LA CASTA, EL COMBATE, LAS ARMAS
"La rendición de Breda", de Diego Velázquez, Museo del Prado. |
Urgencias externas e internas exigen participación ciudadana, no una clientela cautiva de empresas de servicios políticos.
Autor Santiago González (@gauchomalo140)
Nota original: https://gauchomalo.com.ar/casta-combate-armas/
l empleo del concepto de casta en el comentario político no es nuevo en el Occidente latino, donde aparece ya desde fines del siglo XIX. En Italia y en España, probablemente también en Francia, se lo encuentra en artículos, discursos y libros, en general empleado para describir a una camarilla gobernante más atenta al cuidado y promoción de sus propios intereses que a los de los ciudadanos que por contrato deberían representar. Como las cosas se han vuelto más complicadas, el concepto alude ahora a una amalgama política, corporativa y mediática orientada a utilizar el poder coercitivo y discrecional del Estado no en función del bien común, sino en beneficio de ese club exclusivo, siempre cambiante y siempre igual a sí mismo.
El concepto de casta política fue rápidamente asimilado por la opinión pública. Y tan bien recibido que los políticos que lo emplean en sus arengas tienden a ser vistos con simpatía, como si el término tuviese un poder exorcista que los excluye del costado del mal. Esa buena recepción se explica de dos maneras: en primer lugar, el concepto parece tener cierta dignidad, cierta densidad que lo eleva por encima del agravio vulgar y habilita su uso en la conversación social con pretensiones. Y en segundo lugar, más importante, ofrece un chivo expiatorio de fácil acceso, una víctima propiciatoria que lava los pecados ciudadanos de manera tan amplia y eficaz que no obliga siquiera al incómodo momento de revelar simpatías y antipatías, de dar explicaciones, de ponerle el cuerpo a la opinión. “Es la casta política, che”, y caso cerrado.
Pero la casta no habría podido gestarse, crecer y consolidarse sin un correspondiente repliegue de la ciudadanía, una apatía política -entendida como falta de interés, entusiasmo y propósito- que llevó a los argentinos a desertar primero de la participación directa en el debate (en comités, unidades básicas, ateneos, casas del pueblo) y más tarde de la simple afiliación partidaria, para limitarse a mirar todo por televisión y expresar de viva voz, y ahora también a través de las redes, su aprobación o su rechazo a las figuras que desfilan por la pantalla. El vínculo del ciudadano con el político dejó de ser la comunidad de ideas o de intereses que lo impulsaba a adherir a un partido y asistir a las reuniones de comité, y se convirtió en una relación en parte emocional, en parte de conveniencia.
Ese tipo de relación es voluble e inestable, justamente porque no se basa en ideas o intereses comunes sino en conveniencias particulares o estados de ánimo. Esto explica que izquierdas o derechas consigan triunfos en distritos donde la lógica dice que deberían perder. El vínculo con el dirigente político se sostiene mientras el ciudadano siente que “le va bien” y se deshace cuando cree que “le va mal”. Y el vínculo del dirigente con el ciudadano se mantiene mientras necesite de su voto, lo que explica la proliferación de tránsfugas, que saltan de un lado a otro de la casta sin el menor rubor, como gerentes que pasan de una corporación a la competencia en busca de mayor remuneración, prestigio o posición.
En esta relación entre el ciudadano y la clase política reconocemos un patrón familiar: nos hemos acostumbrado a ver a los partidos y coaliciones como empresas de servicios, y no tenemos reparo en cambiar de proveedor cuando percibimos que la prestación es mala o que el costo del abono es excesivo. Muy cómodos en ese lugar que les hemos dado, partidos y coaliciones nos tratan como a clientes potenciales, no con el poder de la doctrina, la fuerza de las convicciones o el faro de una visión de país, sino con las técnicas del marketing, nunca ofreciéndonos los datos técnicos y financieros precisos sino atrayéndonos con imágenes placenteras, cotillón colorido, cifras caprichosas y descuentos increíbles (por los primeros seis meses).
Fenómenos parecidos han ocurrido en casi todas las democracias occidentales. La política de partidos es un recurso que interesa especialmente a las clases medias: los capitalistas y los trabajadores tienen muy en claro cuáles son sus intereses y conocen la manera de defenderlos, se entienden entre sí y no necesitan de la política para cerrar acuerdos. Pero cierto bienestar, distraída confianza en el futuro y la aparición de los medios masivos relajaron la atención de la clase media y la alejaron de la política activa. Entre nosotros, la participación democrática sufrió además tres duros mazazos: la revolución cívico-militar de 1955, que proscribió a más de medio país; la revolución cívico-militar de 1976, que impuso el miedo a alzar la voz; y el golpe de estado civil de 2001, que derribó las esperanzas de recuperar una vida normal alentadas por la estabilidad económica.
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No hay casta sin desertores, es cierto, pero tampoco se trata de recrear una democracia que, por otra parte, por una razón u otra, nunca conocimos en plenitud, ni tampoco nos sirvió de mucho. A la Argentina no la hizo grande la interacción de los partidos sino la determinación de una élite educada, convencida, con conciencia nacional y clara visión del escenario mundial, que supo ganarse además el consenso ciudadano. Esa élite asomó en dos oportunidades: con la Generación del 80 en el siglo XIX y con la Revolución del 43 en el siglo XX. La primera fue más cívica que militar, la segunda más militar que cívica porque la civilidad estaba en babia, pese a las oportunas, tempranas advertencias lanzadas por Leopoldo Lugones y otros como él. Al compás de sus respectivas épocas, la primera procuró institucionalizar sus procedimientos, la segunda tuvo un sesgo más autoritario. El juego de los partidos que siguió a cada una, lejos de consolidar sus logros, los malversó, los debilitó, cuando no los destruyó por completo.
Hoy no tenemos ni una élite esclarecida y resuelta ni una ciudadanía políticamente activa, ni mucho menos democracia. Cada vez que se aproxima una elección, los medios arman gran alboroto con la posibilidad de un fraude, y la siglas que se postulan reclutan fiscales y observadores. Pero el fraude en el cuarto oscuro siempre ha sido mínimo. El fraude está en la oferta. Los grandes medios orientan el debate público hacia las siglas de la casta, y minimizan, marginan o destratan los intentos de construir alternativas. Ahora, creer que vamos a deshacernos de la casta alternando entre sus integrantes es recaer en el engaño en que vivimos desde el momento en que, defraudados y traicionados, reclamamos que se fueran todos para después traerlos de vuelta, con los resultados que están a la vista.
Esos resultados son espantosos, y ya nadie se llama a engaño al respecto. Endeudado, indefenso, embrutecido, inseguro y empobrecido, el país se encuentra al borde de la desintegración. Y sin embargo tiene allí, a la mano, todos los recursos y gran parte de la tecnología necesarios para producir en abundancia justamente lo que el mundo más requiere en este momento: alimentos y energía. Lo único que impide explotarlos con libertad y con beneficio para todos -como lo muestra en sus artículos semana a semana, sector por sector, la economista Iris Speroni- es la acción perniciosa de la casta -más burda en un bando, más refinada en el otro-, que bloquea, impide, condiciona, asfixia y distorsiona en el afán de llenar sus bolsillos y los de sus amigos con las exacciones que el poder del estado les permite imponer.
Nuestro presente sin duda es deplorable, con privaciones y restricciones que nos niegan la posibilidad de concebir un futuro, y nos sumergen en un estado de tristeza, desesperanza y escepticismo. Pero puede ser todavía peor: nos rodea un mundo peligrosamente convulsionado por obra de los globalistas que han copado el Departamento de Estado norteamericano y desde allí están haciendo trizas a una Europa tan desconcertada y extraviada como lo estamos nosotros, y sometiendo a tensiones insoportables las instituciones políticas y los sistemas económicos de Occidente. Ese mundo en crisis seguramente va a demandar alimentos y energía, las dos cosas que nuestro país puede proveer en abundancia. Esto ofrece una oportunidad, pero también supone un riesgo.
«Un país militarmente débil y económicamente opulento como el nuestro, es una presa», advertía Lugones en 1930, cuando la Argentina contaba con las fuerzas armadas más poderosas de la América hispana. Hoy no sólo estamos desarmados militarmente sino quebrados en nuestra conciencia nacional, y con la quinta columna enemiga en las entrañas. Gran parte de los miembros de la casta, en cualquiera de sus bandos, justamente los más locuaces y activos, integran organizaciones globalistas extranjeras, reciben financiación de ellas, y promueven su agenda (aborto, humedales, multiculturalismo, medioambiente, veganismo, género) directamente en contra del interés nacional.
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Salir de esto no va a ser fácil. Algunos creen que la revolución necesaria sólo puede ser producida por una élite, pero esa élite, si la hubiera, necesitaría asegurarse un consenso tan rápido como generalizado, lo que no parece sencillo, o un respaldo armado en condiciones de imponer respeto por su sola presencia, algo también difícil en una sociedad que no reconoce autoridad alguna. De otro lado están lo que creen que la revolución sólo puede crecer de abajo hacia arriba, de un consenso amplio y capaz de generar un liderazgo experto y decidido. El estado de desaliento y confusión que se advierte en el grueso de la población no autoriza el optimismo. Un cataclismo social, o la aparición eventual de un liderazgo carismático, podrían acortar los tiempos, pero también conducir a desenlaces indeseables.
No queda otra opción, me parece, que la construcción laboriosa de una élite y un consenso dentro del marco institucional. La democracia que no nos sirvió de mucho en el pasado puede ofrecer un instrumento acorde con nuestra indigencia política presente. El problema es la urgencia, la doble urgencia que plantean nuestra propia debilidad y la creciente amenaza externa. Hay alternativas a la casta que comenzaron a afirmarse en las últimas elecciones, como las liberales de José Luis Espert y Javier Milei, o las nacionalistas de Juan José Gómez Centurión. Sumaría alguna de izquierda si la hubiera, pero todas sus variantes se entregaron al globalismo capitalista. Si una hecatombe financiera no se adelanta, las elecciones del 2023 ofrecen una oportunidad para marginar a los profesionales de la política, y también para dar un paso al frente y participar: las nuevas agrupaciones necesitan de ciudadanos activos y atentos, que les impidan a ellas mismas convertirse en apéndices o pseudópodos de la casta.
Quien se crea en condiciones de aportarles su capacidad de liderazgo o de respaldarlas con su consenso y su aporte económico, cada uno según su preferencia o inclinación, tiene aquí la ocasión de salir de la apatía y comprometerse en la búsqueda de un futuro, aun desde la modestia del equipo de campaña o la aspiración a una concejalía municipal. Quien crea poder ofrecer alguna opción mejor que las mencionadas, que ponga manos a la obra antes de que el turbión arrase con las teorías y apenas deje lugar para las prácticas. Quien crea que su destino está en la Argentina y no en Ezeiza, éste es el momento para solventar esa creencia. Los desertores tienen la oportunidad de volver a filas, los distraídos de espabilarse, los desesperanzados de confiar por lo menos en sus propias fuerzas. El tiempo apremia.
Todo combate se libra con armas, y el que tenemos por delante no es la excepción. Pero no con armas convencionales: la casta sabe como defenderse de todas ellas. Lo que la aterroriza, lo que la hace retroceder espantada como Satán ante el crucifijo son las cuatro armas que a continuación enumero para ustedes: la decencia, la educación, el coraje y el patriotismo. En la lucha contra la casta no puede haber lugar para la corrupción, por insignificante que parezca; para enfrentarla con éxito se necesita conocimiento, inteligencia e información; el combate contra la casta no es para tibios ni timoratos; finalmente, no hay motivación más grande ni arma más poderosa para la batalla inminente que el amor a la patria. Frente a él la casta no tiene defensas porque se trata de una fuerza cuyo secreto le es extraño.
–Santiago González
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