MIEL
La apicultura argentina:
entre los deseos y la
realidad
“Que
la República Argentina
en el año
2017 se transforme
en líder mundial
del mercado de productos apícolas altamente valorados
sobre la base de un crecimiento y desarrollo organizado, competitivo y
sostenible desde la perspectiva económica, social y ambiental.”[1]
“La informalidad hace que la industria penda
de un hilo.”[2]
Ambas
afirmaciones, aunque no lo parezcan, hacen referencia a un mismo encadenamiento
productivo, el apícola, y a un mismo país, la Argentina. La primera, redactada
en 2009, forma parte del Plan
Estratégico Argentina Apícola 2017 que se formuló en aquel año, en forma
conjunta por el gobierno nacional y el sector productor. La segunda procede de
una nota periodística sobre la realidad del sector apícola argentino, publicada
en febrero de 2018.
Qué
sucedió entre esos años para que aquella deseable visión se transforme en este
presente desesperanzador? Muchas cosas, algunas internas a la cadena apícola,
otras externas, pero quizás la más importante de todas fue que se partió de un
diagnóstico errado de las expectativas que podían desarrollar los apicultores.
Fijar
metas elevadas sin considerar adecuadamente el punto de partida ni la dotación
de recursos que poseen los agentes económicos intervinientes, no es la mejor
estrategia para impulsar el desarrollo de un sector económico.
Un
rasgo distintivo de la producción apícola argentina es la antes mencionada
informalidad.
La
producción de miel y otros subproductos de la actividad apícola se desarrolló
desde el principio con un carácter complementario (y marginal) de otras
actividades económicas desenvueltas por el productor.
Salvo
un porcentaje muy menor del total de productores apícolas, la abrumadora
mayoría de ellos practica la actividad para obtener un complemente de su
ingreso económico principal (agrario o extra-agrario), cuando no lo hace
simplemente por hobby. Conocer con
precisión cuántos productores hay y con qué patrón de distribución dentro del
esquema productivo no es fácil, en tanto que la estadística sectorial es
endeble (como gran parte de la estadística productiva argentina), en buena
medida debido a la mentada informalidad.
Los
datos varían según la fuente a la que se apele, sea internacional (FAO), nacional
(Registro Nacional de Productores Apícolas) o provincial (registros
estadísticos locales). Grosso modo, se estima que en la actualidad hay unos
23.100 apicultores registrados, que operan casi 3,7 millones de colmenas,
arrojando un promedio de 160 colmenas por productor.
Pero
ese universo apícola está lejos de ser homogéneo; estudios oficiales[3] diferencian en su interior
seis tipos de productores:
1)
el productor por hobby, que tiene
menos de 16 colmenas, y es el 13,3% del total
2)
el microproductor, con entre 16 y 50 colmenas, representando el 39,9% del total
3)
el pequeño productor, operando entre 51 y 200 colmenas, siendo el 38,1% del
total
4)
el mediano productor, que trabaja entre 201 y 500 colmenas, representa el 6,7%
del total
5)
la empresa apícola, opera entre 501 y 1.500 colmenas, representando el 1,8% del
total
6)
la gran empresa apícola, con más de 1.501 colmenas en operación, y siendo el
0,2% del total
Como
se observa, las primeras tres categorías (hobbistas, micro y pequeños
productores) constituyen el 91,3% del universo apicultor, dato que debe
enmarcarse en que para los especialistas sectoriales, la unidad económica
mínima viable es de 200 colmenas. En otras palabras, más del 90% de los
apicultores argentinos poseen una estructura productiva por debajo de la unidad
económica de la actividad.
Este
dato estructural se debe complementar con la descripción de la dinámica de la
actividad. La amplia mayoría de los apicultores son “fijistas”, es decir,
tienen instalados sus apiarios en un lugar determinado, en cuyo radio liban las
abejas. Desde esos apiarios, los apicultores deben llevar sus cuadros a la sala
más próxima para efectuar la extracción de la miel, finalizando con esto la
etapa primaria de la producción.
Un
pequeño conjunto de apicultores, por su parte, son “trashumantes”, es decir
manejan equipos de transporte de sus apiarios, que van distribuyendo por
distintas regiones del país, según la época de floración con la cual vayan a
trabajar sus abejas. Estos trashumantes son, en general, empresas de mayor
envergadura que manejan una logística medianamente compleja, y operan salas de
extracción propias o alquiladas.
La
mayoría de los apicultores (que como se señaló, son los de menor escala de
operaciones) venden su miel a acopiadores, quienes –según el caso- completan el
procesamiento industrial (la homogeinización, el cremado, el mezclado, etc.).
Los acopiadores, a su vez, venden a los exportadores quienes se encargan de la
comercialización a nivel internacional, o bien a alguna de las empresas que
abastece al mercado interno.
La
exportación es el principal destino de la producción apícola argentina,
destinándose a ella el 95% de lo producido, quedando el resto para el mercado
interno.[4] Argentina es el tercer
productor mundial de miel y el segundo exportador mundial de dicho producto. Sin
embargo, este papel exportador del país debe enmarcarse en un dato clave: el
99% de lo remitido al exterior es a granel, es decir, envasado en tambores de
algo más de 300 kg .,
sin agregación de valor de ningún tipo, sin diferenciación, ni ningún apelativo
de calidad.
La
miel argentina se utiliza, en los países que la importan, para efectuar cortes
con otras mieles, diluyéndose así cualquier distinción organoléptica o de
calidad inmaterial que pudiera conllevar dicha miel.
Distintos
estudios oficiales remarcan la elevada calidad de la miel argentina, el buen
manejo que se efectúa de los apiarios, los modernos sistemas de trazabilidad
imperantes desde las salas de extracción hasta la exportación, los cuidadosos planes
sanitarios que se implementan, todo lo cual, en apariencia, debería redundar en
la obtención de un buen precio por la miel exportada, facilitando alcanzar una
adecuada rentabilidad a los eslabones de la cadena. Sin embargo no es así.
El
precio recibido por los exportadores argentinos se corresponde, precisamente,
al que se paga por miel a granel y para corte, por lo cual, necesariamente, es
inferior al que se recibiría por una miel fraccionada en frascos de 500 gr.,
diferenciada por calidad, origen floral o territorial.
El
mercado demanda miel a granel para corte, y eso es lo que puede ofrecer
Argentina.
El
nicho de la miel fraccionada para su venta en las grandes superficies
comerciales ya está desarrollado y ocupado por los importadores, por lo cual
mal puede esperarse que ellos, per se,
decidan impulsar una demanda hacia Argentina de miel fraccionada y
diferenciada.
Por
otro lado, cabe señalar que aquellas bondades de la apicultura mencionadas más
arriba, se concentran en el núcleo más dinámico de la actividad (menos del 10%
del total de los apicultores nacionales). Al contrario, el mosaico de
situaciones productivas e industriales de la miel es diverso y no siempre
positivo para fomentar una imagen de miel de calidad con elevado potencial
exportador.
Existen
registradas algo más de 1.400 salas de extracción que, en teoría, cumplirían la
normativa sanitaria del SENASA. Sin embargo, estimaciones privadas elevan la
cifra de salas a algo más de 2.000, operando el 30% de ellas sin registración.
Salas
pequeñas, deficientemente equipadas, sin controles sanitarios adecuados, pero
que extractan por cuenta y orden de los pequeños productores apícolas que
quieren vender rápidamente su miel, muchas veces comprada por los dueños de las
mismas salas, quienes luego la venden a acopiadores locales.
Esos
acopiadores, que poseen su propia sala, hacen pasar a aquella miel como
extraída en la suya, de modo que queda “blanqueada” para el sistema de control
público.
Obviamente,
esta circunstancia pone en peligro el “buen nombre” de la miel argentina, como
ya ocurrió en 2003 cuando estalló la llamada “crisis de los nitrofurano”,
que perjudicó la colocación de los embarques de miel, o más recientemente con
la utilización de tambores con rastros de sustancias químicas prohibidas.
Si
bien las grandes exportadoras de miel tratan de mantener un sistema de
trazabilidad propio, controlando desde la colmena hasta el embarque, cerca del
70% de la miel es producida por las unidades más pequeñas que son, como se
señaló, las que apelan a las salas de extracción que más les conviene, estén o
no registradas.
Estos
niveles de informalidad intentan ser combatidos por el aparato estatal mediante
la obligatoriedad de inscripciones registrales diversas, imponiendo controles
de trazabilidad de diferente tipo, prohibiendo la reutilización de tambores,
entre otras medidas. Y a la vez, busca mejorar la perfomance de la cadena
apícola volcando recursos para capacitación, para el posicionamiento en los
mercados del producto argentino, para financiar programas de calidad apícola, o
para subsidiar inversiones en salas de extracción. Incluso, como sostiene un
documento oficial: “Existe una
necesidad cierta de
ayuda a la
producción ya que de
otra manera no se
podrán afrontar los
gastos relacionados a
la actividad.”[5]
En
2009, como se mencionó anteriormente, se formuló un Plan Estratégico para el
sector, y poco antes se había constituido, en 2007, la Comisión Nacional
de Promoción a
la Exportación de Miel Fraccionada, la cual fue “relanzada” por el
gobierno de Cambiemos.[6] Pero pese a los esfuerzos
(y recursos asignados) la situación de la apicultura es de suma endeblez, más
allá de su posición en el mercado mundial.
Los
elevados costos internos, el atraso cambiario, la maraña burocrática, y la
rigidez de los mercados internacionales suelen ser algunas de las causas que se
mencionan para explicar esa debilidad. Y es verdad que cada una de ellas
influye en el todo, pero no explican la esencia del problema, el cual reside en
la propia estructura interna del sector apícola.
La
pequeños apicultores (que son la mayoría) tienen una dinámica de producción y
una lógica de toma de decisiones acorde a su lugar en la cadena (subordinados a
los acopiadores), sabiendo que las mejoras de calidad que pudieran obtener en
sus mieles no repercutirían significativamente en sus ingresos apícolas que,
por otra parte, son marginales –en la mayoría de los casos- a sus ingresos
totales.
Producir
el máximo que puedan dar sus colmenas, con los menores costos económicos e
intelectuales, realizando rápidamente la extracción y la venta de esa miel, es
la estrategia que siguen. Estrategia plenamente racional acorde a sus
circunstancias personales y productivas.
Intentar
construir una cadena de valor apícola con posicionamiento internacional por
calidad diferenciada es desconocer la realidad sobre la cual se quiere operar
(sobre la cual el Estado quiere operar).
Las
grandes empresas apícolas exportadoras (algo más de una decena) tienen sus
canales de producción y comercialización aceitados y aplican los controles
básicos de aseguramiento de la calidad sanitaria de sus mieles. Ellas responden
eficaz y eficientemente a la demanda efectiva que existe en el mercado
internacional: miel a granel para corte.
En
el resto de la cadena, la informalidad productiva, por más controles estatales
que se instauren, pone en jaque la estrategia oficial de diversificación y
venta de mieles fraccionadas y de calidad.
Y
lo hace porque en la esencia de la estructura productiva reside aquella
informalidad, en tanto que la apicultura fue y es una actividad complementaria,
a la cual se destina un mínimo de tiempo y recursos, y de la cual se quiere
obtener una rentabilidad acorde a esa inversión y no más que eso.
A
su vez, la apicultura argentina, sumida en su actual crisis, está aprendiendo
en carne propia que en cualquier actividad, por más mejoras productivas que se
logren en su núcleo más dinámico, por más que el volumen obtenido sea
significativo, por más que la calidad del producto sea buena, quien decide finalmente
si quiere o no dicho producto es el mercado. Y por ahora –y por lo que se
espera, por bastante tiempo por delante-, el mercado demanda miel argentina a
granel sin diferenciar.
Los
planes estratégicos, las comisiones de promoción, los viajes a las ferias
agroalimentarias, el financiamiento de programas, la entrega de subsidios a
productores, y otras formas de canalización de recursos públicos en apoyo del
desarrollo apícola, no son más que paliativos que se diluyen rápidamente, pues
esas acciones parten de un erróneo diagnóstico inicial, tanto acerca de lo que
el mercado internacional demanda, como de las estrategias productivas y
económicas del grueso de los apicultores argentinos.
[4] El consumo per capita de miel en
Argentina es ínfimo, no llegando a 200 gr. anuales (según estimaciones
oficiales), muy lejos de, por ejemplo, Alemania, donde llega a 1kg. por año por
habitante.