LLEGANDO AL LÍMITE


La Argentina tiene duras batallas por delante, batallas culturales que debe librar sin demora antes de que se vuelvan cruentas

Autor: Santiago González (@gauchomalo140)


“Tenemos un problema cultural, yo no diría ya casi de gobernanza; tenemos un problema cultural…” El ex ministro Ricardo López Murphy cargó sus palabras con todo el énfasis posible: “Tenemos una clase política que cree que a los que trabajan los pueden saquear y someterlos a vasallaje y ahogarlos… Yo creo que estamos en el límite: la Argentina corre serios riesgos de poner en crisis todo su sistema político. El gobierno ha decidido convalidar tres cuartas partes del exceso de gasto que dejó el kirchnerismo y solventarlo con una presión impositiva colosal,” le dijo el lunes en el programa La mirada al periodista Roberto García. “Yo, por lo menos, voy a librar la batalla cultural, con las últimas fuerzas que me queden, con toda la energía, y con la misma firmeza que lo hice esta noche acá.”

Esta fue la primera vez que escuché a un economista hablar de la necesidad de dar una “batalla cultural” para modificar las nociones y las prácticas que desde hace 70 años nos vienen arrastrando, de crisis en crisis, por la escala descendente de la decadencia. La convicción de que resulta imperioso plantear la batalla cultural es en cambio ya casi un lugar común en el terreno de la política, la ideología, las ciencias sociales, especialmente desde que los ataques del internacionalismo progresista, marxista, comenzaron a arreciar con desusada violencia. Pero aplicada al plano de las cuestiones económicas fue, al menos para mí, algo novedoso.

Reflexionando esa noche sobre el asunto, me di cuenta de que las palabras de López Murphy eran perfectamente razonables, porque en los hechos el despilfarro irresponsable de los dineros públicos es el envés del progresismo, está asociado a él como lo están las dos caras de una hoja, comparte su misma naturaleza. El progresismo ideológico crea la clase de mentalidad que encuentra perfectamente razonable que el gobierno use su poder coercitivo para despojar de su riqueza a los que son capaces de producirla, y repartirla luego discrecionalmente entre distintos grupos o sectores, también escogidos por el progresismo, cuyo denominador común suele ser su incapacidad para generarla.

Alcanzan los dedos de una mano para enumerar lo que un gobierno más o menos sano debe proveer a sus ciudadanos: defensa, seguridad, educación, salud y justicia. Nada más. Pero los progresistas le reclaman cualquier cosa: anticonceptivos, festivales musicales, viviendas, becas, comida, libros, medicamentos, películas, abortos, clases de gimnasia, pan dulce para Navidad, teatros, pañales, vacaciones, lo que a usted se le ocurra. Además le hacen creer a las personas que es su “derecho” reclamar por esas cosas y que, como es su derecho, nada se opone a que ocupen una casa o un terreno, o exijan un sueldo mensual a cambio de nada. Cuando los progresistas los sacan a la calle para extorsionar con cortes y piquetes en apoyo de esas demandas, los periodistas los entrevistan como si fueran personas afectadas en sus derechos.

Los políticos, que quieren ser populares y muy votados, van cediendo a esos reclamos. Y los van convirtiendo en derechos, o en derechos adquiridos. Derechos que se van sumando y acumulando presión sobre las arcas estatales. Los gobiernos empiezan entonces a descuidar sus obligaciones primarias para atender los nuevos derechos. Pero inexorablemente llega el momento en que los gastos superan a los ingresos. Para cubrir la diferencia los gobiernos han encontrado tres maneras de pasarle la cuenta a la gente que trabaja y genera riqueza: imprimir dinero, endeudarse, y aumentar los impuestos. Cualquiera de las tres es capaz, por sí sola, de destruir una economía. En la Argentina, las tres funcionan simultáneamente y a todo vapor. Con esa presión es imposible que el país genere riqueza, ni siquiera para atender sus necesidades básicas. López Murphy advirtió que todo tiene un límite, y que ese límite puede estar cerca. Pero nada detiene a los progresistas, que insisten con sus marchas y piquetes, y nada detiene a los políticos, que se resisten a poner fin al despilfarro, tal vez esperanzados en que su generosidad con el dinero ajeno les sea reconocida finalmente en las urnas.

¿Acaso los políticos son estúpidos, que desde hace siete décadas vienen cometiendo los mismos errores, arrojándonos a las mismas crisis, empobreciéndonos a todos, pasando a manos extranjeras nuestras empresas y nuestras tierras, y volviendo a la Nación cada vez más débil, más indefensa, más vulnerable? Para explicar esa conducta suicida hay que prestar atención a un tercer factor, que es el que organiza, armoniza y lubrica las relaciones entre los políticos malversadores y los progresistas: la corrupción. La obra pública fue siempre el premio mayor, el “gordo”. Pero las avenidas para dilapidar los dineros públicos que abren las demandas progresistas, sobre las que nos ilustra cándidamente todos los días el Boletín Oficial, ofrecen infinitas (y por lo mismo, menos detectables) “quinielas” para el cobro de coimas, peajes, comisiones o “aportes de campaña”. Cada “derecho” conquistado por los progresistas encuentra un prestador entusiasta y un político dispuesto a empaparse en tanta felicidad.

En otra ocasión reproché al actual gobierno su falta de energía para enfrentar el déficit fiscal, la extorsión progresista y la corrupción. Hice ahora un rápido esbozo de la forma como esos tres factores interactúan, apenas un croquis para ordenar las cosas en el tablero. Esas mismas cosas, sin embargo, admiten otros puntos de vista, que las ordenen de otra manera y sugieran nuevos significados, no opuestos a los anteriores, pero sí complementarios. Las acciones de los hombres nunca son unívocas, ni tienen las mismas causas ni apuntan a los mismos propósitos.

Veamos un poco el contexto internacional. Todas las naciones de lo que comúnmente describimos como el Occidente cristiano sufren en estos momentos, con una intensidad que fue creciendo exponencialmente desde que la implosión de la URSS liquidó el mundo bipolar y reactivó el sueño de un mundo único, el embate de dos poderosos internacionalismos: el capitalismo financiero y el progresismo marxista. Ambos van de la mano, y se combinan como perfectos engranajes de un mismo mecanismo: el capitalismo financiero necesita para florecer un mundo homogéneo, sin fronteras, sin colores, sin banderas, sin historia, sin tradiciones, sin familia y sin sexo, en el que todos y cada uno funcionen como los polos de la corriente alterna: ahora productores, ahora consumidores, sin distraerse. El progresismo ideológico le ofrece exactamente eso: mediante un admirable acto de prestidigitación intelectual ha convertido por ejemplo una herramienta tradicional de esclavitud y dominación, como lo es la destrucción de la identidad (nacional, racial, confesional, sexual), en bandera de liberación y en “derecho” por el que vale la pena luchar.

Se explica así que el capitalismo financiero aparezca siempre como generoso patrocinante de todas y cada una de los miles de organizaciones civiles en todo el mundo consagradas a la difusión y promoción del credo progresista, y de todos y cada uno de los organismos multilaterales, bloques regionales y cualquier otro recurso político orientado a socavar la soberanía de las naciones. Se explica también que en muchos países de Occidente la opinión pública, percatada del juego de pinzas del capitalismo financiero y el progresismo marxista, se haya recostado en partidos de derecha o en liderazgos fuertes para resistir la embestida. Se explica, finalmente, que la gran prensa occidental, cautiva de sus financistas o cautivada por los progresistas, se muestre espantada al hablar de Trump, del Brexit, de Hungría, de Polonia, de Italia, y del temible avance del “nacionalismo” y el “populismo”.

La Argentina no ha sido ajena a estos ataques. Como dijo Alberdi y como recordó Lugones, es un país demasiado vasto, demasiado despoblado y demasiado rico en recursos vitales que cada vez son más escasos –agua, praderas, minerales– como para pasar desapercibida. De todas las maneras que han encontrado los gobiernos para resolver sus aprietos fiscales la más condenable es el endeudamiento externo, porque compromete su soberanía precisamente a manos de quienes amenazan todas las soberanías. El endeudamiento externo argentino casi siempre ha seguido el mismo ciclo: plata dulce a tasas bajas, alza súbita de tasas o súbita y concertada retirada de capitales, fuerte devaluación, desnacionalización de activos y empobrecimiento general. Ya deberíamos haber aprendido: el endeudamiento externo ya debería haber sido asimilado a la traición a la patria.

Y si la Argentina no ha sido ajena a esos ataques, entonces la actividad del progresismo en nuestro país admite una nueva lectura: el progresismo no es sólo justificación, vehículo y amparo de la corrupción política y dirigencial, sino además instrumento del capitalismo financiero que busca deteriorar nuestras últimas defensas nacionales –la tradición, la familia– en su avance indiscriminado para cubrir todo el planeta. Para medir el grado de nuestra indefensión y de nuestra vulnerabilidad tomemos conciencia de que los dos acontecimientos que nos sacudieron en estos últimos meses, el debate sobre el aborto y la corrección cambiaria, fueron decididos en el exterior. Tenemos efectivamente una batalla cultural por delante, económica como dice López Murphy y también ideológica. Si nos damos cuenta a tiempo, y obramos con responsabilidad e inteligencia, tal vez logremos evitar la batalla cruenta.

–Santiago González


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