LOS CABALLEROS DE FUEGO


 La prensa, conviene recordarlo, incentivaba la conflictividad y exasperaba los ánimos.



Autor: Santiago González - Gaucho Malo (@gauchomalo140)


El “rodrigazo” puso fin al crecimiento, el ascenso social y el desarrollo, e inauguró la era de la inflación, la deuda y el atraso


Nota 3 en la serie “El vaciamiento de la Argentina”

Nota 1: "PROYECTOS Y VIOLENCIAhttps://restaurarg.blogspot.com/2025/06/proyectos-y-violencia.html

Nota 2: "EL PLAN DEL GLOBALISMOhttps://restaurarg.blogspot.com/2025/06/el-plan-del-globalismo.html


Hace exactamente 50 años algo se rompió en la Argentina. El llamado “rodrigazo” marcó “un quiebre profundo del contrato social entre los ciudadanos y el Estado” (Alejandro Poli Gonzalvo), “la ruptura del consenso implícito de pleno empleo con política industrial forjado in crescendo a partir de 1930” (Carlos Leyba), “un fin abrupto del modelo de industrialización por sustitución de importaciones” (Juan Manuel Telechea). Así lo describen los observadores de la economía.

Siguiendo el curso de las ideas de esta serie, podría agregar que el violento ajuste impuesto a la economía por el ministro Celestino Rodrigo en junio de 1975 fue una suerte de ensayo general para la secuencia de proyectos antinacionales que comenzaría al año siguiente y que llega hasta nuestros días. El punto de partida de lo que Iris Speroni describe como “el país intervenido”, es decir gobernado en función de intereses que le son ajenos por personas que cobran por ello.

Cuando después de 18 años de proscripción el peronismo volvió al poder en 1973, para cerrar un ciclo de siete años de gobiernos militares, el contexto político era bastante agitado e incierto, sacudido por las acciones terroristas de izquierda y de derecha, y el ministro de economía José Ber Gelbard intentó poner la economía a resguardo mediante un Pacto Social, al que adhirieron empresarios y sindicalistas, y que congelaba precios, salarios, tarifas y tipo de cambio en niveles aceptables para todos.

El acuerdo funcionó durante un tiempo y consiguió “un 4% de pobreza, 3% de desempleo y un coeficiente de Gini como el de un país escandinavo”, según recuerda el economista Leyba, subsecretario de Gelbard. Es claro que un programa tan voluntarista era extremadamente frágil: en la vida pasan cosas, y lo que pasó fue la crisis del petróleo de 1973, que frenó el comercio mundial y encareció las importaciones, y la muerte de Perón en 1974, que desató un tembladeral político.

Con todo, el esquema resistió bastante bien, y en los primeros meses de 1975 los indicadores eran preocupantes pero no críticos. Los comentarios sobre el “rodrigazo” aparecidos en estos días toman las cifras del año completo para describir una situación desastrosa, pero esas cifras incluyen los efectos de un fenomenal ajuste, y no pueden usarse para justificar sus causas. En el primer trimestre de ese año la inflación fue de un elevado 6% mensual promedio, el déficit se mantuvo en torno del 8% del PBI, financiado en un 50% con emisión, y la actividad económica se sostuvo.

Mientras Gelbard buscaba alternativas, algunos precios comenzaron a subir para absorber el mayor costo de los insumos importados, pero los salarios quedaron fijos, y la intranquilidad social fue en aumento pese a que las condiciones de vida, en términos generales, hoy nos darían envidia. La prensa, conviene recordarlo, incentivaba la conflictividad y exasperaba los ánimos de la opinión pública poniendo énfasis en la fragilidad del gobierno de Isabel Perón y en su supuesta incompetencia.

La campaña contra la viuda de Perón llegó a rozar los extremos del ridículo, como cuando algún colaborador le hizo firmar equivocada o deliberadamente entre abril y junio de 1975 varias compras de jamón, avellanas y caramelos en cantidades insignificantes. En lo que me consta fue una operación concertada, el caso del jamón apareció entonces en los diarios como ejemplo de malversación de fondos públicos, y esas compras sostuvieron una demanda judicial de la que fue sobreseída sólo seis años después. Dura lex sed lex.

Episodios como éste, en realidad, formaban parte de un esquema de agitación pública mayor y más ambicioso, más peligroso, cuyos brazos de izquierda y de derecha se unían para agravar la situación. El año anterior, inmediatamente después de que Perón asumiera su tercera presidencia, los Montoneros habían asesinado al secretario general de la CGT, José Rucci, “para terminar con la pata sindical del Pacto Social”, según dichos de Mario Firmenich.

Ahora, era el ministro Gelbard el que se encontraba en la mira, ya no de los expulsados por Perón de la Plaza de Mayo, sino del poderoso e influyente ministro de bienestar social José López Rega, cuyos vínculos con grupos terroristas de signo contrario obligaban a tomar en serio sus amenazas. Gelbard estaba desesperado porque Isabel no le aceptaba la renuncia y temía por su vida. Finalmente fue reemplazado por Alfredo Gómez Morales, un economista sin el respaldo ni el carácter como para poner la casa en orden.

La inestabilidad económica y social iba en aumento, y lo apremiante de la situación comenzó a mellar la salud de la presidente. Fue entonces cuando López Rega le acercó los nombres de dos personas que había conocido en una de las logias esotéricas que tanto le atraían, Los Caballeros de Fuego. La cofradía había sido creada en la década de 1930 por el italiano Santiago Bovisio, pero entonces era comandada por el enigmático Jorge Isaac Waxemberg.

Y las personas eran el ingeniero Celestino Rodrigo, que ya estaba trabajando para López Rega, y el contador Ricardo Zinn. El ingeniero era prácticamente un desconocido, en cambio Zinn era una figura familiar para el establishment: había colaborado con los gobiernos de Frondizi, Levingston y Lanusse, y trabado estrecha relación con los grupos corporativos más representativos de la época, como el poderoso Consejo Empresario Argentino, donde militaba José Alfredo Martínez de Hoz.

Rodrigo terminó haciéndose cargo del ministerio, mientras que Zinn fue nombrado secretario de programación, aunque se da por cierto que fue el cerebro de las duras medidas aplicadas, y que el ingeniero sólo les prestó su nombre. El plan de salvataje: devaluación del peso del 160% en el mercado comercial, y del 100% en el financiero; aumento del 75% en las tarifas eléctricas, del 180% en los combustibles y del 70% en el transporte, todo contra un aumento de salarios del 45%.

Con la experiencia recogida a lo largo de medio siglo, hoy cualquiera se da cuenta de que, más que un salvataje, fue una salvajada, que no había relación entre la realidad económica, ciertamente complicada pero no crítica, y la magnitud de las inéditas decisiones adoptadas, que dejaron aturdida y sin aliento a una población ya amedrentada por la violencia terrorista y la inestabilidad política. Pero así como la gente veía atónita cómo se evaporaban sus ahorros, el costo de la vida se multiplicaba por dos y los sueldos se reducían a la mitad, el mundo corporativo licuaba sus deudas gracias a la bruta devaluación. Siempre hay una primera vez.

Las salvajadas producen consecuencias salvajes. El rodrigazo quebró lo que Leyba llama “consenso de pleno empleo con política industrial” y describe como una “respuesta conservadora a la crisis de desempleo derivada del ocaso del modelo agroexportador” en la década de 1930. Todos los indicadores empeoraron drásticamente, y el ajuste que iba a salvar la economía argentina la arrojó por una pendiente que todavía no ha podido remontar.

El crecimiento, sostenido desde 1945 y con su mejor momento a partir de 1963, se fue a pique; las reservas cayeron a 700 millones de dólares, poniendo el país al borde del default, y obligando al gobierno peronista a pedir el auxilio del FMI; la participación de los trabajadores en el ingreso cayó del 50% al 30% en números aproximados; la inflación, que había sido del 40% en 1974, saltó al 335% anual; el déficit fiscal primario superó el 12% del PBI por primera y única vez en toda su historia.

Pero el “rodrigazo” fue algo más que una erupción estadística, fue la ruptura de un sistema de creencias y valores, la frontera entre la Argentina en la que vivimos y la Argentina que añoramos. Fue, como dice Poli Gonzalvo, la ruptura del contrato social entre los ciudadanos y el Estado, el fin del ahorro y de la confianza en el esfuerzo, la interrupción de la movilidad ascendente. “El rodrigazo estafó la confianza de los argentinos, y nos arrojó al sálvese quién pueda y a la insolidaridad social”, agrega el articulista. Allí empezó nuestra decadencia.

Las salvajadas políticas, casi siempre, se fundan en alguna razón ideológica. Vale la pena detenerse un instante en la figura de Ricardo Zinn, el verdadero autor del “rodrigazo”, un extremista del liberalismo y un enemigo del Estado que creía, como Milei, que los problemas de la Argentina habían comenzado en 1916 con Hipólito Yrigoyen, a su juicio el primer populista estatista de la historia. “Lo conocí —cuenta Leyba respecto de Zinn—: su filosofía era el elogio de la crueldad que disciplina; su programa, la destrucción como condición necesaria.”

Para Zinn, más de una década de crecimiento ininterrumpido, modernización industrial, saludable distribución del ingreso, baja inflación, y cero endeudamiento nada significaban. En cambio, una crisis circunstancial detonada por factores políticos internos y económicos externos, le daba la oportunidad inesperada de poner en práctica sus devaneos ideológicos. “Existía una posibilidad —aunque mínima— de introducir cierto realismo económico-social que atemperara la casi inexorable caída en el vacío”, dijo sobre su decisión de incorporarse al gobierno de Isabel.

Apenas iniciada la aplicación de un esquema económico antidemagógico se hizo visible que las fuerzas populistas de todo signo se aprestaban a impedirlo y la gestión fracasó”, explicó más tarde, con un lenguaje que hoy nos resulta trágicamente familiar, pero cuya franqueza nos ayuda a entender el presente: “Los indicadores económicos deben seguir empeorando para obtener el necesario saneamiento sobre el cual se pueda construir un proceso de crecimiento autosostenido”.

Zinn expresaba de manera extrema una mentalidad que venía permeando los círculos empresariales argentinos desde tiempo atrás, procedente, como en Chile, de la Universidad de Chicago; que se expresaba en la pretensión de una mayor influencia en el proceso de toma de decisiones, algo que no lograban en la medida deseada ni en los partidos políticos tradicionales ni en las quisquillosas administraciones militares; y que era alimentada por el temor incómodo que les causaba la sobrevida del peronismo y su manera opuesta de ver las cosas, resistente a las persecuciones y los intentos de cooptación.

Los caballeros de fuego no llegaron a completar dos meses en el cargo, y tres ministros de economía los sucedieron sin pena ni gloria hasta el golpe de 1976. Pero la tarea importante ya había sido realizada: el rodrigazo había quebrado ese “consenso de pleno empleo con política industrial” del que habla Leyba; había puesto en marcha la progresiva decadencia y destrucción de la clase media, moderadora política y muralla contra la extrema desigualdad, y sobre todo había asestado el tiro de gracia al peronismo como expresión política de las mayorías.

Había mostrado, en definitiva, la eficacia de la doctrina de shock, que la CIA ya había ensayado con éxito en 1973 en Chile para lograr el derrocamiento de Salvador Allende, y que consiste en promover en la población, mediante la prensa, los rumores y otros recursos, un estado de agitación, inquietud, ansiedad y sospecha de tal magnitud que la lleva a aceptar casi con agradecimiento alteraciones de la vida pública que en condiciones normales no habría tolerado.

Recordamos con nostalgia que nadie osó violar los contratos, que nadie salió a las calles con cacerolas: los contratos estaban para cumplirse y había que apechugar”, dice Poli Gonzalvo al evocar esos años. Con semejante “ablande” el camino hacia el golpe de Estado de 1976, con su secuela de restricción de libertades, proscripciones, persecuciones, encarcelamientos y desapariciones, con su extranjerización corporativa, endeudamiento y desindustrialización, estaba allanado. Un par de décadas más tarde, la gente recordaba todavía haberlo recibido con alivio.

A partir de esa década infortunada la Argentina dejó de ser gobernada por su gente —porteña o provinciana, aristocrática o plebeya, civil o militar, progresista o conservadora, pero consciente de su pertenencia a una nación—, y una nueva clase dirigente adscripta a la internacional del dinero —los “interventores” que menciona Speroni—, sin el menor compromiso nacional, se empeña desde entonces en manejar la cosa pública con arreglo a intereses externos.

La economía dejó de estar al servicio de la seguridad y el crecimiento de la nación y del bienestar y el desarrollo de su pueblo, y pasó a estar al servicio del dinero sin patria. El éxito en los negocios se convirtió en el nuevo paradigma de las virtudes cívicas, aunque esos negocios afecten negativamente a muchos en beneficio de unos pocos. El Estado, especialmente su capacidad para intervenir en esos casos, se volvió una molestia. El bien común, una idiotez. La justicia social, un robo.

Desde el “rodrigazo” de Ricardo Zinn nuestra historia no ha sido sino un conflicto irresuelto entre una sucesión de proyectos antinacionales, empeñados en acomodar la Argentina a la conveniencia del poder financiero, y la resistencia agónica y desordenada de un pueblo tercamente decidido a impedirlo, aun careciendo de un liderazgo político inspirador o de un proyecto articulado.


–Santiago González

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