UN LUGAR EN EL MUNDO
Autor: Santiago González - Gaucho Malo (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/un-lugar-en-el-mundo/
Tuvimos alternativas, pero preferimos arrojamos al torbellino de un Occidente que se resquebraja o muta entre estertores
Cuando uno presta atención a los titulares de los diarios, plagados de guerras, bombardeos quirúrgicos, asesinatos selectivos, conflictos sociales, protestas callejeras, migraciones masivas, limpiezas étnicas, persecuciones religiosas, operaciones de bandera falsa, jóvenes extraviados en las redes, las drogas, el consumo o todo junto, se pregunta en qué clase de mundo estamos viviendo, cómo podríamos identificar nuestro lugar en él.
Sin embargo, ese escenario convulsionado e inquietante que muestran los medios no representa a todo el mundo. Hay otra parte, menos conocida, mucho más vasta en superficie y población, donde la vida no necesariamente es más rica, ni más fácil, ni más libre, pero tiene sentido, un sentido que atendiendo a diversos perfiles culturales, promete un futuro, preserva los vínculos familiares, afirma la propia identidad y no excluye la dimensión religiosa.
China, la India, Rusia, Brasil, por citar las más grandes, son naciones pacíficas, que no exhiben ambiciones territoriales, que se han consagrado al comercio, la industria y el trabajo de la tierra, que han sabido desarrollarse con llamativa rapidez, y que por diversas vías y con distintas estrategias han logrado sacar de la pobreza a enormes masas de población y darles la posibilidad de conducir en ellas sus vidas de manera cada vez más satisfactoria.
Los líderes de esas naciones han aprovechado los recursos naturales de su territorio y los talentos de su población para insertarlas en el mundo sin menoscabar su soberanía ni ultrajar la ajena, beneficiándose del trato y el intercambio con los demás pueblos. Algunas, como Rusia y China, superaron verdaderos cataclismos sociales; otras, como Brasil y la India, hacen esfuerzos para acomodar sus complejas tradiciones, ordenar una población diversa, y cultivar una naturaleza indócil.
De esta clase de naciones, excepto Brasil, sabemos poco. Se nos muestra poco, se distorsiona lo que se muestra, o simplemente se nos miente. En el mejor de los casos, se nos dice que eso no es Occidente, que allí no reinan las “ideas de la libertad” ni gobiernan las instituciones de la democracia. Lo que no se nos dice es que ésa es la parte del mundo que mira el futuro con decisión, mientras Occidente vacila, está des-orientado.
El reciente “cierre” del sistema estatal estadounidense nos permitió saber que en el faro de la democracia y el capitalismo occidentales hay 42 millones de personas que necesitan del auxilio estatal para alimentarse, 42 millones de lo que en la Argentina llamamos despectivamente “planeros” y que en esas semanas formaron largas filas para recibir bolsas con comida, ya que los canales habituales de distribución de subsidios estaban paralizados.
Europa, el otro gran faro de Occidente, vive económica y culturalmente asfixiada por ese gran chaleco de fuerza que ellos mismos se calzaron llamado Unión Europea e invadida por una inmigración hostil, deliberadamente consagrada a destruir los testimonios materiales de su legado espiritual. A lo largo y lo ancho del continente hay multitudinarias marchas cotidianas contra este estado de cosas que los medios no muestran.
Tanto en Europa como en los Estados Unidos asistimos a una bochornosa degradación de la clase dirigente, infectada de corrupción, y no sólo en el ámbito de la política. Las finanzas han tomado el control de la economía, y el dinero lo descompone todo, con más facilidad cuando ya no hay mandamientos espirituales ni lealtades nacionales ni honras de sangre que le marquen límites a la conducta. No sólo Dios, también la patria y la familia han muerto en Occidente, y todo está permitido.
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El contexto geopolítico de ese envilecimiento es el resquebrajamiento de la pax americana, el orden que Washington aseguró en Occidente desde la posguerra con ojivas nucleares en una mano y dólares en la otra, y que Europa acompañó como gran aportante de poder simbólico, desde las artes y el pensamiento hasta las principales instituciones republicanas. Ese orden cobijó el apogeo de las clases medias a ambos lados del Atlántico.
Pero ese orden era en realidad parte de un arreglo bipolar: los Estados Unidos rivalizaban en armas y en ideas con la Unión Soviética, cuya simple existencia los mantenía despiertos y en postura de combate. Cuando la URSS implosionó muchos creyeron que la pax americana envolvería el globo en un mundo unificado, pero ocurrió lo contrario: al carecer de rival, los Estados Unidos perdieron densidad política, y comenzaron a resquebrajarse casi en espejo.
Trump representa el intento nostálgico de recuperar la tonicidad muscular, y cierta capacidad de arbitraje respecto de los asuntos mundiales. Pero tropieza con grandes obstáculos: un nuevo orden multipolar se afirma cada vez con mayor solidez, el dólar deja de ser necesario para las transacciones internacionales, y su propia estructura de gobierno está infiltrada desde hace tiempo por un poder parásito con agenda propia.
En el otro polo de occidente, el Viejo Continente no encuentra su rumbo. La burocracia de Bruselas se ha amalgamado con las castas políticas nacionales, y ambas se benefician sirviendo al capital financiero a espaldas de los intereses de los pueblos, mientras se empeñan en borrar toda huella de la Europa cristiana (en la que ven su mayor amenaza, si no la única), con ataques a sus testimonios simbólicos, destrucción de valores y reemplazos poblacionales.
A uno y otro lado del Atlántico, las clases medias son conscientes de que su existencia está en peligro, pero no aciertan a darse un diagnóstico claro y construir una narrativa política sobre la que organizar su defensa. Se manifiestan en las calles por cuestiones puntuales, en especial la inmigración forzada y descontrolada porque es más claramente perceptible que otras amenazas, lo que le sirve a la prensa para describirlos como “racistas” y “ultraderechistas”.
El optimismo de posguerra se sustentaba en una confianza razonable en las instituciones de la democracia, en la libertad de mercado, en la prensa profesional, la academia y la iglesia. Hoy todas ellas han perdido crédito y respeto, y es comprensible que esos vastos sectores sociales amenazados y sin herramientas para el debate de ideas, se inclinen hacia la búsqueda de un liderazgo fuerte capaz de sacarlos urgentemente de la emergencia.
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La democracia republicana o parlamentaria y el mercado libre, que durante un tiempo organizaron en Occidente la distribución del poder y de la riqueza, y se erigieron como modelo para el resto del planeta, han sido degradados por la acción disolvente del capital financiero (“el dinero es el estiércol del Diablo”, decía Francisco), se han vuelto apenas caricaturas de sí mismos y sólo parecen acarrear corrupción, desigualdad y anomia allí donde reinan.
Los pueblos han dejado de creer en ellos, no los ven ni como herramienta de consenso en los países occidentales, ni como aspiración en el resto del planeta, y parecen confiar más en las personalidades que en los sistemas o las ideologías. Paulatinamente, las naciones con mayor capacidad de reacción, o bien con mayor debilidad institucional, se van inclinando hacia alguna forma de autocracia, incluso bajo el amparo de las formas democráticas.
Estas autocracias parecen acomodarse con arreglo a dos perfiles netamente diferenciados: por un lado las autocracias soberanistas y populistas, orientadas, para usar una frase hecha, hacia la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación, y por el otro las autocracias hegemónicas y capitalistas, orientadas a asegurar la expansión planetaria del capital financiero, pasando por encima de las soberanías nacionales y el bienestar de los pueblos, incluidos los propios.
En el primer grupo se ubican las naciones del BRICS; en el segundo, los Estados Unidos e Israel como hegemones. Las naciones del BRICS buscan desarrollarse intensificando el intercambio entre ellas y con el resto del mundo; las autocracias hegemónicas les han declarado la guerra invocando las “ideas de la libertad” sólo porque se niegan a someter sus economías nacionales a los designios del capital sin patria.
Cuando se habla de las ideas de la libertad, de lo que se habla en realidad es de la libertad para los capitales, no para las personas, para quienes las autocracias capitalistas tienen reservado un sistema de esclavitud consentida, alegremente promovido con los colores de la Agenda 2030. Ahora mismo, un ciudadano de Europa o los Estados Unidos no es más libre, en lo que tiene de propiamente humano, que un ciudadano de Rusia o China, por citar los fantasmas más reiteradamente agitados.
Es curioso ver cómo las dos autocracias hegemónicas capitalistas buscan trascender sus límites nacionales y expandirse en las regiones donde se insertan, sin temor a redefinir fronteras ni a aplastar poblaciones. Es lo que intenta Netanyahu en el medio oriente, y es lo que amenaza hacer Trump en el hemisferio al menos de palabra, excepto en Venezuela donde parece estar dispuesto a pasar a los hechos.
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En 2023, gracias a la gestión de Brasil, la Argentina fue invitada a ser parte del BRICS, ese grupo de naciones donde gobierna la política, que protege su soberanía, cuida de su población, defiende su fe y sus tradiciones, aspira a crecer mediante el intercambio, evita el dólar como moneda común, representa un tercio del PBI mundial, y reúne a nuestros principales socios comerciales. Pero el gobierno de Javier Milei, integrado mayormente por financistas, repudió esa invitación.
En su lugar proclamó un firme alineamiento con Israel y los Estados Unidos, las autocracias orientadas por el capital financiero. En el primer caso, la adhesión fue más bien simbólica pero el presidente se ocupó de darle un provocativo tinte anticatólico. En el segundo, el gobierno se declaró dispuesto a colocar al país en una posición de vasallaje absoluto, económico y político, respecto de Washington en lo que analistas diplomáticos han descripto como sumisión consentida.
En otras palabras, Milei rechazó integrarse, en relativa paridad de condiciones económicas y políticas, con un grupo de naciones en crecimiento cuyas economías son complementarias de la nuestra y que sostienen por lo tanto nuestro comercio exterior y atienden nuestra necesidad de divisas, para someterse a una potencia en retroceso, cuya economía compite con la nuestra y cuyos intereses geopolíticos, especialmente en el Atlántico sur se superponen con los nuestros.
La pérdida de soberanía, la renuncia a un proyecto nacional, pasa sin embargo a segundo plano cuando se advierte que la Argentina se subyuga de este modo al lado perdedor de la historia. Los Estados Unidos ya no lideran en armamento (fracaso de la Cúpula de Hierro en Israel), ya no lideran en tecnología (desarrollo chino del chip cuántico fotónico) y ya no lideran monetariamente (la desdolarización parece irreversible, según reconoce el JP Morgan).
Y más allá de la voluntad de Trump, es difícil que los Estados Unidos recuperen su anterior predominio, como también que Europa salga de su estupor, porque sin Dios, sin patria y sin familia la vida de Occidente ya no tiene sentido, está huérfana de trascendencia, está des-animada, le falta el espíritu cristiano que la sostuvo por siglos: el sentimiento trágico de la vida que conmovía a Unamuno, el optimismo trágico que alentaba a Mounier.
La opción de no tener nada y ser felices, que excede lo material, no sacia la angustia de los jóvenes de Occidente (su futuro) que acuden sedientos a las drogas, a las redes o al consumo; se tatúan, se mutilan, se aparean y abortan, se matan entre sí, porque sí. Raperos y traperos, como oficiantes de rituales multitudinarios, gritan ese hambre de sentido con el ritmo apremiante y el tono gutural del canto urbano, mezcla de plegaria, desafío y pedido de auxilio.
Pero no olvidemos que en Occidente hay otro hegemón, Israel, este sí de fuerte impronta religiosa, y cuya vocación expansiva parece expresarse tanto por la vía de los Acuerdos de Abraham como por la acción militar y la limpieza étnica. Muchas cabezas de los fondos que dominan la economía occidental tienen vínculos con Israel, lo mismo que muchos promotores de la Agenda 2030 que socava los cimientos culturales, confesionales y sociales de Occidente.
Personas de diversas nacionalidades que se referencian en el estado de Israel como si fuera el propio ocupan posiciones encumbradas en los gobiernos de Occidente, y también en los principales productores de mensajes sociales de los países occidentales: la academia, los medios y el entretenimiento. Es ocioso conjeturar si Israel recurrirá en algún momento a todo ese poder e influencia en caso de un eventual colapso del Occidente otrora cristiano, y con qué intención. El futuro es aquí una pregunta abierta.
Pudimos haber sido junto con Brasil la cabeza del multipolarismo en América, relacionados con nuestro vecino como Rusia con China: como pueblos nos correspondemos. Los argentinos compartimos con Rusia las angustias metafísicas de la existencia cristiana, Brasil con China la serena certeza de un destino nacional que trasciende los avatares del tiempo. Por convicción propia o consejo ajeno, Milei prefirió arrojarnos al torbellino de un mundo que se resquebraja o muta entre estertores.
–Santiago González
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