UNA CRISIS OPORTUNA

 

Estas coincidencias tampoco deberían llamar a engaño.

Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/una-crisis-oportuna/

A casi dos meses de iniciado su mandato, el gobierno de Javier Milei sufrió su primera crisis política con el fracaso en el Congreso de su ambiciosa ley ómnibus —fracaso enteramente atribuible a su impericia y tozudez—, y respondió al mejor estilo kirchnerista: con agravios, amenazas, represalias financieras, despidos, y la promesa de acelerar la marcha e ir por todo. “La voluntad de unos pocos convencidos es más poderosa que la de muchos sin principio ni moral”, escribió el presidente.

“Cristina cree que Milei es hoy el político que mejor está haciendo las cosas en términos de técnica política, porque es el que más coraje tiene, porque es kirchnerista en su manera de obrar, es decir que siempre redobla la apuesta y nunca va para atrás”, relató el periodista Roberto Navarro, portavoz habitual del Instituto Patria. Ya antes de comenzar los debates en la cámara baja la ex presidente había recomendado a sus seguidores “no hacer antimileísmo”.

Estas coincidencias no deberían sorprender: tanto el populismo como el libertarianismo son expresiones políticas sin historia. Por más que alcen los retratos de Perón o Alberdi, tienen su partida de nacimiento en los libros, no en la calle; son puras construcciones ideológicas erigidas a partir de lecturas no siempre bien asimiladas, se trate de Ernesto Laclau o Murray Rothbart. Sus animadores sólo guardan lealtad a las ideas, y creen poder hacerlas realidad por la sola fuerza de su voluntad y determinación. No es raro que se entiendan entre sí.

Estas coincidencias tampoco deberían llamar a engaño: sobre esas bases el kirchnerismo logró mantenerse en el poder durante dos décadas, en parte por su propia fuerza y en parte porque no tenía enfrente “una dirigencia con coraje para enfrentarlo”, como observa Cristina respecto de Milei, siempre según Navarro. Veinte años de kirchnerismo destrozaron la Argentina, aunque ellos seguramente no lo vean así, y ahora deberíamos preguntarnos cuántos años de mileísmo se necesitarán para reconstruirla, y en qué términos.

Ordenamiento fiscal no es sinónimo de soberanía nacional, al igual que comer todos los días no es sinónimo de libertad. En ambos casos son condiciones necesarias, pero no suficientes. El kirchnerismo se llenó la boca hablando de soberanía, mientras su impericia, desorden y corrupción arrojaban el país a la más crasa dependencia, y condenaban a su gente a la esclavitud de los merenderos. El mileísmo habla continuamente de libertad, pero sus primeras medidas no han hecho más que arrojar a la clase baja a la indigencia, a la clase media a la miseria, y a la clase pasiva a la extinción, y muchas de las medidas que propone entrañan riesgos para la soberanía nacional.

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Milei había sido claro durante la campaña: la economía está en ruinas, repararla exigirá un ajuste brutal, pero esta vez no recaerá principalmente sobre la gente, como habitualmente ha ocurrido, sino sobre quienes se han beneficiado de ese desorden: políticos corruptos y empresarios prebendarios. No ocultó que iba a haber sacrificios, pero prometió eliminar la maraña de impuestos y regulaciones que agobian a los ciudadanos y enriquecen a la casta, respetar el derecho de propiedad y asegurar la libertad. Habló de reformas distribuidas en tres generaciones, para adecuar su impacto social a la progresiva recuperación de los ingresos y el empleo.

El electorado entendió ese mensaje, se contagió de la energía, la convicción y la indignación visceral con que Milei lo transmitía, y entrevió en el lenguaje nuevo con el que les hablaba el líder libertario una personalidad sin dobleces, que no los estaba manipulando y que no los iba a traicionar. Le creyó, le confió su voto, incluso le brindó su simpatía y sus auspicios. Para desconcierto de todos, desde la noche misma en que ganó la elección, el presidente rompió todo vínculo, afectivo o contractual, con sus votantes e hizo todo lo contrario de lo que les había prometido.

En este punto, las interpretaciones se bifurcan.

Para algunos, Milei nunca creyó que iba a ganar la elección, no tenía siquiera los rudimentos de un programa de gobierno y mucho menos un elenco de colaboradores en condiciones de traducirlo en políticas. Sólo poseía un bien asimilado andamiaje ideológico (al que se aferra para preservar su identidad, que en la escena pública es como decir la vida), una voluntad inquebrantable y a prueba de contratiempos, y una especie de convicción íntima y muy poderosa de que está llamado a cumplir una misión que lo trasciende como persona y que se aleja de las minucias de la política para confundirse con el destino y la historia.

Esa misma singularidad tiende a apartarlo de los demás, a quienes mira con recelo y desconfianza. Su hermana obra como filtro protector, pero ese amparo le quita la experiencia del trato. El don de gentes, la ductilidad, la diplomacia parecen ser para Milei debilidades de carácter, vicios de la casta. Era imposible para él, cuando ganó el balotaje en noviembre, reunir los sostenes políticos imprescindibles para llevar adelante con alguna posibilidad de éxito la clase de cambios disruptivos, capaces de afectar arraigados intereses, que había prometido durante la campaña.

Advertidos de esas necesidades, Mauricio Macri y Patricia Bullrich, emblemas de una corriente política derrotada por Milei en las urnas pero afín a sus propuestas, acudieron en auxilio del vencedor, y le ofrecieron hombres y programa. Milei, receloso, rechazó los hombres pero optó por aceptar el programa. “Programa” es una manera harto generosa de decir.

Federico Sturzenegger, alguien apreciado por Milei, había compilado para Bullrich centenares de iniciativas legislativas formuladas por el establishment económico y financiero en favor de sus intereses. Como ya escribí en una nota anterior, algunas demandas eran razonables, otras claramente prebendarias, muchas contrarias a las políticas o principios defendidos por el presidente y otras opuestas a los intereses estratégicos o de seguridad de la Nación.

Milei agregó las escasas 10 ó 20 normas que efectivamente necesitaba para poner en marcha las reformas prometidas, el paquete fue a parar a manos de unos estudios jurídicos que le dieron forma legal y agregaron ingredientes de su propia cosecha, y el conjunto fue presentado bajo la forma de un decreto de necesidad y urgencia y una ley ómnibus que sumados representan más o menos un millar de derogaciones, modificaciones o adiciones al marco legal vigente.

El Congreso tenía en principio un mes —una broma, o un agravio, según se lo mire— para resolver sobre ambos portentos legislativos, de cuya autoría nadie podía dar cuenta a ciencia cierta. La manera como el oficialismo condujo el trámite parlamentario de la llamada ley ómnibus fue una clase magistral de improvisación e irresponsabilidad, terminó en un fracaso, desencadenó una andanada de acusaciones, amenazas y venganzas políticas e incluso financieras, más dirigidas a quienes ofrecieron su colaboración condicional que a los francamente opositores.

El presidente no fue ajeno al escándalo, sino que participó de él activamente e incluso lo atizó con declaraciones incendiarias. “No vinimos acá a seguir jugando el mismo juego empobrecedor de los políticos de siempre. No vinimos acá a hacer pactos espurios en contra de los intereses de los argentinos. Y no vamos a ser cómplices del juego de los mismos parásitos de siempre que viven a costa de los argentinos”, les dijo a los legisladores que se negaron a darle carta blanca para privatizar cualquier cosa ni a conferirle la suma del poder público tal como él la pretendía.

Pero hay otra interpretación.

Milei, que es economista, supo siempre que era imposible resolver la cuestión fiscal eliminando el gasto de la política, como había dicho en campaña, porque ese gasto es comparativamente insignificante. Las mayores erogaciones se dirigen a solventar el pago de la deuda y el gasto social, que incluye las jubilaciones, los planes asistenciales y una variada gama de subsidios. Lo primero, para la filosofía oficial, es intocable; queda lo segundo, cuya reducción impacta directamente sobre la gente. Para mantener el Estado más o menos en marcha, el gobierno necesita conservar e incluso aumentar los impuestos, y la manera de compensar a las empresas que los pagan es liberar los precios y mantener los salarios deprimidos, doble golpe sobre las espaldas del ciudadano.

Es claro que el efecto recesivo de estas decisiones acabará por domar una inflación de dos dígitos que en el entretanto le servirá magníficamente al gobierno para licuar deuda, jubilaciones y salarios. Es claro también que muchas pymes no van a poder superar el trance, aunque ya haya varias ambulancias con el motor en marcha para recoger heridos. Todo esto quiere decir que el ajuste lo paga la gente y no la casta, y necesariamente genera malestar social y pérdida de la popularidad, que se extenderán hasta que la inflación empiece a ceder y sea posible alguna recomposición de ingresos. Hasta entonces, el gobierno necesita mantener entretenida a la opinión pública con algún tipo de relato épico.

Aquí es donde entran el DNU y la ley ómnibus, que nunca le interesaron al gobierno más que como elemento de distracción. “Diseñamos un programa económico para exterminar la inflación sin necesidad del Congreso”, confesó Milei en su documento Cambio de reglas, un texto rico en medias verdades, de tono y factura típicamente kirchnerista. “El gobierno no necesita la ley”, dice. Es posible, pero sí necesita el escándalo: cuando se apaguen los ecos de su tratamiento, votación, veto o retiro, la conducción económica habrá ganado tres meses preciosos de tolerancia.

En ese mismo texto, Milei puso en marcha una campaña para convencer a la opinión pública de que todas las penurias del ajuste se deben a que no pudo ejecutar su plan de una manera integral porque la “casta” le bloqueó los instrumentos legales. Si esta interpretación prende, la inflación cede, como algunos indicadores ya están vaticinando, y la recesión amaina, el gobierno de Milei podrá conseguir en las legislativas del 2025 las mayorías que necesita para avanzar con sus reformas más ambiciosas. Creyéndolo en apuros, Macri y Bullrich, otra vez, le han ofrecido comedidamente legisladores y funcionarios. Milei, otra vez, aceptó los legisladores pero no, por ahora, los funcionarios.

–Santiago González

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