, apañada por el relato político-ideológico imperante durante los gobiernos kirchneristas y no desmontado hasta el día de hoy, ya bajo el gobierno de Cambiemos.


La internalización de la importancia de las evaluaciones de impacto para una mejor gestión de la cosa pública requiere de dos esfuerzos complementarios e interrelacionados. Por un lado, del propio gestor público en cuanto a concebir a la evaluación no como una auditoría, sino como un proceso de aprendizaje, no como una instancia de juzgamiento de su desenvolvimiento, sino como un paso necesario para mejorar su accionar. Y por el otro, de los profesionales y técnicos que se dedican a la realización de evaluaciones, en cuanto a diseñar metodologías evaluativas que se adecuen a la realidad y especificidad del Estado en la Argentina, decantándose por procedimientos estandarizados pero, quizás, más centrados en técnicas cualitativas que cuantitativas, asumiendo que los registros estadísticos, generales o particulares, son una rareza en la gestión pública nacional.

La reforma del Estado no pasa solamente por reducir su tamaño, sino también por hacerlo eficiente y eficaz en su funcionamiento, contemplando fases evaluativas de sus acciones, en particular con análisis de impactos, como instancias de aprendizaje y mejora continua de su desenvolvimiento. Y este es uno de los muchos desafíos que tiene por delante un gobierno que se proponga modernizar la estructura del Estado que administra.



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Agradecemos la difusión del presente artículo: 


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[1]   Los programas mencionados a título de ejemplo dependen, todos ellos, del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, cuya participación directa en el total del presupuesto es del 6,22%.

[2]   Desde el inicio del gobierno de Duhalde y hasta el primer mes del gobierno de Cambiemos, el PROSAP tuvo el mismo coordinador ejecutivo.

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