OLIVO


Olivicultura
Autor: Marcelo Posada (@mgposada)

“Haga Patria, plante un olivo” fue un slogan que se lanzó y propagó en 1954, en ocasión de la Conferencia Nacional de Olivicultura que se celebró en La Rioja. En esos años, la actividad parecía haber alcanzado un nivel expansivo más que satisfactorio.

Apenas dos décadas antes, en 1932, se sancionó la Ley de Promoción de la Olivicultura 11.643 [1].  Esa norma planteaba a la producción de olivos como una línea productiva estratégica, abocando numerosos recursos del Estado nacional para la propagación y consolidación de las plantaciones de olivos. Las regiones que se priorizaron recorrían el frente cordillerano, desde Salta a Mendoza, avanzaban por Tucumán, Córdoba, San Luis, Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos y Buenos Aires, llegando por el Sur hasta Río Negro. Es decir, avanzaba mucho más allá de las zonas de plantación tradicional (La Rioja, San Juan y Mendoza). El Estado, estipulaba la Ley, adquiriría y distribuiría plantas en condiciones de iniciar su ciclo productivo en el corto plazo, además de brindar una serie de ventajas crediticias e impositivas a los plantadores de olivos. Taxativamente, establecía en su artículo 2º que el Estado: “(…) proporcionará gratuitamente en cada zona los servicios técnicos, ilustrativos y de fiscalización necesarios para dirigir las plantaciones, el cultivo, y profilaxis de las plantas e industrialización de los frutos.” Para todas estas actividades, la Ley disponía la asignación anual de cuantiosos recursos financieros.

Como resultado de esos estímulos y subsidios, las plantaciones de olivos se expandieron por las áreas beneficiadas por la Ley, muchas de las cuales no eran agroecológicamente adecuadas para dicha producción (como las del Litoral, por ejemplo) [2].  La producción de olivas y su posterior transformación en aceite creció rápidamente, abasteciendo al mercado interno (que había visto interrumpido su suministro externo desde mediados de la década de 1930 por causa de la guerra civil en España, principal origen de esas importaciones), y facilitando que el consumo aparente argentino de aceite de oliva alcanzase un volumen significativo para los estándares actuales: se consumían 4 litros/habitante/año.

Asociada a la expansión de las plantaciones ocurrió la instalación de numerosas almazaras para procesar las aceitunas que se producían. Hacia mediados de la década de 1950 el escenario olivícola nacional parecía prometedor y con un horizonte expansivo muy amplio. Sin embargo, diez años después comenzó un proceso de decadencia que duraría casi treinta años.

En consonancia con una tendencia global, comenzó a difundirse desde la década de 1960 un clima de opinión contrario al uso del aceite de oliva, alegándose que tenía efectos perniciosos para la salud. En paralelo, en Argentina y en el resto del mundo (en USA, en particular) la industria aceitera en base a semillas (girasol, maíz, soja) comenzó un período de expansión acelerado, abasteciendo al mercado demandante que antes consumía aceite de oliva. En la Argentina, este cambio implicó el comienzo de un fuerte proceso de retroceso de la actividad olivícola, que pasó de detentar unas 50.000 ha. en producción hacia fines de la década de 1950, a menos de 30.000 ha. a inicios de la década de 1990.

Esta última década implicó un punto de clivaje en la historia de la olivicultura argentina. Posicionándose sobre la vigencia de la Ley 22.021 y sus complementarias, sancionada en 1979 y comúnmente conocida como “Ley de Diferimientos impositivos”, la olivicultura inicia otro ciclo de transformación, tanto expandiéndose horizontalmente, con la incorporación de nuevos territorios a la producción, como elevando su estándar tecnológico en pos de mayor productividad y calidad final del producto elaborado.

La Ley 22.021 y sus complementarias contemplaron que empresas de cualquier sector pueden diferir el pago de impuestos nacionales durante un período determinado, utilizando ese monto para realizar inversiones en el sector agropecuario. Específicamente, para el caso del olivo se estipuló que ese lapso alcanzaría los 16 años, luego de los cuales las empresas promovidas comenzarían la devolución de ese monto, pero sin intereses [3].  Las provincias que fueron beneficiadas en todo su territorio por dicho conjunto de normas fueron Catamarca, La Rioja, San Juan y San Luis (en esta última, solo pueden presentarse proyectos de índole turística, no agroproductiva), mientras que el beneficio alcanzó solo a algunos departamentos de Mendoza y de Córdoba.

De las menos de 30.000 ha. iniciales de fines de los años ’80, a finales de la década de 1990 el país poseía más de 80.000 ha. implantadas con olivos. Distintos analistas coinciden en que el impulso estuvo dado en el cambio de las condiciones macroeconómicas (estabilidad y previsibilidad), a la par que la conjunción de distintos estímulos fiscales influyeron para que empresas de muy distinto origen destinaran fondos a inversiones en la producción olivícola [4]. 

Esa expansión de la superficie olivícola trastocó el mapa tradicional de la actividad, puesto que Mendoza, que era la provincia por excelencia de la producción de aceitunas en conserva y aceite de oliva, fue desplazada a un cuarto lugar, siendo Catamarca, La Rioja y San Juan las provincias con mayores olivares y mayor producción de aceitunas y aceite (coincidiendo, precisamente, con ser las principales provincias beneficiadas por el conjunto de normas que encabeza la Ley 22.021).

En la actualidad, la superficie total olivícola del país sigue siendo aproximadamente la misma que a inicios de siglo: ronda las 90.000 ha., asentadas en un 27% en Catamarca, 26% en La Rioja, 25% en San Juan, 17% en Mendoza, distribuyéndose el resto entre Córdoba, Buenos Aires, Río Negro y Neuquén.

El complejo olivícola argentino presenta dos segmentos bien diferenciados, el tradicional, heredero de la estructura y dinámica imperante en el período previo a la expansión de la década de 1990, y el sector moderno, desarrollado sobre la nueva dinámica derivada de los incentivos fiscales.

El sector tradicional está conformado, en su fase primaria, por explotaciones de reducido tamaño, con baja densidad de plantación, riego generalmente superficial, cosecha manual (con mano de obra familiar y/o contratación temporal de personal), y orientación fundamentalmente aceitunera.

Por su parte, el sector moderno de la olivicultura argentina, también en su fase primaria, cuenta con establecimientos de grandes dimensiones, implantados con alta densidad de árboles, irrigan en forma presurizada y poseen una organización del trabajo netamente empresarial, contratando personal permanente y temporario, según las necesidades del ciclo productivo.

A nivel de la producción industrial, el sector más tradicional se concentra en la industria conservera, con bajos requerimientos tecnológicos, uso intensivo de mano de obra, multiplicidad de productos elaborados en la misma planta, reducida productividad, y empresas de pequeña escala (muchas de ellas de carácter artesanal). La industria conservera procesa alrededor del 25% del total de la producción de olivas, englobando a algo menos de 160 empresas de muy distinto tamaño, principalmente concentradas en La Rioja, San Juan y Catamarca.

En contrapartida, la producción industrial de aceite de oliva –que es ejecutada por cerca de 115 empresas que procesan el 75% de la producción total- está altamente tecnificada, con estándares de calidad elevados, reducida demanda de mano de obra dado el proceso que se sigue, y con una fuerte tendencia a la integración vertical entre la producción primaria y la industrialización al interior de una misma firma.

La estructura del sector, tanto primaria como industrial, ha ido mutando a lo largo de las últimas dos décadas y media, con fuerte salida de la actividad de pequeñas fincas y fábricas, a la par que la llegada de nuevos inversores dio impulso a un proceso de expansión de la superficie y de recambio tecnológico. Este último se da a nivel de las fincas con nuevas variedades implantadas, en mayor densidad, con mejores prácticas de manejo, y en particular, con la utilización de equipos de riego presurizado, buscando alcanzar una mayor eficiencia en la aplicación del agua, factor limitante a la expansión de las plantaciones. Asimismo, en el eslabón industrial, el cambio tecnológico se verifica en la utilización de nuevos equipos de de dos fases para la extracción del aceite, en la ampliación de la capacidad de operación de cada línea de trabajo, y en la mejora en la construcción de las salas y tanques de depósito, todo lo cual redunda en un incremento en la calidad del producto final. A diferencia de las plantas conserveras tradicionales, que son altamente demandantes de mano de obra, la industria aceitera moderna no requiere gran dotación de personal.

De acuerdo a la información del Consejo Oleícola Internacional, la Argentina produjo en 2017 unas 365.000 tn. de aceitunas, procesándose cerca de 90.000 tn. como aceitunas de mesa y obteniéndose aparte unas 43.000 tn. de aceite de oliva. De esa producción, se exportaron 60.000 tn. de aceitunas y 37.000 tn. de aceite. Argentina ocupa la posición 11º como productor y 5º como exportador de aceitunas de mesa, a la vez que es 8º productor y el 6º exportador de aceite de oliva [5]. 

Si bien frente a los números del mercado internacional la producción argentina es baja, adquiere importancia por los volúmenes que vuelca al comercio exterior (en buena medida, en el caso del aceite de oliva, debido al reducido consumo interno [6]).

El aceite de oliva argentino que se exporta se dirige en un 40% a Estados Unidos, un 33% a España (que pese a ser el principal productor y exportador del mundo, compra aceite argentino para complementar su producción y así abastecer a sus mercados de colocación), y un 17% a Brasil. En el caso de las aceitunas en conserva, el grueso de la exportación se destina a Brasil, con el 85%, seguido de Estados Unidos con el 5%.

Pese a este cuadro de situación, la actividad olivícola manifiesta desde hace varios años estar atravesando una situación de crisis. Mientras a mediados del presente año desde el gobierno nacional anunciaban un futuro promisorio para la olivicultura argentina [7],  pocos antes y poco después diversos medios de distintas regiones del país ponían en alerta sobre los problemas que atravesaba el sector [8]. 

Las causales de esta situación de crisis manifestada por referentes del sector olivícola son diversas. Para el último ciclo productivo puede imputarse un peso importante a la caída en la productividad de las plantaciones como consecuencia de la vecería de los olivos [9].  Sin embargo, las advertencias sobre la crisis sectorial tienen más de una década [10]. 

Dejando de lado las causas naturales que impactan negativamente en la producción (la mencionada vecería, como así también coyunturas climáticas negativas para el desarrollo de las plantaciones), otro conjunto de causas se destacan como origen recurrentemente señalado de esta crisis. 

La falta de competitividad de la olivicultura ha sido imputada desde hace cerca de diez años al atraso del tipo de cambio. Sin embargo, la corrección del tipo de cambio experimentada desde 2016 tampoco contribuyó a mejorar la situación. También se asigna importancia al “costo argentino”, particularmente en sus componentes energéticos y laborales, los cuales impactan negativamente. La energía es un insumo clave en la producción moderna, puesto que sin ella, el riego presurizado no podría aplicarse, a la par que el costo laboral es significativo en la fase primaria de la cadena, puesto que en la Argentina, la cosecha no se ha podido mecanizar por completo. Y, por supuesto, también se consigna como una limitante al crecimiento del sector, la elevada presión fiscal que sufre la actividad.

En los últimos años, se incorporó a las causales de la crisis sectorial la cuestión de la competencia de la producción egipcia que ganó una cuota de mercado muy importante en Brasil, desplazando a Argentina de la provisión de aceitunas en conserva y aceite de oliva en dicho país: Egipto pasó de tener el 1% de las compras brasileñas a proveer el 25% de las mismas. Empresarios y analistas del sector hacen hincapié que en los acuerdos comerciales que celebró el Mercosur con Egipto y que potencialmente puede firmar con la Unión Europea se encierra el germen que puede significar la crisis definitiva para la olivicultura moderna en la Argentina.

Sostienen que al abrirse al intercambio comercial con Egipto, el bajo precio de las aceitunas que coloca en Brasil desplaza a la producción argentina, y que si se establece algún acuerdo de apertura comercial con la Unión Europea, la competitividad olivícola de esos países arrasará con las posibilidades de exportación argentina. Y sin exportación, dado el reducido consumo interno, la olivicultura nacional no tendrá posibilidades de subsistir.

Estos argumentos, atendibles, deben contextualizarse en el origen de la olivicultura moderna en la Argentina. La expansión de la actividad a partir de la década de 1990 fue resultado de una concepción de ganancia financiera, no de negocio agroalimentario. Invirtieron en la actividad empresas que no veían al negocio olivícola como prioritario, sino que la inversión promovida por el diferimiento fiscal era una “ganga financiera” [11],  tal como señala un documento oficial [12].  El sector creció y se expandió aprovechando ese beneficio que difumaba el peso ralentizador del “costo argentino” para el dinamismo de la actividad. Y si a ese lastre del costo se le agrega la coyuntura de un tipo de cambio desfavorable para la exportación, la olivicultura ve expuesta con toda claridad su falta de competitividad, no solo por tipo de cambio, sino estructural (pese a los avances tecnológicos registrados, y pese a la buena calidad del producto alcanzada en las últimas décadas).

Los desarrollos productivos, y más cuando representan un factor importante en la estructura económica y social regional, como es el caso de la olivicultura para Catamarca, La Rioja, San Juan o Mendoza, deben ser concebidos e implementados con la idea de negocio agroalimentario y no como una simple vía de ganancia financiera derivada de ventajas fiscales. En esto reside la debilidad del sector olivícola en la Argentina, y de la experiencia del mismo deberían extraerse lecciones para fundar una política de promoción productiva sólida y sostenible.

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Agradecemos la difusión del presente artículo:  

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[2] Complementariamente a la Ley 11.643, en enero de 1947 se promulga la Ley 12.916 que daba nuevo impulso a la actividad, creándose la Corporación Nacional de Olivicultura, con sede en San Juan: http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/40000-44999/44859/norma.htm. Esta Corporación funcionó hasta su disolución en la segunda mitad de la década de 1960, pasando sus bienes al INTA.
[4] Además de los beneficios derivados de la Ley 22.021 deben contemplarse los que se desprendían de la Ley Nacional 25.080 (eximición de impuestos por la implantación de bosques), de la Ley 5.020 de Catamarca (beneficios impositivos para las inversiones agropecuarias), el Convenio de Competitividad del Sector Vitivinícola (beneficios fiscales y previsionales para las inversiones en actividades vitivinícolas y olivícolas), entre otras medidas.
[6] Mientras, como se señaló más arriba, a mediados del siglo pasado el consumo per capita era de 4 lt./hab./año, actualmente no llega a los 250 cc.
[9] Una descripción sencilla de este fenómeno puede leerse en: https://cienciaycampo.wordpress.com/2011/05/15/veceria-en-el-olivo
[11] Entre los inversores figuran Falabella, Acindar, Vía Valrossa, TBA, etc.

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