UN PAÍS OCUPADO PARTE II: LA PLAGA

 

Baba Hugo Watenberg explica rituales umbanda.

Quizás sobre decirlo, pero éste es un fenómeno estrictamente de arriba hacia abajo


Autor: reaxionario bajo el Mandato del Cielo (@reaxionario)


[Pueden leer la primera parte acá]

En The Culture of Critique, Kevin MacDonald cuenta que, a bordo de un barco en dirección a los Estados Unidos, Freud les dijo a sus compañeros de viaje que no estaba llevando a América una nueva panacea, sino “la plaga”.

Por supuesto, Freud hablaba del psicoanálisis, una teoría cuyo fin siempre fue el de subvertir los valores de la sociedad occidental, fundamentalmente represiva y agresiva, a través de la “liberación” de los instintos sexuales, lo cual supuestamente traería una era de amor universal. Herbert Marcuse escribió todo un libro al respecto, y no se pierden nada por no leerlo, al igual que cualquier cosa que venga de las supuestas teorías críticas.

(A modo de muestra de que “la plaga” freudiana sigue dando vueltas, esta nota escrita por un “psicoanalista” salió ayer en Infobae. Con leer el título y ver la foto basta.)

Pero aunque estoy de acuerdo con Freud en que el psicoanálisis es una plaga, no es la plaga — término que le queda mejor al patógeno que vamos a tratar hoy. Es un bicho que tiene muchos nombres, pero podemos llamarlo simplemente progresismo, aunque más no sea por la sensación a Historiografía Whig que evoca. Me gusta porque, si bien es muy difícil comprenderlo en su totalidad, todos podemos identificarlo. Todos sabemos lo que es un “progre”. Hasta los chinos tienen su propio término — baizuo. No hace falta tomar un curso de Interseccionalidad en Harvard, ni hay que leer a Judith Butler, Adorno o los tweets de Natalia Volosin. Un baizuo es un baizuo.

Siempre recuerdo que en The History of the Rebellion, Edward Hyde habla acerca de cómo, durante la Guerra Civil inglesa, la gente de bien fue dividida mientras que los malvados, más allá de sus enormes diferencias de opinión, intereses y afectos, permanecieron unidos en una firme y constante “liga de la malicia”. Gaetano Mosca, por su parte, habló de la superioridad de las minorías organizadas sobre las mayorías dispersas en La Clase Política.

Entonces, cuando el progresismo — un movimiento tan organizado que sus miembros ni siquiera necesitan órdenes — ingresa a una cultura, siempre sigue más o menos los mismos pasos.

Primero, la somete a una crítica despiadada, permanente, y multifacética, eventualmente calificándola de desigual, opresiva e injusta. Todos sus defectos son exagerados y sus virtudes relativizadas o ignoradas. En otras palabras, se concluye a partir de un minucioso análisis que la cultura en cuestión es retrógrada y necesita una reforma íntegra para ponerse al día con “el mundo libre” — o sea, las teorías vanguardistas del brain trust Yankee.

Poco a poco los “reformadores” comienzan a ocupar las diferentes instituciones y a trabajar en la transformación — es decir, en el lento reemplazo de la cultura original por la nueva cultura a través de la propaganda y legislación. Quizás sobra decirlo, pero éste es un fenómeno estrictamente de arriba hacia abajo. En nuestro país, debido a nuestra larga historia de relaciones carnales con Estados Unidos, este proceso siempre se ha dado de una manera muy natural. Ni siquiera hace falta que las nuevas generaciones de burócratas vayan a estudiar afuera: las ideas llegan a través de internet y se aplican acríticamente por nuestra clase gobernante, un sello de goma del imperio informal angloamericano.

Ahora bien, la propaganda progresista tiene un propósito doble: por un lado, desmoralizar y dividir a la población general erosionando la confianza en sus propios valores; y por el otro, hacer un llamado a los excluidos y los deslumbrados.

Los excluidos son aquellos que, por algún motivo, no sólo no encajan en el ideal de la cultura en cuestión, sino que directamente habitan en los márgenes: por ejemplo personas con estilos de vida “alternativos”, delincuentes, inadaptados, o gente con cuerpos “no hegemónicos”. A ellos se les ofrece un mensaje muy potente — el de la “discriminación sistémica” como principal culpable de sus fracasos, y la reforma total como única salida. Se busca convencerlos de que la sociedad en la que viven es inherentemente hostil, y que sólo a través del cambio radical dejarán de estar en peligro (por supuesto, mientras más vaga e inalcanzable la meta, mejor).

Poco a poco los excluidos van formando múltiples “colectivos” alrededor de alguna o varias características compartidas: el colectivo de gordos, el colectivo homosexual, el colectivo “marrón”, el colectivo de mujeres, y demás grupos cuya función es ejercer presión sobre la sociedad — en ocasiones a través de la pura intimidación — para promover y acelerar el advenimiento de las diferentes reformas. El colectivo ofrece su cuerpo, su tiempo y su lealtad al reformador, que lo recompensa con privilegios.

Por supuesto, una misma persona suele pertenecer a varios colectivos en simultáneo, y existe entre los principales grupos una especie de acuerdo tácito de solidaridad y unidad discursiva más allá de incompatibilidades superficiales. Muchos intereses, una misma agenda — y como dice el dicho, el colectivo LGBTQQIP2SAA unido jamás será vencido.

Los deslumbrados, en cambio, son aquellos que sin necesariamente ser excluidos simpatizan con la idea de una sociedad más justa, inclusiva, o equitativa. Gran parte de ellos pasará a formar parte de la clase reformadora, ya sea de manera formal en las instituciones, o informal, a través del activismo. Si a los excluidos los motiva el egoísmo, a los deslumbrados se les llega a través del corazón.

(Por cierto, le robé este último término al cubano Julio César Gandarilla, autor de Contra el yanqui, un panfleto de protesta contra la Enmienda Platt. Él llamaba a los anglófilos “florindos deslumbrados”.)

Una vez consolidada la alianza entre los colectivos y los reformadores, comienza a gestarse el cambio. Si bien el pueblo en general es políticamente impotente y hasta apático, es normal que surjan contra-colectivos en oposición a las reformas. Sin embargo, sin el apoyo necesario de instituciones poderosas, esto suele terminar en fracaso. Sin ir demasiado lejos, esto es lo que sucedió con el aborto en nuestro país: un bando “celeste” bienintencionado, espontáneo, torpe y reactivo contra un movimiento abortista organizado, enfocado, mala leche y financiado por recursos extranjeros. La pelea nunca fue justa.

Por otra parte, no es que el progresismo propone una serie de reformas puntuales según cada cultura — cosa que tampoco estaría bien, ya que los problemas de cada pueblo no son asunto de terceros — sino que su enfoque es total. Todo debe ser sometido a un cambio radical porque todo es una potencial fuente o síntoma de injusticia: la forma de hablar, el humor, la sexualidad, la educación, la comida, la belleza, las relaciones laborales, raciales y de pareja, el entretenimiento, la Historia, la idea del Bien y del Mal, la religión, cómo ser un hombre, cómo ser una mujer. Hasta qué entendemos por uno y otro está mal.

Por ejemplo, el progresismo puede partir de un hecho real, como que en Argentina, cada cierta cantidad de tiempo, una mujer es abusada y asesinada. Pero lejos de proponer medidas de sentido común, el progresismo agita por la reforma total de las relaciones entre los hombres y las mujeres, ya que el sólo hecho de que ocurran estas cosas implica que debe haber algo fundamentalmente malo en nuestra cultura y hay que encontrarlo cueste lo que cueste.

Así, los ideólogos comienzan a difundir una narrativa que es más o menos la misma en todos los países afectados por la plaga: que en Argentina mueran mujeres a manos de hombres es sólo la punta del iceberg — acaso la manifestación más extrema de un problema mucho más profundo. De ahí hacia abajo, pasando por los piropos callejeros y los chistes machistas, todo constituye un síntoma de que vivimos en una cultura “patriarcal” que lisa y llanamente odia a las mujeres. Hay que romper todo y empezar de cero o no dejarán de morir mujeres.

Y así las mujeres aprenden a ser paranoicas — a desconfiar hasta de sus propios padres y hermanos — y a percibirse a sí mismas bajo amenaza constante. Aprenden que antes de ser miembros de una familia, una comunidad o una nación, son mujeres — y sobre todo víctimas de una sociedad misógina a la que no tardan en comenzar a odiar. Por supuesto, esto no hace que haya menos muertes. Al contrario, nos dicen que cada día matan a más mujeres y que el problema está empeorando, por lo que no queda más opción que profundizar las reformas.

¿La consecuencia real de todo esto? Un país dividido, mujeres con la psiquis devastada, las oficinas públicas llenas de burócratas, y la muerte total del humor.

De hecho, sin pensar demasiado puedo nombrar dos consecuencias del progresismo que van en contra de la seguridad de las mujeres. Primero, transformar en tabú la idea de que hay que cuidarse, porque “los hombres son los que tienen que dejar de violar”. El mundo tiene que ser una extensión de tu dormitorio, como dice Camille Paglia. Segundo, el empecinamiento por tomar medidas abstractas apuntadas a supuestas “primeras causas” sumado al desprecio por la acción concreta. En términos simples, por cada delincuente quitado de las calles el progresismo abre dos ministerios, una secretaría y cuatro observatorios.

Y claro que donde no existe un problema, no falta quien directamente lo invente. En 2020, Victoria Donda publicó este tweet:


¿Perdón? ¿Qué deuda? Argentina dio por abolida la esclavitud de manera definitiva con la Constitución de 1853, habiendo decretado ya la libertad de vientres en 1813, más o menos al mismo tiempo que varios otros países de la región, e incluso mucho antes que Brasil, que no lo hizo hasta 1888.

Y es que en todo caso es una cuestión del Siglo XIX, digna de ser estudiada como cualquier hecho histórico, pero parte del pasado al fin y al cabo. Claro, eso para alguien con sentido común que entiende al pueblo argentino como uno solo, con sus cosas buenas y cosas malas, y pretende ni más ni menos que la gente se lleve bien. Sin embargo, para los agentes de la plaga que la gente se lleve bien es signo de que justamente las cosas andan mal, porque la paz social genuina sólo se logrará tras haber desenterrado y discutido hasta el hartazgo todas y cada una de las injusticias históricas de Adán y Eva en adelante, y cualquier otra cosa es hipocresía. Eso si no nos matamos entre todos en el intento, por supuesto.

¿Por qué es necesaria una Comisión para el Reconocimiento Histórico de la Comunidad Afroargentina? La respuesta corta es que no lo es, y que sólo forma parte de un paquete de humillaciones públicas a las que los reformadores consideran es necesario someter al pueblo argentino — ideólogos cuya utopía es que la soreta de Jennifer Parker te diga que sos racista y que te hagas cargo del genocidio de les afroargentines en el entretiempo de Boca-Talleres.

La cuestión del “transgénero”, por su parte, es otro invento — una solución a un problema completamente fabricado. Nuevamente, partimos de un hecho real: puede que haya hombres que se sientan realmente mujeres y viceversa. Sin embargo, lejos de proponer ayuda psicológica para que esas personas aprendan a reconciliarse con sus propios cuerpos y así vivir una vida dentro de todo normal, el progresismo fabricó una narrativa según la cual la concepción binaria del género es una imposición de una sociedad represiva — y Argentina no es la excepción.

Por lo tanto, hay que desechar todo entendimiento previo acerca de lo que significa ser hombre y mujer y adoptar las nuevas teorías de género desde el jardín de infantes, incluso implantando en personas vulnerables la idea del transgénero para después venderles el tratamiento de “transición” — personas que no sólo llegan a pelearse con sus familias “transfóbicas”, sino que llegan a sufrir daños irreversibles en sus cuerpos, incluyendo la esterilidad.

Otro caso es el de la “gordofobia”. Hace un tiempo mi amiga @Lady_Astor me hizo llegar esta cuenta de Tik Tok, donde a través de una serie de sketches se intenta concientizar acerca de las vicisitudes diarias de la gente obesa. Más allá de lo bizarro y no intencionadamente gracioso, tengo entendido que no es parodia, pero en todo caso la meta siempre es la misma: vender que la sociedad en general es absurdamente hostil hacia la gordura, y que la solución es “cambiarle la cabeza a la gente”. A partir de esto, claro, han surgido teorías ridículas como health at every size y body positivity, que no sólo desafían a los estándares de belleza sino a las nociones básicas de la medicina. Cualquier cosa menos salir a trotar.

El punto es que cada aspecto de nuestra vida — cada potencial fuente de conflicto, por minúscula que sea, es una grieta en el tejido social susceptible de ser infectada y carcomida hasta la necrosis por los agentes del cambio. El fin de todo esto, intencionado o no, es acabar con el pueblo argentino vaciándolo de toda su identidad, y reemplazarlo por nuevas generaciones de “ciudadanos del mundo”.

Esa, al fin y al cabo, es la tan mencionada “deconstrucción” — el desarraigo voluntario y la adopción de una identidad fabricada, importada y, sobre todo, increíblemente dañina. Esa es la verdadera plaga.


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Nota relacionada:

UN PAÍS OCUPADO

http://restaurarg.blogspot.com/2022/07/argentina-un-pais-ocupado.html


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Nota de Restaurar:

Los funcionarios nos quieren vender que Argentina es así:

Cuando Argentina es así (fíjense que entre los figurantes contratados no pudieron colocar ni un solo negro o mulato; de todas formas las palmas se las lleva "el ruso" Watenberg):

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