LA LIBERTAD Y LA PATRIA

Ilustración: Batalla de Ituzaingo.

 Devastada, despoblada y descapitalizada, la Argentina se enfrenta al exigente desafío de volver a ponerse de pie. 


Autor: Santiago González

La nación argentina se forjó al calor de dos gritos que hoy, por gracia de Dios, vuelven a escucharse y nos convocan a responder.



S
i una suerte de alambique histórico permitiera separar los detalles anecdóticos, probablemente encontraríamos que el gran debate político en la Argentina se ha dado a lo largo de la historia entre nacionalismo y liberalismo, mentalidades dominantes que en cada instancia asumieron distintos avatares: saavedristas y morenistas, federales y unitarios, conservadores y radicales, peronistas y gorilas. La nación argentina se construyó sobre esa tensión, por momentos razonable y civilizada, por momentos violenta y salvaje, siempre creativa. Genésica, por decirlo de algún modo.

Porque sin vocación nacional el país no habría conquistado su independencia, resistido amenazas y bloqueos de las potencias europeas, ni afianzado su dominio territorial (incluido el temprano y decidido reclamo por la usurpación de las Malvinas), conducido una política internacional independiente y consolidado la estructura defensiva más potente de Sudamérica; y sin instrumentación liberal el país no habría edificado sus instituciones administrativas, sus ejemplares sistemas de educación, de salud y de justicia, sus centros de investigación y desarrollo.

En medio de la violencia setentista, Balbín y Perón se unieron en un abrazo, y hubo quien vio en esas figuras veteranas algo así como encarnaciones de aquellas viejas corrientes, urgidas a sumar fuerzas para controlar el incendio. Pero ellos mismos habían ayudado a atizar las llamas, uno alentando a las “formaciones especiales”, el otro golpeando la puerta de los cuarteles, y todos sucumbieron abrasados en una hoguera incontrolable que iba a desfigurar el destino del país. Los agentes extranjeros que habían fracasado en el siglo XIX se frotaban las manos en el XX.

Cuando el fuego se apagó y el humo comenzó a disiparse, lo que quedó a la vista fue un híbrido monstruoso que abrigaba en su seno lo peor de los bandos que se habían aniquilado mutuamente. La arrogancia elitista y totalitaria de los montoneros emergió asociada al programa orientado a vaciar la Argentina puesto en marcha por los militares con Martínez de Hoz a la cabeza, y esa mala junta logró sofocar el vibrante debate histórico entre liberalismo y nacionalismo para alimentar el imperio monocorde de la socialdemocracia, que ya lleva cuatro décadas.

Esta continuidad ideal entre el proceso militar de 1976 y la querida democracia recuperada en 1983 -que tiene como hilo conductor evidente el endeudamiento del país- sólo ahora comienza a ser percibida. En estos días, el analista financiero Carlos Maslatón sorprendió a algunos cuando afirmó con su habitual desparpajo que “la política económica de la dictadura cívico-militar 1976-1983, luego copiada al detalle por el gobierno de Mauricio Macri 2015-2019, fue de ideología socialista-comunista y por eso ambas fracasaron y destruyeron todo”.

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Para entendernos: la socialdemocracia es una mezcla de colectivismo económico con marxismo cultural disfrazada con los trajes de la democracia republicana y la economía de mercado. Subordina las libertades individuales a un bien común definido desde el poder, suprime las identidades nacionales, étnicas o culturales en favor de una homogeneidad global, y alienta al mismo tiempo la concentración económica y el asistencialismo como remedio para paliar sus efectos. La socialdemocracia es un proyecto de ingeniería social conducido por una élite económica, política e intelectual siempre arrogante y casi siempre corrupta.

El alfonsinismo nació socialdemócrata, y la renovación peronista conducida por Antonio Cafiero tras el nocaut electoral de 1983 convirtió un movimiento nacional en un partido socialdemócrata. Carlos Menem se lo apropió, lo sazonó con condimentos liberales y le añadió la proeza jamás repetida de cierta eficacia en la gestión. Inducido por Alfonsín, habilitó la reforma constitucional de 1994, el instrumento que dio marco legal al orden socialdemócrata, cuya razón de ser es el vaciamiento de la nación y cuyo precio es el uso del poder del estado en beneficio de los administradores políticos y sus amigos.

Algunos peronistas y algunos radicales intentaron juntos -como que ya se sentían parte de una misma familia- una socialdemocracia que no fuese mayormente antinacional como la de Alfonsín ni mayormente corrupta como la de Menem. Alfonsín (siempre Alfonsín) y su socio, el estadista asimétrico Eduardo Duhalde, se encargaron de disipar esas ensoñaciones y a fines de 2001 derrocaron a Fernando de la Rúa, consumaron un atraco económico y político sin precedentes y, con ayuda de la prensa, le echaron la culpa de todo a Cavallo, un extrapartidario.

Desde entonces, unidos por el crimen, los socialdemócratas radicales y los socialdemócratas peronistas se han valido de su denominación de origen para montar la farsa de una discusión política, de modelos que se oponen ahora bajo el rótulo de kirchneristas y cambiemitas. Pero es solo una farsa: en la Argentina no hay debate político desde 1983. En la socialdemocracia anida una vocación colectivista y totalitaria capaz de albergar luchas facciosas, conflictos de intereses, ambiciones y fanatismos entre los propios, pero que no soporta ser interpelada desde afuera ni admite interlocutores.

Bajo su imperio nunca ha vuelto a discutirse, ni siquiera después de las crisis más traumáticas, en qué clase de país queremos y podemos vivir. Nunca más hubo proyectos como los de la generación de 1837 o la revolución de 1943; ni tampoco como los de Frondizi en 1958 u Onganía en 1966, intentos de sintetizar y actualizar los dos anteriores. Desde 1983, el modelo de país es algo que se da por descontado; desde 1983, la discusión pública se limita a la refacción, amoblamiento y decoración de la Argentina socialdemócrata. Para decirlo más claro: desde 1983, ni la política ni la discusión de ideas han vuelto a hablar en serio de libertad ni de patria. Ni de nación. Los agentes extranjeros que se frotaban las manos en el siglo XX bailan de alegría en el XXI.

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Cuando la socialdemocracia tomó el control del estado, y también el de los grandes emisores de mensajes sociales -los medios, la cátedra y el espectáculo, cuya acción conjunta configura el sentido común de una sociedad-, el antiperonismo ya le había hecho la mitad del trabajo. Invocando las ideas liberales, había erosionado el cimiento mismo de la identidad y el orgullo argentinos, equiparando nacionalismo con totalitarismo y confinando el patriotismo al subsuelo de las bajas pasiones. Lo que no podía borrar con el silencio, lo empequeñecía con el desprecio, el calificativo de “flor de ceibo”, y la risita sobradora.

Casi podría decirse que las conflictivas cuatro décadas que van de 1943 a 1983 -plagadas de conspiraciones, golpes de estado, proscripciones, represión y violencia- allanaron el terreno y despejaron obstáculos para el posterior vaciamiento económico, demográfico y cultural de la nación en beneficio de la banda de comisionistas que gobierna desde entonces. El antiperonismo, nacido antes de que Juan Perón comenzara a gobernar, anticipa y prepara la dictadura socialdemócrata, que habría de ocuparse de completar la faena de silenciamiento y censura.

Bajo su imperio, nadie empeñado en hacerse una carrera política (o académica, o periodística, o artística) se atrevió a definirse como nacionalista, o como de derecha, so pena de ser cancelado de una vez y para siempre. El liberalismo fue más tolerado por la socialdemocracia, un poco porque lo consideraba inofensivo y otro poco porque temía pecar de parricidio. La emprendió entonces contra el “neo” liberalismo, como si se tratara de otra cosa. No le costó mantener la identificación del nacionalismo con el nazismo, el fascismo y, ya que estamos, “la dictadura”, ni arrojar el amor a la patria a baúl de las prendas sentimentales en desuso, junto a la religión y la familia. Y empeñó en consecuencia toda su estructura comunicacional para invisibilizar la gesta de Malvinas, ese brote inesperado de conciencia nacional.

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La socialdemocracia es una flor nacida en el jardín de las ideas liberales, lo mismo que la izquierda apocalíptica y el liberalismo de canapé (el bocadillo), invitados en cada elección al escenario como figurantes inocuos para dar colorido y animación al espectáculo. Cada bando socialdemócrata coquetea con alguno de los extremos pensando que al promoverlo le va a sacar votos al bando contrario. Así fue como la prensa asociada (o el periodismo chupín, si se prefiere) le dio aire a los marginales de la familia liberal, y el público masivo llegó a conocer a Nicolás del Caño y Miriam Bregman por un lado, y a José Luis Espert y Javier Milei por el otro.

Entonces ocurrió lo inesperado. Para estupor de los manipuladores de la opinión pública, Milei se les escapó del canapé (el asiento): con su aspecto extravagante y su verba exaltada, atrajo la atención popular y cobró vida propia. Con la velocidad del rayo, y sin gastar un peso, se hizo conocer en todo el país y ahora atrae multitudes que van espontáneamente a su encuentro allí donde se presenta. Las escenas evocan los viejos mitines, cuando la política se discutía en las plazas cara a cara, y no en la televisión con intermediarios, y bastaban un par de altavoces y el prestigio del político para movilizar a los ciudadanos. ¿Pero es Milei un político?

Como Casero respecto del periodismo chupín, Milei expresa la exasperación de la sociedad con quienes desde los medios le “hacen la cabeza” y desde el estado le arruinan la vida desde hace cuarenta años. Dicho de otro modo, expresa el hartazgo social con el orden socialdemócrata. Pero expresar no es liderar, y liderar no es (solamente) convocar multitudes. Liderar es mostrar un camino y obtener la anuencia de los liderados para avanzar juntos, para soportar tropiezos y enfrentar dificultades, porque ese camino conduce a algo bueno y deseado por todos, o por muchos. Ésa es una de las cualidades que se esperan de un político. ¿La tiene Milei?

Milei se describe como libertario, dice que defiende las ideas liberales, cita a unos personajes que nadie conoce y habla de cosas que nadie entiende. Pero a nadie le importa; es como una misa en latín: aunque pocos comprendan las palabras, todos captan el sentido. Más que una doctrina o una ideología, Milei encarna un estado de ánimo que desborda el hartazgo con la dictadura socialdemócrata para estallar en unas ansias de libertad pocas veces vistas en la Argentina moderna. Esto es grandioso, pero no define por sí solo un rumbo político. ¿Libertad para qué? ¿Lo sabe Milei?

La otra cualidad que se espera de un liderazgo es su capacidad de diálogo, de persuasión, de negociación. Como es imposible suponer que absolutamente todos estén de acuerdo en emprender un determinado rumbo, el líder debe empeñar esas capacidades en la obtención de acuerdos, transacciones y consensos. Aquí se repite el interrogante, con una vuelta de tuerca: ¿tiene Milei capacidad de diálogo? Y en ese caso, ¿quiénes serían sus interlocutores? La socialdemocracia queda fuera de la cuestión porque, como vimos, no acepta otra cosa que ella misma ni admite la interpelación o el debate.

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Recapitulemos. Si la dictadura socialdemocracia que gobierna desde 1983, intolerante de cualquier cosa que se le oponga, ahogó el debate político en la Argentina, si ese debate estuvo protagonizado históricamente por el liberalismo y el nacionalismo como polos opuestos y a la vez constitutivos de la nación, y si Javier Milei encarna el renacimiento de la vocación libertaria, no sorprende advertir en el escenario la reaparición del nacionalismo, como corriente de acción y de ideas, corporizada en el NOS, que tiene como figura central a Juan José Gómez Centurión. Los nombrados no son los únicos en sus respectivos campos, pero sí quienes han atraído las miradas y las expectativas.

Así como el reverdecimiento del liberalismo puede entenderse como consecuencia del sofocamiento de las libertades impuesto por la socialdemocracia, la reaparición de un nacionalismo que no se avergüenza de su nombre es la respuesta casi natural, instintiva, defensiva de un pueblo consciente de que esa misma socialdemocracia lo está vaciando de recursos económicos y humanos, un pueblo cuyo estado -la salud, la educación, la justicia, la seguridad, la infraestructura- ha sido destruido hasta la ineficacia absoluta, cuya defensa es inexistente y cuya política internacional salta de un papelón a otro.

De manera menos estridente -el estilo criollo tiende a ser parco y mesurado-, NOS se ha ido extendiendo por todo el país en una construcción que, a diferencia de lo que ocurre en el campo liberal, se mueve más bien de abajo hacia arriba. Las distintas agrupaciones liberales van a aglutinarse detrás de la figura relevante en ese ambiente, y lo mismo habrá de ocurrir, o sería deseable que ocurriera, en el suyo con las muchas vertientes nacionalistas que fluyen dispersas a lo largo y lo ancho del país. En el diálogo y la confrontación, ambas corrientes deberán encontrar respuesta a preguntas como las planteadas más arriba respecto de los liberales y que les caben a las dos.

Devastada, despoblada y descapitalizada, la Argentina se enfrenta al exigente desafío de volver a ponerse de pie. La gran nación que supimos tener, y que destruimos irresponsablemente, se edificó en el debate, y en el combate, entre liberalismo y nacionalismo; la reaparición en la arena política de estas dos corrientes fundacionales no podría ser más auspiciosa y esperanzadora. Es como si un organismo que creíamos agonizante comenzara a mostrar signos vitales, indicios de regeneración.

En este momento de reconstrucción ambas fuerzas son más complementarias que antagónicas, y el país necesita de las dos: del liberalismo, para recuperar las libertades perdidas y sanear sus instituciones; del nacionalismo, para darse un rumbo, y definir y defender su lugar en el contexto de las naciones; de ambas, para enfrentar en el mundo, junto a otros soberanistas, al globalismo enemigo de las libertades y de las naciones.

Cuando vayamos a votar el año próximo se habrán cumplido cuatro décadas de fracaso socialdemócrata, cuya dimensión está a la vista. Apenas tuvimos un regusto de liberalismo durante el gobierno de Menem y jamás tuvimos una administración nacionalista. Es más que urgente volver a las raíces: nada tenemos que perder. Permítanme soñar con un ballotage entre un nacionalista y un liberal. Imagínense ustedes un gobierno de un signo controlado por el otro, cualquiera fuese la combinación. Liberada su capacidad creativa y productiva, orientado el esfuerzo en beneficio de su pueblo, la nación argentina se recuperaría con fuerza incontenible y velocidad vertiginosa.

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“Me duele la patria porque no se la nombra”, confesó hace poco un emocionado Luis Landriscina. “Hay muchos jóvenes que saben que tienen país porque miran el DNI, pero no tienen patria. No se les explica lo que costó hacer esa patria y quiénes la hicieron”. Con la precisión que dan años de contar y contar, el narrador chaqueño puso el dedo en la llaga: a los argentinos se los ha despojado de su identidad y se los ha privado de su historia porque “no se les explica”. La socialdemocracia no les explica, entre otras cosas, que su partida de nacimiento es nacionalista y liberal.

“Quien controla el presente controla el pasado, y quien controla el pasado controla el futuro”, escribió George Orwell. “La historia es la patria. Si nos falsifican la historia es porque quieren robarnos la patria”, advirtió Hugo Wast, en la misma línea. La nación argentina se forjó al calor de dos gritos que hoy, por gracia de Dios, vuelven a escucharse: ¡Viva la libertad! ¡Viva la patria! Los argentinos hemos sido llamados a responder. Tal vez no haya otra oportunidad.

–Santiago González

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