EL IDIOTA INCOMPRENDIDO
Ilustración de Maximiliano Gerscovich. |
La mitología
laica del siglo XX pergeñó un arquetipo que se arraigó en lo profundo del
imaginario colectivo: el genio incomprendido. El genio incomprendido es una
figura contradictoria, cuyo devenir requiere equivalentes dosis de fracaso y de
éxito. Protagonista de relatos invariablemente salpicados de imprecisiones,
tergiversaciones y lisas y llanas mentiras, es un personaje signado por la
tragedia y endulzado por un romanticismo cursi. El genio incomprendido es un
sujeto cuyas ideas o su obra (incluso él mismo) fueron despreciadas en su época
y reivindicadas por la posteridad. Pensemos la importancia, la condición sine
qua non, de la segunda parte de la fórmula: si no hay un momento en que el
genio es reconocido, es decir, si su condición de incomprendido fuese eterna,
pondría en entredicho el sentido mismo de su genialidad, ya que ésta
permanecería en las sombras por siempre y no habría ser humano que tuviera al
menos la posibilidad material del descubrimiento. Si el tesoro jamás es
encontrado, nunca formará parte de la arqueología. Es casi una verdad
perogrullesca que seguramente han transitado por este mundo seres cuya
genialidad se habrá extraviado, se habrá ido con ellos. A ese grupo podríamos
denominarlos: “genios perdidos”.
Volviendo a la
categoría del genio incomprendido, si bien las artes acaparan a la mayoría,
hubo otros campos en los que se repitió, a veces de modo calcado, el destino
infausto y a la vez triunfal de estos héroes modernos. Si unánimemente se ha
consagrado a Vincent Van Gogh como el Santo Patrono de esta orden de ilustres marginados
convertidos post mortem en objetos de culto, deberíamos agregar a creadores no
menos geniales como Kafka, Tesla o Tucker, cuyas innovaciones estaban mucho más
allá del alcance intelectual de sus contemporáneos, e incluso también de
quienes hoy los reivindican como pose, los snobs que, sin entender en absoluto
lo que esos hombres concibieron, vociferan su admiración con la tranquilidad
que les da el saber que están adorando nombres oficialmente canonizados por la
intelligentsia cultural, de modo que están a salvo de tener que dar alguna
clase de justificación o explicación de esa veneración. No debemos soslayar un
aspecto muy cruel de estos destinos, que es el irónico contraste entre las
vidas modestas (a veces incluso miserables, especialmente en el caso del mártir
de los girasoles) y las sumas exorbitantes que se han pagado en la actualidad
por sus obras ya devenidas, una vez convertidos en polvo sus creadores ignotos
para su época, en publicitadas mercancías de intercambio entre las élites más
sofisticadas del mundo.
Dicho lo
cual, pasamos al corazón de este informe, ya inmersos en el desvariado siglo
XXI, una era gobernada de facto por la sinrazón, que impuso la tiranía de los
caprichos y los infantilismos, de la debilidad aclamada y empoderada, de la
víctima como sujeto histórico, un loquero a cielo abierto ataviado con los trapos
más despreciables de la banalidad, la fealdad, la ignorancia y el
autoritarismo, una sociedad que ha engendrado un modelo humano paradigmático de
su decadente estupidez, que remite al genio incomprendido, pero que es su
reverso, su negativo, su némesis: el idiota incomprendido.
Y si hay un
epítome del idiota incomprendido ése es el caso del rioplatense Lautaro Páez
Alcorta. Poseedor de un coeficiente intelectual magro, “Lauti” transitó sin
sobresaltos los ciclos escolares, ya que fue debidamente inscripto en establecimientos
educativos donde al cliente se lo exime de toda exigencia académica.
Finiquitado el trámite del colegio secundario, y tras un año sabático en
Europa, Alcorta se enroló en una escuela privada de artes audiovisuales hasta
que se aburrió, consideró que en la era digital la formación técnica era una
pérdida de tiempo y puso manos a la obra. Logró reunir a un grupo de haraganes
con superabundancia de tiempo libre, mucho más inútiles que él, y se estableció
junto a sus secuaces en un chalet propiedad de la familia Alcorta en un
balneario uruguayo, del que retornó, luego de cuatro meses, con el material que
serviría de ingrediente para su ópera prima, austeramente titulada “Eh”.
En este
punto es necesario volver al concepto del idiota incomprendido. Así como el
genio incomprendido produce una obra que no es entendida en su genialidad, el
idiota incomprendido hace cosas que nadie interpreta como idioteces. En las
antípodas del genio, que sobrelleva una vida atormentada por el menosprecio, la
incomprensión de la idiotez del idiota le depara a éste una vida rebosante de
triunfos. Es importante aclarar que al idiota no se lo reconoce como tal (de
ahí que sea un incomprendido), muy por el contrario, y paradójicamente, se lo
puede llegar a considerar un genio, de tal modo que cosecha la admiración
incondicional de una buena parte del público, la crítica y los programadores de
festivales, que comparten con él la feliz portación de la misma tara.
“Eh” tuvo
una recepción muy favorable en ese rejunte de atrocidades audiovisuales que es
el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, más conocido por su ya
manoseado acrónimo “BAFICI”, donde todo aquel que haga un aporte al arte de
destruir la técnica cinematográfica tiene reservado un lugar en la
programación. Obtuvo un premio que le abrió las puertas a otros festivales de
la misma calaña en Europa y alguna muestra de decadentismo en Asia.
Habiendo
dado un primer paso tan auspicioso, Lauti tuvo un momento de tribulación cuando
una amiga feminista y de izquierda, más adinerada y diletante que él, le hizo
notar que ni en su película, ni en el equipo técnico, había suficiente
representación femenina y que su opus no levantaba la voz contra las
injusticias del sistema capitalista. Esta conversación tuvo lugar en una cadena
multinacional de cafetería mientras ambos contertulios, Lautaro y la feminista
con inquietudes sociales, revisaban cada no menos de cinco segundos sus
celulares con el logo de la manzanita mordida.
Asaltado por
un inconstante llamado a la denuncia de la inequidad, Páez Alcorta procedió a
renovar a su equipo de colaboradores, excluyendo a la mitad exacta de varones
para reemplazarlos por mujeres y dos travestis, que, desde ya, carecían de toda
noción técnica. En unas pocas noches de hiperquinesia logró completar un guion
que constaba de cuatro páginas manuscritas (Lautaro consideraba más auténtica
la escritura manual, más propia de un artista, de un autor, reservando los
textos escritos con teclados sólo para posteos y chats). Así nace “Vulva piquetera”,
su aclamado segundo largometraje, en el que conjuga de un modo inquietante (por
lo disparatado) todas las luchas contra las desigualdades que logró encontrar
en sus búsquedas en Google.
Esta nueva
incursión cinematográfica de Lautaro Páez Alcorta lo lleva a la cima: gana un
premio en una sección paralela de Cannes, seguido de una ristra de galardones a
lo largo y a lo ancho del mundo festivalero, sus adeptos confirman que el culto
a este nuevo prodigio es acertado, la crítica se enfrasca en una competencia para
descubrir mensajes políticos encriptados en la obra y enarbolarlos como
banderas de un ejército victorioso que ha cruzado el Rubicón del sistema.
Es aquí
cuando la vida de este idiota incomprendido tiene su primer punto de giro: firma
un contrato, para la realización de su tercera película, con un conglomerado de
productoras, canales de TV y festivales europeos, un proyecto de dimensiones
presupuestarias inauditas. Tal era el riesgo económico de semejante empresa,
que los productores tuvieron la precaución de arrogarse todas las atribuciones
en las decisiones para la conformación del producto. En primer lugar, eligieron
un best seller para ser adaptado por un equipo de cinco guionistas
profesionales, por supuesto sin la participación de Lauti. Pusieron tras la
cámara a un afamado y experimentado director de fotografía sueco, procedimiento
que se repitió en todos los rubros técnicos, variando solamente las
nacionalidades de ese dream team global, que fue completado por un elenco de
talentosos actores con mucho oficio, que ni siquiera requerían ser dirigidos.
Encandilado por la opulencia artística que lo rodeaba y deslumbrado por los
faroles de la prensa, que no dejaba ni un solo día de escudriñarlo en
reportajes interminables, Lautaro no notó que era una figura decorativa que no tenía
la menor incidencia en la obra que le estaban fabricando. Su falta de verdadera
vocación, de pasión por el métier, su desinterés en la historia del arte de las
imágenes con sonidos, su carestía de formación y su vacuidad general, obraron
de un modo poco favorable para que comprendiera que ese papel decorativo le
quitaba toda dignidad, cualidad que, de todas formas, nunca había estado entre
sus intereses.
El cachetazo
de realidad vino con el lanzamiento y las repercusiones del film. La crítica lo
desdeñó como un producto bien realizado desde todos sus rubros, pero sin alma,
sin razón de ser; los fans de Alcorta se dividieron entre los decepcionados y
los traicionados, sólo un minúsculo grupo de incondicionales creyeron ver en
ese ensamble industrial algún vestigio de su gurú. El fracaso taquillero
terminó de redactar la última palabra en el epitafio de la carrera de Lautaro
Páez Alcorta.
De nada
sirvió una nueva película, autogestionada y producida con los pocos adeptos que
aún le quedaban. Ésta fue unánimemente denunciada como un autoplagio, un
intento desesperado de Páez por volver a la frescura de sus raíces autorales
tras el fracaso mainstream, copiando lo peor de sus primeras obras, es decir,
reproduciéndolas en su totalidad. Se lo acusó de estar agotado. Lautaro Páez
Alcorta ya no le servía a nadie.
Desahuciado
y sin apremios económicos, recaló en un studio de Nueva York, donde tuvo tiempo
para pensar qué hacer con su vida. Quizás inspirado en tanto dislate visto en
el MoMA y en galerías de arte de moda, concibió su ingreso en el mundo de las
artes plásticas, desde donde pergeñó algunas instalaciones basadas en lo más
intrascendente y estúpido de su propia vida: sus juguetes de la niñez, algunos
mamarrachos, un par de patinetas, interminables selfies. Y así renació el
idiota incomprendido, ahora en el bastardo mundo del arte conceptual. Con un
farsante consagrado como mentor, tuvo su bautismo de fuego en un vernissage en
una de las galerías más disruptivas de West Chelsea. Lautaro se volvió a bañar
en la gloria. Fue convocado a presentar otras instalaciones en la Bienal de
Venecia y en galerías de Europa y América. En Buenos Aires, su obra fue
exhibida en un abyecto templo del snobismo incultural.
Es en su
ciudad natal, en la cumbre de su nuevo Himalaya, donde Páez Alcorta tiene el
infortunio de pasar un día por una librería especializada en pintura. Tentado
por la curiosidad, compra un lienzo montado en un bastidor, una generosa caja de
óleos y algunos pinceles. Afincado en un departamento antiguo de San Telmo,
emprende el retrato de un gato con el que se había encariñado mucho. Entonces
la vida de Lautaro vuelve a girar en dos sentidos: el primero circunstancial, y
el segundo trascendental. Por un lado, descubre cierta destreza para la
pintura, tiene la habilidad de representar a su gato de un modo eficaz, sobrio,
armónico; logra contrastes de color y forma, intuye el equilibrio y la simetría,
traslada vívidamente a las dos dimensiones a ese ser y su entorno, y además lo
hace con cierto estilo, con cierta gracia. Inmediatamente envió fotos de sus
cuadros a sus galeristas quienes recibieron horrorizados estos exponentes de un
arte arcaico. Le explicaron que la pintura de caballete ya estaba proscripta,
en especial la pintura figurativa, y que, si no retornaba a las instalaciones,
se podía olvidar de volver a exponer.
No obstante
esta nueva caída en los márgenes del arte, Lautaro había descubierto algo que
jamás había experimentado: era feliz. Era feliz pintando a su gato, y desde
entonces acumula tela sobre tela en una baulera con la imagen del felino
durmiendo, comiendo, mirando el atardecer. Hasta el día de hoy Lautaro Páez
Alcorta conserva intactas sus dos orejas.