RENOVAR EL PÉNDULO
La novedad es el pasado que se ha olvidado.
Autor: Lautaro (lauta, @l4utx)
Nota original: https://nojodamos.substack.com/p/renovar-el-pendulo
En la recursividad catártica de la interacción medios-academia, son las circunstancias las que vienen obstinadamente a aguarnos la fiesta.
“Pobre Perón, tuvo un gran proyecto industrial, pero no le coincidió con el ciclo de capital de la hegemonía de su época”, diagnostica retrospectivamente un gordo geopolítica en X. Se burla el autor de “Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?” del ansia metafísica de “los que sueñan con una red de trenes que atraviese todo el país, barrios con viviendas accesibles, cafés notables con mozos de moño y pequeños comercios de proximidad que ofrezcan carne de Cuota Hilton”. “Si quieren entender el fenómeno Milei, no hace fala más que leer ‘Filosofía de la Historia’, de Hegel. Javier Milei es la manifestación del Espíritu de la época. No importa qué hagan, qué digan, cuánto lo difamen o lo ataquen, él empujará la Historia hacia su próxima fase.” escribe un derrotado Santiago Caputo, que abandona el marco teórico romano para plegarse al fetiche decimonónico por el progreso.
Los días que siguen al triunfo de Javier Milei en las Elecciones de medio término son acompañados por un coro de indicadores económicos en caída y el contrapunto de un entusiasmo in crescendo por la inminencia de la Historia.
El goce por la derrota oportunamente pronosticada tiene su proclama teórica: los herederos de Diamand dicen que el péndulo finalmente se ha roto. Repasemos brevemente el concepto:
Según Diamand, los gobiernos de corte populista insisten burdamente en la demanda como vehículo del crecimiento económico, y acaban por ello malgastando dólares que no podrían conseguir de no ser por la extraordinaria productividad del campo, brindada por la naturaleza.
La torpeza característica del entusiasmo llevaría a estos gobiernos a confundir rachas con realidades. La industrialización, viabilizada por la desgracia de la guerra o el boom de los commodities, llega a un límite cuando la competitividad del mercado global aflora nuevamente, o cuando las crisis cíclicas de la economía global reducen los dólares que la industria demanda a la naturaleza.
A la improductiva ambición productiva le sigue la revancha del poder oligárquico, apalancado en la competitividad natural e inevitable del campo frente al mundo y sobre la Argentina.
Con crueldad, pero visión del mundo, los oligarcas imponen un régimen de liberalización de la Economía, entendiendo al mundo como un único circuito cuya armonía se alcanza mediante el comercio exclusivo de aquello que en cada país se revele como más competitivo.
Presagiaba Diamand que en Argentina todo termina invariablemente mal. La naturaleza liberal de la oligarquía proclama un librecambismo que la industria no puede soportar. Desprovista de su manto no puede más que arrastrar en su desnudez al consumo, y por lo tanto al empleo.
El conglomerado urbano que la gloria agroexportadora había arrastrado al Puerto de Buenos Aires resulta una carga demasiado grande para el campo. Durante el tiempo que la demandante población lo permita, la oligarquía lleva adelante un ajuste que, al disminuir la recaudación, acaba por ingresar a un círculo vicioso en el que la dificultad para afrontar compromisos de deuda se cruza con el descontento social, culminando con la caída del gobierno.
De este modo, la corriente nacionalista se encuentra impedida por el choque entre la realidad y sus demandas, y la corriente liberal limitada por el gesto de humanidad que la población argentina reclama en forma de dólares.
Siendo así, la solución estaba en un acuerdo entre ambos bandos en el que al estímulo de su fase más competitiva se le dé el tiempo necesario para alcanzar una solución de largo plazo a demandas imposibles de cumplir en lo inmediato.
El aporte intelectual del elenco académico-mediático actual sería su fukuyanismo tardío: la Historia llegó, por fin, a su Fin, con sus Vencedores y sus Vencidos, incorporando la inevitabilidad China y Vaca Muerta para un amigable rebranding centroizquierdista.
El avance de la robotización, la Inteligencia Artificial, la noción oriental del tiempo y el goce neoliberal sobre el Deseo de las masas, traen, según esta visión, el alivio de la muerte a lo que Oxford llamó la Larga agonía de la Argentina Peronista. Un espíritu aplastado por el peso espectral de las redes y los dólares del superávit energético.
Un repaso por las noticias de esta semana nos muestra una pérdida de 15mil millones de dólares en el balance semestral de OpenAI (creadora de Chat GPT), un saldo negativo de 200 millones de dólares en el balance de YPF (a pesar el récord de actividad en Vaca Muerta) y el oximorónico lamento de Juan Martín de la Serna, CEO de Mercado Libre, contra las plataformas chinas. Y, sin embargo, el markfisherismo bien medicado se mantiene perenne en sus premisas.
Tan triste es este sesgo derrotista que no tiene siquiera el mérito de la novedad. Podemos repasar el discurso del diputado socialista Enrique Dickmann, que, en el empeño por homenajear su apellido, decía:
“La división del trabajo, ley fundamental de progreso entre los hombres, es también ley de progreso entre las naciones; y el comercio internacional es el intercambio de productos que cada pueblo es más apto para producir, por las condiciones de su naturaleza, por la aptitud de su pueblo. Nociones tan elementales y tan fundamentales hay que repetirlas como una gran novedad, porque desgraciadamente están olvidadas”
Corría el año 1923 cuando Dickmann invocaba a la ley, al progreso, la naturaleza y la novedad para exorcizar los demonios estatistas que llevaron a Alvear a promulgar la ley de Aduanas en 1923, imponiendo aranceles de hasta 60%. Decía el entonces presidente:
“Estamos obligados al esfuerzo constante hacia una producción más diversa y más adelantada en cuanto a su grado de elaboración, por una parte, y hacia una vida financiera más sana y más independiente, por otra; es decir, a hacer progresos en el sentido de bastarnos a nosotros mismos”.
Si la tesis de Diamand tuviera algún sentido, el gobierno de Alvear, que significó el viraje de la UCR de los sindicatos al Jockey Club, no tendría por qué haber entrado en una cruzada arancelaria, y sin embargo así ocurrió. Podemos ir a las discusiones entre Juan B. Justo y Carlos Pellegrini, la posición de Alberdi respecto al bloqueo anglofrancés o la posición de Moreno en su defensa de los hacendados, y vamos a encontrar, para cada momento en que Argentina discutió la necesidad de defender su trabajo, un sector letrado que vaticina el triunfo definitivo de la globalización e invoca el pragmatismo para proponer una Argentina exportadora de materia primas y servicios.
Es claro que las mentiras que componen a una farsa política son medias-verdades, de otro modo, no podrían ganar terreno. Es tan cierto que a los años de Moreno siguió la intensificación del comercio con Inglaterra, que mientras Alberdi proponía la libre navegación de los ríos el capitalismo triunfaba en la Revolución Meiji y las Guerras del Opio, como que al librecambismo rivadaviano lo siguió la ley rosista de Aduanas, inspirada en el proteccionismo norteamericano de ese entonces, y que la belle epoque roquista la siguió el industrialismo de los radicales, la década infame y el propio Peronismo, con un espejo en los gobiernos corporativistas de España, Portugal e Italia. Esto es digno de mención cuando algunos parecen olvidar que la Historia es la continuidad en el tiempo de la Política, y por lo tanto está en permanente construcción y disputa. Dice Walter Benjamin en su cuarta tesis sobre filosofía de la historia:
“La lucha de clases, que no puede escapársele de vista a un historiador educado en Marx, es una lucha por las cosas ásperas y materiales sin las que no existen las finas y espirituales. A pesar de ello estas últimas están presentes en la lucha de clases de otra manera a como nos representaríamos un botín que le cabe en suerte al vencedor. Están vivas en ella como confianza, como coraje, como humor, como astucia, como denuedo, y actúan retroactivamente en la lejanía de los tiempos.”
A un ángulo posible de este asunto se refería el historiador Vicente Sierra:
“España no solo no prohibió, sino que creó y fomentó el desarrollo de las industrias americanas en el mismo momento en que la Francia del mercantilista Colbert prohibía a las suyas toda industria, y la Inglaterra de Pitt hacía lo mismo, y con singular energía, con las propias. En 1548 las Cortes de Valladolid pedían que se hiciera todo lo posible para que las colonias se bastaran a sí mismas con productos de sus propias manufacturas, petición imposible de concebir para un inglés que consideraba, y así llegó a decirlo Pitt, que una herradura hecha en Norteamérica era un delito que debía castigarse. (…) Este distinto sentido económico se revela, además, en el hecho cierto de que, mientras la colonización inglesa es siempre costera y consiste en instalar factorías vecinas al mar, mediante las cuales se pueda explotar a la colonia, la colonización española es siempre mediterránea. No fueron portuarias las grandes ciudades coloniales de Hispanoamérica, y ello basta para demostrar que no se crearon con finalidades mercantiles. ¿Es, acaso, que Inglaterra poseía un mejor sentido de lo económico que España? Evidentemente hay mucho de eso, pero no se trata de un hecho histórico tan simple como parece, porque es, justamente, el nudo de la cuestión”.
Esta misma lógica había llevado a la creación de universidades en Córdoba y Chuquisaca, evitando el crecimiento de Buenos Aires, que, según advertían en el propio Imperio Español, tendría el contrabando como resultado inequívoco de su desarrollo. Volvamos a Diamand.
La tesis sobre la restricción externa no explica por qué a la Argentina, según el propio FMI, tiene más dólares de los que debe: hay un saldo a favor de $130mil millones de dólares al consolidar activos y pasivos del sector privado y público en Argentina. Con un problema evidente: alrededor de $400mil millones están en paraísos fiscales, criptomonedas, cajas de seguridad y los silenciosos colchones de señoras versadas en el aspecto práctico de la macroeconomía: salvaguardar el ahorro familiar. Dólares, entonces, sobran; lo que falta es Argentina.
El dinero es, esencialmente, un instrumento para transaccionar en un determinado marco jurídico. Yo bien podría vender una casa en Bitcoins, lo que no podría es obtener la rúbrica del Estado Argentino y por lo tanto nadie validaría la transacción. Aplica lo mismo para salarios, automóviles, y cualquier otro etcétera.
En el Siglo XXI las exportaciones han crecido como nunca. Arañaron los 100mil millones de dólares en el año 2011 y acto seguido el país entró en un proceso de estancamiento, devaluación, endeudamiento y tasa de interés al alza. El empecinamiento por crear regímenes ad-hoc para salir de la situación, ya sea el RIGI o el acuerdo con Chevrón, viene siempre acompañado de precios internacionales en el mercado doméstico para el producto que se exporta. De esa forma, el consumidor argentino pierde en materia de energía, minerales o alimentos cualquier ventaja competitiva respecto de un consumidor extranjero. Tal fue el raciocinio del entonces ministro de Economía Axel Kiciloff cuando elevó el precio del millón de BTU a casi tres veces su valor en Texas para garantizar una inversión de tan sólo 1,600 millones de dólares: apenas un 0,4% de lo que los argentinos tienen en moneda extranjera fuera del sistema. El crimen matemático es aún mayor cuando se verifica que el acuerdo se hizo avizorando un barril de petróleo a 150 dólares, cuando hoy flota entre los 50 y 60.
Podemos extraer de lo hasta aquí expuesto algunas conclusiones tan simples como necesarias:
1. Es muchísimo más el dinero de los Argentinos fuera del sistema que de Inversores Extranjeros dispuestos a radicarse en la Argentina.
2. La exportación llegó, en su pico, al 20% del PBI. Destruir el 80% restante en función de ello acaba con la demanda en pesos sin tasa de interés que lo compense.
3. Hay, hubo y habrá sectores oligárquicos y/o conservadores dispuestos a la industrialización y el proteccionismo.
4. La Historia respira. Se contrae y expande. Los intereses son permanentes y los tiempos fluctuantes: no debe confundirse la naturaleza de uno y de otro.
Esto que va en contra de lo que la Universidad de Buenos Aires o la editorial Siglo XXI puedan decirnos de nuestro país, es el verdadero péndulo argentino: la argentina mercadointernista o la argentina exportadora; o dicho de otra forma, del tipo de cambio alto, al tipo de cambio bajo.
Podemos ubicar en los gobiernos de tipo de cambio alto al Rosismo, a Roca, a Pellegrini, a Yrigoyen, a Alvear, a los conservadores, a Perón II y III, a Onganía, a Lanusse, a Duhalde y a Kirchner. En todos ellos hubo una capitalización en industrias de consumo interno, motorizada por los agentes económicos que dominaban la actividad exportadora, con un sacudón cambiario que reordena los stocks de deuda y reformula el esquema de precios relativos, encareciendo la importación e incentivando la compra local. Sus recetas son recurrentes: acuerdos de precios, aranceles a la importación, controles a la exportación e inversión estatal. Se repite una tendencia al corporativismo, con matices respecto del consumo; pero con una necesidad de diálogo por la simultaneidad y alcance de las medidas tomadas.
Los gobiernos de tipo de cambio bajo tienen otras prioridades. La estabilidad nominal de la moneda es el principal capital político del gobierno, que propone una escalada de autoritarismo financiero para poder sostener el valor de la divisa y celebra el poder de compra en moneda dura como signo de su éxito. Para lograrlo, las arcas del estado sostienen la fiesta, ya sea consumiendo stocks de reservas, con flujos entrantes de deuda externa o privatizaciones. En todos esos casos, los precios de Argentina se internacionalizan, el turismo rioplatense colma las principales plazas del mundo y la fiebre dolarizadora devora todo stock y promesa posible.
El estancamiento político del pejotismo se explica por este límite. El endiosamiento del consumo turístico y de bienes importados como variable de bienestar requiere una afluencia de dólares que choca con el poder adquisitivo y el trabajo de los Argentinos. Un supuesto superávit de Vaca Muerta podría permitir esta demanda y un tímido proceso industrial alrededor de la extracción, aunque su horizonte de expectativas no cubre la totalidad del Siglo XXI y mucho menos la posteridad en términos de demanda de divisas o producción con valor agregado.
“Crear trabajo, y donde no haya, inventarlo” decía nuestro Papa Francisco. La Doctrina Social de la Iglesia, que algunos intelectuales peronistas insisten en desacreditar como corpus ideológico de lo mejor del peronismo, propone justamente a través de organizaciones intermedias (cámaras empresarias, sindicatos, clubes) acuerdos en función del trabajo. Para que haya trabajo, debe haber mercado interno, para que haya mercado interno, debe haber sueldos con poder de compra, y aquí está el quid de la cuestión: ese poder de compra puede estar dado porque el salario es alto en dólares, o porque la canasta es barata en dólares.
Si el salario es “alto” en dólares, como ahora, los bienes importados estarán al alcance de cualquiera. Las lamparas de Shein inundarán los mercados y los equipos argentinos tendrán una enorme afluencia en competiciones internacionales. Lamentablemente, alto en dólares será también el precio de la carne, de la pasta, de los servicios, dejando a los argentinos, como ahora, en el piso histórico del consumo de carne vacuna.
Si el salario es “bajo” en dólares, pero existe un gran acuerdo mercadointernista, el trabajador tendrá ventaja para lo producido en el país: la energía, la carne, el pan, pero deberá olvidar la luna de miel en Europa u ostentar un LED en cada ambiente.
Esta es la discusión que debemos dar aquellos que vemos la Argentina realmente existente. El asado de obra, la viveza criolla y el fútbol, que nadie podría discutir como signos de argentinidad, son posibles en una economía que permite un precio bajo en dólares para la construcción, sociedades de fomento en cada barrio y un alto valor proteínico incluso en la dieta de los desposeídos, por más llanto que genere en el desierto dopamínico de los intelectuales porteños.
Nada de esto es novedad: así se construyó la Argentina. Esto pensó Krieger Vassena en una década de crecimiento al 8% anual entre el 64 y el 74, pero también Remes Lenicov y Lavagna en la primera década de los 2000, o Rosas en sus dos décadas en el poder. La receta para quienes defendemos esta Argentina es clara: un gran acuerdo social con sectores conservadores y concentrados de la economía a cambio de repatriar los 400mil millones de dólares que la Argentina Exportadora expulsó del sistema e inaugurar así un nuevo péndulo mercadointernista.
La Argentina podrá oscilar, en ese modelo, en consumo alto y bajo, en derechos laborales crecientes o decrecientes; pero abandonará definitivamente el desempleo, la descapitalización, la desmilitarización y la concentración demográfica de la Argentina globalizada.
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