OTRA ARGENTINA

 


Si los votantes que hoy son mayoría en el padrón no saben, no creen, no recuerdan y no entienden es porque no se lo hemos enseñado.


Autor: Santiago González - Gaucho Malo (@gauchomalo140)


Nota original: https://gauchomalo.com.ar/otra-argentina/

El país parece haber caído en manos de aventureros y especuladores, pero ¿qué piensan los jóvenes que ahora deciden las elecciones?


Una nación es de algún modo una construcción intelectual amalgamada con un adhesivo emocional. La Nación Argentina de la que nos reconocemos parte emergió de las guerras civiles del siglo XIX, el roquismo supo insertarla provechosamente en un mundo ordenado por el Imperio Británico, y el peronismo se esforzó por procurarle un lugar independiente de las dos grandes potencias que desde la posguerra se disputaron el control del planeta.

Esa Nación, esa idea de nación, ese sentimiento de nación, recibió el domingo 26 de octubre su certificado de defunción. Lo que viene ahora es otra cosa, entre varias razones porque los que habitan ahora la Argentina son otros. Y las generaciones que los precedimos no supimos legarles más que un fracaso; ni los educamos ni les prestamos atención. Crecieron a la buena de Dios. Por eso no sabemos cómo piensan, ni cómo sienten, los que ahora toman la posta y deciden las elecciones.

El mejor momento de la Argentina digamos posperonista se extendió, como suele señalar el economista Carlos Leyba, entre 1965 y 1975. Fueron años, sin embargo, de fuertes convulsiones políticas —golpes de estado, violencia terrorista, legalización del peronismo— pero también de intensa participación ciudadana y de fuertes debates: los partidos tenían vida, y la gente asumía posiciones y las discutía en los bares y en la calle.

Cuando se restableció la democracia diez años después ya nada fue igual: el miedo había inducido al repliegue, al ensimismamiento. Hubo una cierta euforia radical con Alfonsín que terminó en un fracaso, y hubo una cierta euforia peronista con Menem que terminó en otro fracaso. Los dos líderes condujeron versiones irreconocibles de sus propios partidos, tanto que finalmente quedaron más asociadas a sus propios nombres que a la sigla histórica

La reforma constitucional del 94 dedicó unos párrafos innecesarios a los partidos políticos, que hoy suenan a nota necrológica. Desaparecieron de los barrios los comités radicales, las unidades básicas peronistas, las casas del pueblo socialistas. Las insignias partidarias se convirtieron en franquicias, y esas franquicias se ofrecen como prestadoras de servicios a las que cada tanto se les puede rescindir el contrato si la entrega es pobre, o es cara.

Y la gente hoy vota como elige el operador de cable, atenta a la oferta con que se la encandila para atraerlo, pero sin leer la letra chica, que por otra parte no entendería. Describir este estado de cosas como una democracia es un abuso. La democracia requiere de partidos, de medios de comunicación independientes y de ciudadanos educados, informados y participantes. No tenemos nada de eso, y nada dice que lo vayamos a tener.

La Argentina ha recorrido la parábola de la familia desaprensiva: el padre acumula la fortuna, el hijo tira manteca al techo, y el nieto vive en la pobreza y no acierta a salir de ella porque nadie le enseñó cómo. Pero la savia de una nación es la transmisión atenta y cuidadosa, de generación en generación, del sistema de saberes, creencias y valores que la definen como tal nación.

Si los votantes que hoy son mayoría en el padrón no saben, no creen, no recuerdan y no entienden es porque no se lo hemos enseñado. Convertimos el sistema educativo en una farsa cuyos resultados están a la vista, e hicimos de las instituciones del saber otra farsa. Recordemos lo que decían Mallea en la década del 30 y Jauretche en la del 60 sobre las Academias de artes y ciencias, cuya anunciada desaparición hoy lamentamos.

Uno de los legados deplorables de las agitadas polémicas de los 70 fue la creencia de que los problemas de gobierno no se resuelven con pericia sino con ideología y que, todavía peor, la ideología no es otra cosa que la repetición enfática de consignas vaciadas de contenido por el uso y por el tiempo. La impericia mileísta es la contracara de la impericia kirchnerista, y la única diferencia reside en las coplas que cantan las coristas.

Los fundadores de la Nación, después de arduos y cruentos debates internos con interferencias externas, le fijaron un rumbo y la dotaron de un conjunto de instituciones para que desplegara su vocación en el tiempo. De ahí en más, y especialmente en el último medio siglo, sus herederos extraviamos el rumbo y corrompimos esas instituciones. Hoy la Casa de Gobierno, el Palacio del Congreso y el Palacio de Tribunales son escenario de reiterados espectáculos bochornosos.

Con la desidia, con el corrosivo “no te metás”, con el cobarde “algo habrán hecho”, todos y cada uno aportamos nuestra cuota al derrumbe. Pero también hubo manos interesadas, locales y extranjeras (y locales trabajando para extranjeras bajo la promesa de obtener una parte de los despojos), que ayudaron a mover la cosa pública en la dirección que tomó. Aquí hubo muchos perdedores, y también hubo algunos ganadores que no cuesta mucho identificar.

Alfonsín con el Mercosur, Menem con el Consenso de Washington, los Kirchner con la Patria Grande Bolivariana, Milei con el Occidente no-se-qué, contribuyeron al desgranamiento de la identidad y la soberanía nacional, y al avance de esos intereses, envolviéndolos en algún argumento geopolítico intelectual y moralmente digerible en el que tal vez creyeron de buena fe, pero que sólo sirvió para encubrir el juego que había detrás y confundir a la opinión pública.

Cada uno de esos pasos significativos, dados desde el restablecimiento del sistema democrático, se apoyó en el anterior y posibilitó el siguiente. Milei jamás habría llegado a la presidencia si los Kirchner (y antes Alfonsín) no hubieran fulminado el sistema educativo entregándolo al progresismo en todos sus niveles, y los Kirchner jamás habrían llegado al poder si Menem no hubiese avanzado en la destrucción del Estado y desgarrado el tejido social y productivo del país adhiriendo a la moda neoliberal, y así para atrás, hasta llegar a 1975.

Si a lo largo de cuatro décadas de democracia quienes se reivindican como nacionalistas no fueron capaces de zanjar diferencias, organizarse políticamente, armar un partido y ganar elecciones, es legítimo dudar sobre la factibilidad de esa alternativa.

Pero si dirigimos la mirada hacia el futuro, lo que vemos es terra incognita. Alguien podría imaginar la opción de una autocracia nacionalista impuesta por la fuerza, al estilo de la Revolución Argentina de Juan Carlos Onganía, pero si a lo largo de cuatro décadas de democracia quienes se reivindican como nacionalistas no fueron capaces de zanjar diferencias, organizarse políticamente, armar un partido y ganar elecciones, es legítimo dudar sobre la factibilidad de esa alternativa.

Reducidos los partidos a la irrelevancia, y desentendida la población de los asuntos públicos, sea porque no le interesan, porque no los entiende o porque la lucha por la supervivencia cotidiana le resta tiempo y energías para cualquier otra cosa, ahora el poder político está al alcance de cualquier aventurero o especulador con la voluntad, el talento y los fondos como para afrontar una campaña. El actual gobierno inauguró esta nueva etapa.

Milei contó además con el respaldo de ese pequeño pero poderoso sector social que el periodismo ha dado en llamar “los dueños de la Argentina”, un grupo que en su momento apoyó a Onganía, pero al que los liberales de Lanusse primero y los liberales de Videla después hicieron entrar en razones hasta que adoptaron como propio el proyecto histórico del liberalismo argentino: una sociedad dual, de patrones y sirvientes, sostenida por una economía extractiva y financiada por capitales extranjeros.

La Nación Argentina socialmente integrada, bien alimentada, bien educada y razonablemente equitativa, justa, libre y soberana, recibió su primer golpe en 1955, y se resistió como un potro encabritado hasta 1976, cuando el terror de la violencia política, inducida desde fuera en ambos bandos, la domó. Acobardada y replegada, soportó cada vez más aturdida los golpes de izquierda y de derecha que le asestaron los gobiernos democráticos, uno tras otro, desde 1983. En la elección legislativa de 2025 besó la lona.

Pero lo que vemos tendido mientras el árbitro lleva la cuenta no es la Nación, sino un modelo de Nación, menos capaz de recuperarse que de ceder el lugar a otro. Tal vez la motosierra de Milei sirva para demoler las estructuras podridas de esa democracia que nos legó la dictadura, y que lejos de ser el andamiaje de nuestro crecimiento se transformó en un corset asfixiante para el desarrollo, y en agente de corrupción de las instituciones y las prácticas sociales.

La demolición es una cosa y la construcción es otra.

Pero la demolición es una cosa y la construcción es otra. La demolición tiene sus exigencias, principalmente de seguridad y disposición de los escombros (y en esto ha fallado malamente Milei), pero la construcción requiere de planificación cuidadosa, distribución de responsabilidades, diseño, elección de materiales, estudio de suelos, cálculo de estructuras, todo en función de un propósito (y de esto Milei ha demostrado no tener la menor idea, ni querer tenerla).

Así como no podemos dejar de prestar atención a los procedimientos de demolición, aun sabiendo que algo valioso vamos a perder el camino, del mismo modo los integrantes de esta Nación en proceso de cambio de piel debemos mantener la mirada atenta sobre la reconstrucción —sea quien fuere que la intente— para que no se aparte de los objetivos históricos que nos definen como comunidad bajo cualquier sistema: la felicidad del pueblo y la grandeza de la Nación.

La felicidad del pueblo se arregla con poco: trabajo, casa propia, familia y mesa tendida los domingos bajo la protección de Dios. La grandeza de la Nación es asunto más complicado. A propósito: en un homenaje a Maradona realizado esta semana, su esposa Claudia dijo que Diego “era pueblo” y un público numeroso, variado, mayormente joven, le respondió coreando espontáneamente “No se vende… la Patria no se vende…” ¿Qué tendrán estos muchachos en la cabeza? ¿En qué Argentina estarán pensando? ¿Algo habrán heredado, después de todo?

–Santiago González

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