LICUADORA, LIBERALISMO, LACLAU


Milei apela a la lógica amigo-enemigo para apuntalar un programa de reformas que evoca los experimentos de Martínez de Hoz y Menem

En un reportaje concedido hace unos días a periodistas de un canal amigo, Javier Milei dijo algo muy importante que sus sagaces interlocutores dejaron pasar: “La motosierra y la licuadora, que son los pilares del ajuste, no se negocian”. Tal vez me equivoque, pero creo que fue la primera vez que esa máquina de cocina apareció incorporada oficialmente por su nombre a la caja de herramientas de que se vale su gobierno para lograr el doble objetivo de abatir la inflación y reducir a cero el déficit fiscal.

Muchas veces durante la campaña vimos a Milei empuñar una motosierra, real o de cartón, pero jamás se mostró licuadora en mano. Cada herramienta tiene su función: la motosierra es adecuada para recortar privilegios de políticos corruptos y empresarios prebendarios; podar la enredadera de impuestos que asfixia la vida de los argentinos; arrancar la grasa de un Estado cuya obesidad extrema lo incapacita para cualquier tarea eficaz. La licuadora actúa de manera indiscriminada, o sea que es más cruel con los más débiles: diluye las deudas del Estado con sus proveedores, destruye sueldos, aniquila jubilaciones.

Dicho de otro modo: si la motosierra corta de cuajo los beneficios indebidos que la casta supo acumular para sí, la licuadora en cambio disuelve, reduce a nada, los ya magros ingresos de la gente, trabajadores formales o informales, el ya exiguo patrimonio de la clase media. Ahora bien, toda la reducción del gasto y la tendencia a la baja de la inflación que el gobierno exhibe como temprano éxito de su gestión son enteramente atribuibles al empleo a fondo de la licuadora y no a otra cosa. Lo contrario de lo prometido en campaña.

Milei no ha empleado la motosierra hasta ahora, es decir que no ha tocado a la casta, y su primer uso anunciado será contra las obras sociales sindicales, algo tan razonable y justificado como innecesario en este momento: no va a aliviar en lo inmediato la vida de la gente, no va a ayudarle en nada a llegar a fin de mes. Pero va a provocar gran escándalo por la previsible reacción de los gremios, va a apartar la atención de los problemas acuciantes, va a poblar de ladrones de gallinas la noción de casta en el imaginario popular, mientras los que se roban el gallinero quedan convenientemente fuera de la escena.

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Este apartamiento práctico de Milei respecto de sus promesas de campaña, parece ir acompañado de un correspondiente reacomodamiento teórico. El presidente se presentó en sociedad como un liberal; más aún, se identificó con denominaciones extremas del liberalismo, llámense libertarianismo o minarquismo, sutilezas a las que nadie prestó demasiada atención por considerarlas típicas de las personas que pasan mucho tiempo entre los libros. En general, se aceptó la idea de que Milei era un liberal. Pero desde que asumió, el presidente se encargó de poner esa percepción en duda.

El liberalismo, en su más amplio sentido, es al mismo tiempo mercado libre, democracia republicana y libertad de expresión. Pero Milei eligió pronunciar su discurso inaugural de espaldas al Congreso, anticipo de lo que vendría después: terca negativa a negociar sus proyectos, a pesar de contar con una exigua representación legislativa, no ya con sus opositores, sino con sus amigos o aliados potenciales. El mismo desprecio por el ordenamiento republicano, en este caso por el sistema federal, se vio en el mal trato dispensado por el gobierno central a los gobernadores provinciales.

Según sus definiciones de campaña, la casta era para Milei un contubernio entre políticos, empresarios y sindicalistas para usar el poder coercitivo del Estado en beneficio propio. Eso decía Milei y eso entendieron sus votantes. Pero desde que llegó al gobierno el presidente envuelve en el término casta a cualquiera —aún elegido por el voto popular, como legisladores o gobernadores— que no se pliegue sin chistar a sus designios. Estamos a la espera de que la Corte Suprema emita su primer pronunciamiento adverso al gobierno para ver cómo completa el presidente su idea “liberal” sobre la división de poderes.

En el terreno de los conceptos económicos, las cosas no han sido muy diferentes. En su discurso de Davos, Milei hizo una encendida defensa… ¡de los monopolios!: “Regular monopolios, destruirles las ganancias, y destrozar los rendimientos crecientes automáticamente destruiría el crecimiento económico”, dijo. Ahora bien, nada hay más contrario a la idea de un mercado libre que el monopolio, la falta de competencia. Nada más contrario a la idea de libertad que la concentración del poder económico. El mercado libre es la herramienta más justa para la distribución de la propiedad.

En otra declaración sorprendente, Milei dijo en Davos que no hay fallas en el mercado, y que cuando las hay son enteramente atribuibles a una indebida injerencia de la política en la economía. Sería fácil invertir la afirmación, sostener que las fallas de la política se deben a la injerencia de los intereses económicos, preguntarse por los apoyos financieros recibidos por el presidente antes y después de asumir, y relacionarlos con la brecha abierta entre sus promesas de campaña y sus acciones al frente del poder ejecutivo. Pero mejor volvamos a la teoría.

La filosofía liberal es consciente de las debilidades humanas, y por eso admite un sistema de controles y contrapesos, en la política y en la economía. El mercado no opera según una fórmula matemática pura, como parece creer Milei, sino al vaivén de las ambiciones, intereses, debilidades, fortalezas, aciertos y errores de sus actores humanos. “El mercado es bueno, pero si se lo vigila es mejor”, diría un famoso estadista. Según una multitud de analistas (aclaro que hay otra multitud que dice lo contrario), las grandes crisis financieras de las últimas décadas tuvieron su origen en las desregulaciones aplicadas por Ronald Reagan en la década de 1980.

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Parafraseando a Shakespeare: hay algo más en el liberalismo, Javo, que lo que tu filosofía alcanza a comprender. Ya vimos cómo parece entender Milei el sistema republicano y la economía de mercado. Nos queda la libertad de expresión, asunto que hoy orienta la mirada hacia la trifulca entre la cantante popular y el excelentísimo señor presidente, desdichado incidente que forzó al dicasterio para la doctrina de la fe de La Libertad Avanza a emitir la siguiente actualización: “El liberalismo es el respeto irrestricto al proyecto de vida del otro, excepto Lali Espósito porque ella empezó”.

Efectivamente, cuando allá por agosto el partido de Milei obtuvo un primer triunfo en las primarias, Espósito escribió en sus redes “Qué peligroso. Qué triste.” Eso encendió el rencor de quien, ya en el poder, la emprendió contra la artista, a la que acusó de actuar para los kirchneristas, quitarle el pan de la boca a los pobres, hacer playback y ser instrumento de un plan gramsciano de la izquierda para dominar las mentes de los argentinos (plan evidentemente fracasado porque la elección la ganó él).

Espósito le respondió contando su historia de profesional independiente, y subrayando que a lo largo de su carrera había sido contratada por intendencias y gobernaciones de todo signo político. Cualquier manual de liberalismo económico pondría su trayectoria como modelo, cualquier interpretación de la libertad de expresión le reconocería el derecho a opinar lo que quiera donde le parezca. (No parece haberlo hecho en el escenario antes de este enfrentamiento).

Pero el raro liberalismo de Milei no le reconoce ese derecho. Descolocado por la sólida respuesta de Espósito, el presidente replicó con un texto sobre Gramsci y la batalla cultural donde confundió todo. El gramcismo como estrategia política para la creación de opinión se ejerce desde las instituciones —la universidad pública o el INCAA o los medios o, más modernamente, las redes—, no desde las expresiones personales, como implica Milei, en el peor de los casos ejercicios de micromilitancia, y en cualquier caso protegidas por el derecho a la libertad de expresión. Batalla cultural no es pelearse con Espósito, es disolver el INCAA por ejemplo. O llamar a concursos limpios en la universidad.

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Para Javier Milei, las reacciones provocadas por esta controversia, al igual que el comportamiento de los diputados durante el tratamiento de la ley ómnibus o los alineamientos observados entre intendentes y gobernadores son una oportunidad para que la ciudadanía pueda distinguir claramente, como si se tratara de una revelación, quiénes pretenden seguir disfrutando de sus privilegios a costa del pueblo (la casta) y quiénes lo acompañan en su cruzada reformadora (la gente de bien). “Automáticamente se genera una línea de separación”, señala con entusiasmo el presidente.

Del vamos por todo al todo o nada. Del pueblo contra la antipatria a la gente de bien contra la casta. Ellos o nosotros. “Una sociedad sin antagonismos es imposible”, decía Ernesto Laclau, el pensador favorito de la pareja presidencial santacruceña. Milei busca configurar la opinión pública siguiendo esa misma lógica, enriquecida con las enseñanzas de Antonio Gramsci y Joseph Goebbels, quienes reivindicaban los derechos de la élite iluminada a conducir unas masas en general estúpidas.

El presidente, cuya personalidad domina absolutamente la escena política —treinta y tres sesudas carillas sobre asuntos de actualidad firmadas por Cristina Kirchner no causaron el menor ruido—, se encarga, especialmente a través de las redes, de dar forma al relato y asegurarle vitalidad en sucesivos enfrentamientos contra los diversos rostros de la casta: políticos, sindicales, culturales. Pero además fija la dirección estratégica de su gobierno, centrada casi exclusivamente en la economía y las relaciones exteriores (para el resto no ha mostrado intenciones claras).

Para algunos observadores, el programa que Milei va revelando exhibe rasgos familiares, trazos que remiten a viejos antecedentes. Unos, con aviesa intención, lo comparan con las políticas ensayadas en la década de 1970 por José Martínez de Hoz, montadas sobre las bayonetas. Otros, en plan elogioso, lo emparentan con las reformas introducidas en la década de 1990 por Carlos Menem y Domingo Cavallo, montadas sobre el aparato político del peronismo. Ninguno de esos experimentos terminó bien.

El presidente parece querer montar su propio intento, harto más drástico, sobre la lógica amigo-enemigo que soportó tres turnos de kirchnerismo. Pero el contexto es diferente, apremiante. Lo que se avecina fue descripto con telegráfica urgencia por Elisa Carrió: “Pymecidio y destrucción de la clase media por el tarifazo y consecuente indexación mensual. El ajuste lo pagan jubilados y pequeños y medianos empresarios de todo el interior del país. Clases medias y medias bajas al abismo, transporte y luz matan a todos.”

Según el último informe de la Universidad Católica, el 57,4 por ciento de los argentinos -una cifra aún mayor que la que votó a Milei- cayó por debajo de la línea de pobreza, y un 14,2 está sumergido en la indigencia, dato que Milei interpreta como una “herencia del modelo de la casta”. La curva de la economía deberá dibujar cuanto antes una V extremadamente aguda para que el relato oficial aguante y la recuperación, aunque sea incipiente, absorba las tensiones acumuladas.

–Santiago González

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