LIDERAZGO VACANTE

Autor: Santiago González (@gauchomalo140)
Esa mitad de la Argentina que ama a su país, y con su trabajo lo mantiene andando, vuelve a quedar huérfana de representación política


Los acontecimientos de la última semana han tenido, en medio de su dramatismo, la virtud de entregarnos una certeza: Mauricio Macri no es la persona indicada para conducir la Argentina hacia la tercera década del siglo. Para el PRO y Cambiemos esa certidumbre habrá de traducirse seguramente en un agitado debate sobre candidaturas con vistas a la elección presidencial del año próximo. Para los argentinos en general, mejor dicho para la mitad argentina que trabaja, la comprobación obliga a una reflexión más necesaria y urgente sobre la calidad de los liderazgos, reflexión que debería empezar cuanto antes, sencillamente porque a nuestro desventurado país cada vez le queda menos tiempo: o de una vez nos hacemos cargo responsablemente de nuestro destino común o no tendremos destino.

“El país está en emergencia”, dijo el presidente Macri en su esperado mensaje del lunes. Bien dicho, pero tres años tarde y con la situación agravada por la incompetencia del mejor equipo de los últimos cincuenta años que él mismo tuvo el placer de armar. En realidad, el reconocimiento (tardío) de la emergencia fue el único contenido sustancial de su exposición, cuyo tono fue más emocional que racional, como si le estuviera hablando a una audiencia de tontitos; en parte dirigido contra la fatalidad de los imponderables (“pasaron cosas”), en parte volcado hacia la victimización (“los cinco peores meses de mi vida después de mi secuestro”, “me gustaría hacer otras cosas pero no puedo y no se imaginan cómo sufro por no poder”). “Emocionó Macri hoy”, twiteó entre hipos el asesor Alejandro Rozitchner.

Más que emocionar, Macri decepcionó. Su gestión no resolvió ningún problema de fondo, complicó varios, y en el proceso endeudó al país irresponsablemente. Los tres años que lleva al frente del gobierno nacional lo mostraron como una persona indecisa e insegura, que armó su equipo con viejos amigos de los que espera lealtad antes que con personas capaces en sus respectivas áreas. Su gabinete es penoso, integrado por personas sin imaginación ni personalidad con excepción de Patricia Bullrich y Rogelio Frigerio. El presidente ha exhibido además una preocupante dependencia psicológica respecto del jefe de gabinete, una figura cuestionada que debió haber sido con toda justicia el fusible en la presente crisis. En cambio, Macri ha preferido empeñarse él mismo, como en el lamentable video del minuto y medio o en la desconcertante decisión de presentarse en público junto a uno de los empresarios envueltos en los escándalos de corrupción.

Confieso, y los lectores de estas columnas lo saben, que cuando estalló el escándalo de los cuadernos di por seguro que Macri, si no lo había inducido al menos lo iba a aprovechar para erguir su alicaída figura al frente de la lucha contra la corrupción. Hizo exactamente lo contrario. No es esta clase de liderazgo bipolar, por un lado kamikaze, por el otro blandito y cobardón, lo que necesita un país que está a punto de implosionar. Tampoco, convengamos, lo es el liderazgo burocrático y de vuelo bajo que pueden proporcionar los radicales, que este fin de semana merodearon vergonzosamente por Olivos, con la esperanza de rapiñar alguna secretaría o algún ministerio a cambio de su valioso apoyo. Ni mucho menos el liderazgo oportunista y canallesco de un peronismo extraviado que un día viva a Menem, otro a Duhalde y el tercero a los Kirchner, facturando su apoyo y encubriendo la corrupción de todos a cambio de una participación en las ganancias. No, no es por ahí. No es esa clase de políticos la que va a sacar a la Argentina del pantano en que se hunde.

El kirchnerismo, aplicado a la meticulosa ingeniería de robarse todo, malogró una oportunidad económica, con todos los vientos de cola, como pocas veces se le presentaron a la Argentina. El macrismo, navegando entre la incompetencia, la soberbia, el esnobismo y el miedo, malogró una oportunidad política: por primera vez, en un acto de audacia y madurez que Cambiemos no supo replicar, contener ni expresar, un partido no tradicional y pro mercado llegaba al poder en el país por la vía constitucional. ¿Qué cree el oficialismo que pensarán hoy los que vencieron sus prejuicios, sus reparos o sus lealtades y se decidieron a votar a un partido de “los ricos”? ¿Acaso suponen que la subsistencia de los planes sociales, la imposición de la ideología de género o la presencia rutinaria de Hebe de Bonafini en la televisión pública le asegurará algún tipo de simpatía o reconocimiento?
Y, al fin y al cabo, ¿a quién representan los partidos políticos, incluido el PRO? ¿A qué grupo social, a qué parcialidad programática, a qué corriente ideológica? La representatividad de los partidos argentinos es nula, no es casualidad que hayan desaparecido los comités, las unidades básicas, los ateneos o las casas del pueblo. Los partidos más bien representan a distintas constelaciones de familias mafiosas, entre todas las que se disputan el usufructo no solo de los recursos naturales, sino del territorio mismo y del trabajo de esa mitad de la Argentina que con su esfuerzo, tenacidad y perseverancia a toda prueba mantiene más o menos andando lo que de este país queda en pie. En el mensaje que pronunció el lunes luego de que hablara el presidente, el ministro Nicolás Dujovne manifestó con todo desparpajo que el gobierno había decidido por fin emparejar recaudación y gasto, pero no reduciendo el gasto sino aumentando los impuestos. Describió este saqueo a la mitad argentina que trabaja como “generación de recursos”.

Más allá de la minoría progresista, ruidosa y activa, en perpetua demanda de privilegios de todo tipo, y generalmente asociada a las mafias, que les conceden esos privilegios para encubrir sus tropelías con una pátina de “responsabilidad social”; más allá de la otra minoría de marginados y excluidos, hábilmente movilizada por punteros y “dirigentes sociales” que también saben extorsionar a las mafias para asegurarles la tranquilidad de las calles; más allá, en definitiva, de las mafias y sus socios, está esa mitad argentina que trabaja, que ama a su país, se interesa por su historia y vive sus tradiciones, que comparte una fe y la custodia en la intimidad de su espíritu, que venera a sus héroes y honra a sus mártires. Esa mitad de la Argentina no encuentra una expresión política y un liderazgo que la represente. Apostó por Cambiemos y ahora comprueba que sus esperanzas se esfuman tan rápido como sus ahorros en el banco, advierte que una vez más son las mafias las que resultan favorecidas con todo el embrollo, y reconoce amargamente que el país que ama para sí y para sus hijos antes que un hogar acogedor parece cada vez más una casa invadida por okupas.

–Santiago González


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