EL LICURGO ARGENTINO: JAVIER MILEI


La democracia es la precursora natural
de la tiraní
a.


Autor: reaxionario

Nota original: https://reaxionario.substack.com/p/javier-milei-el-licurgo-argentino


 El ocaso del democratismo

La mayoría de nuestros intelectuales basan la legitimidad del Estado argentino actual en el famoso mitema


  de la “Democracia” griega: tal vez vivamos en el peor de los mundos posibles, sufriendo la destrucción económica más grave de nuestra historia, con más pobreza que nunca, y más privilegios para pocos e injusticias para muchos; pero al menos vivimos en democracia. La democracia, nacida de la primavera alfonsinista, que prometió educarnos, curarnos, alimentarnos.

Por supuesto, las condiciones materiales concretas de hoy son las de un pueblo cada vez más hambreado, embrutecido y enfermo. Con una democracia que, tras décadas sirviendo sólo a uno pocos, devino en la práctica mera oligarquía. Y para la cual toda la relación con el Demos ciudadano se reduce al clientelismo electoral y el asistencialismo al lumpen.

Pero, ose alguien criticar el sistema político hoy vigente, y le saltarán al cuello cual hienas salvajes una legión de politólogos, periodistas y autoproclamados expertos, tildándolo de “facho”, de retrógrado, amante del Proceso y violador de la Constitución Nacional. Nuestra sacrosanta Constitución que, como todos sabemos, rubrica en el bronce eterno de la Historia que la “Argentina es, fue y será por siempre una Democracia” como su único sistema posible de gobierno. ¿No es así?



Un insulto en griego


Pero debemos empezar a desarticular este falso mito, cuyo sesgo mentiroso viene de lejos. En principio, ya desde Grecia: los grandes pensadores helenos como Platón no consideraron jamás a la democracia, sino como un sistema negativo, pernicioso y propio de las formas malas de gobierno


Era un término con un sentido peyorativo, insultante, nefasto. Señalaba al mal gobierno cuando éste era llevado a cabo por muchos hombres gobernando. A la par que el mal gobierno de unos pocos hombres gobernando era la oligarquía, y el mal gobierno de uno solo, el del tirano.


Precisamente, es la democracia la precursora natural de la tiranía. Pues la democracia es el gobierno de lo que no reconoce límites ni jerarquía. El régimen de lo que no reconoce orden alguno, ni fuera, en la vida de lo público, ni dentro, en el espíritu de cada ciudadano. Así en una cuasi anarquía, vuelan los bajos instintos humanos a sus anchas, tomando el control de los individuos y reemplazando a la sana razón y las virtudes con libertinaje, pasiones descontroladas y el culto de lo efímero, del vivir ahora sacrificando el pasado y el futuro, haciendo trueque de la herencia recibida por un plato de lentejas. Y así, cuando los plebeyos sólo interesados en lo que sus demagogos


  les prometían, accedían al poder, siempre instauraban en los máximos cargos a aquellos más acordes a este tipo de hombres, a los más desenfrenados en el goce de sus bajas pasiones: a los tiranos. 

Como flautistas de Hammelin, los tiranos habían tocado la flauta seductora con la música que las masas querían oír: que todo lo que ellas querían debía ser hecho, que toda necesidad de éstas era un derecho; derecho que los ricos debían pagar, de ser preciso por la fuerza. La fuerza pública del Estado que se apuntaba así, por vez primera, no contra los enemigos extranjeros que amenazaban invadir la ciudad, sino contra los ciudadanos mismos que se resistían a dar rienda suelta a las pasiones populares y a pagar por ellas, contra los virtuosos y los propietarios. La democracia era criticada, entonces, por representar un estado de cuasi guerra civil interno que disolvía los lazos que toda comunidad debe mantener para ser fuerte y próspera. Las democracias eran un régimen decadente de gobierno que sólo podían terminar en el tirano (un solo hombre libre, y el resto todos esclavos) o la anarquía (la muerte final del Estado y la comunidad patria).


A tal punto era ésta una verdad de perogrullo reconocida por los distintos pensadores, que se tuvo que inventar un término nuevo, gobierno demagógico, para que ocupara el lugar de la antigua democracia, cuando se quiso utilizar el nombre de ésta miles de años después como algo bueno entre los modernos. De este modo, se pudieron disimular todos sus vicios y errores tras el demagógico chivo expiatorio recién creado.


Y así en la mente de hoy, la democracia puede representar el sistema positivo, pues todo lo perjudicial ya ha sido adjudicado a otro, a un falaz muñeco de paja creado a la sazón.



El gobierno ideal: el gobierno mixto  


Entre los que pensaron la política ya desde la antigüedad, muchos descubrieron que la diferencia fundamental entre las formas buenas y malas de gobierno no residía en un mero conteo fáctico: si nos gobierna uno es algo malo, si nos gobiernan muchos es algo bueno. Por fuera de lo numérico, del reino de la cantidad, existe un factor superior a tomar en cuenta: la cualidad del gobierno. Lo bueno ya no recaía en cuántos nos gobernaban, sino en cómo nos gobernaban. O, como dijo el gran maestro Aristóteles al acuñar el concepto, en bien de quién gobierna el gobierno: en pos del bien privado del gobernante o en pos del bien común de la población.


Sabiendo ya que lo importante no es cuántos políticos mandan, sino en beneficio de quién lo hacen –sea de la casta que detenta el poder, en el caso de los malos, sea del bien ciudadano, entre los buenos–, hay que resaltar algo fundamental. Por más buenas intenciones que tenga un gobierno, si éste no se mantiene en el tiempo, tampoco sus resultados serán jamás buenos.

Surge así el rasgo central para definir la virtud  y la vileza política: la estabilidad del gobierno. Pues de nada sirve un supuesto buen gobierno, si éste dura tan sólo un par de años para irse expulsado entre golpes y asesinatos, y ser reemplazado por otro gobierno que también se irá entre incendios, robos y saqueos, reemplazado por un tercero pronto a ser depuesto, y así hasta el infinito. Una larga sucesión de gobiernos efímeros que no puedan ejercer el poder antes de irse presas del caos, entre sangre y demostraciones de violencia, era el ejemplo de lo que los griegos consideraban el peor modo de gobierno: la disolución gradual y anárquica de la comunidad hasta su extinción.


Lo contrario a una larga serie de gobiernos anárquicos e impotentes que se anulan unos a otros (pues el gobernante que recién asume deroga las leyes del anterior, y el rumbo tomado cambia hacia el punto cardinal opuesto cada par de años, “como bola sin manija”), sería por tanto una forma de gobierno justa y estable que perdurase incólume con mínimos cambios con el correr de los años o incluso de los siglos.


Un sesudo analista político, de esos que salen con amañadas encuestas en los debates televisivos, podría intentar detenernos en esta búsqueda alegando que ya han sido presentadas todas las formas de gobierno posible y no hay ninguna que cumpla con el ideal de gobierno estable; y que si bien en la teoría se podrían llegar a pensar, no habría ejemplos de una forma tal que se hubiera producido en la realidad. Y por tanto, ya que ésta no es una discusión de intelectuales, y urge levantar ahora mismo “el mejor de los gobiernos posibles”, la democracia sería tal vez mala, pero comparada al resto, el mal menor.


Todas estas objeciones ya habían sido interpuestas y refutadas desde tiempos de los griegos. Pero nuestra intelligentsia local presenta una amnesia selectiva hacia todo pasado que no le sea útil al “relato”. Contestemos aquí entonces nosotros las cuestiones:


En primer lugar, que no todas las formas de gobierno posible han sido catalogadas, y resta aún nombrar la más perfecta: la forma de gobierno mixta, o como nos llegó al castellano: la República. Es éste un nombre que nos viene directo del latín, Res-publica (la cosa pública), pues es en la antigua Roma cuando el pensador Polibio le diera el marco de su teoría.


Los Estados más fuertes y duraderos eran aquellos que detentaban dentro de sí a todas las formas de gobierno simples: un monarca a la cabeza del mando, una minoría legislando y aconsejando, una mayoría representando al Pueblo y previniendo injusticias contra éste.

Se resuelve aquí la otra cuestión, la factibilidad práctica de tales gobiernos ideales. Toda la historia occidental es precisamente la construcción de este tipo de gobiernos: en la modernidad es la República donde el presidente funciona como monarca, el Senado como la aristocracia que representa a los pocos y los diputados como la que representa a los muchos del pueblo. En Roma, eran los cónsules los que fungían como monarcas, el Senado la voz de la minoría y el Tribuno de la Plebe, la de los muchos. Y más atrás aún, el ejemplo primigenio es nuevamente la afamada Grecia. Pero no la de la trillada democracia ateniense, que nunca tuvo un sólo período estable de gobierno que alcanzase al menos un par de décadas, sino el gobierno de los Espartanos, cuya Constitución original y sus formas políticas se mantuvieron intactas por más de quinientos años.


La estabilidad no sólo es posible; el ejemplo más prístino nos muestra que una comunidad bien ordenada puede mantenerse en pie por cinco siglos, si es capaz de seguir las buenas leyes de sus próceres fundadores. Y con esto, por supuesto, se nos presenta el dilema de encontrar a tales legisladores extraordinarios sobre los cuales asentar el Estado.



La Nueva República y El Licurgo Argento


Recordemos ahora que los prohombres de nuestra nación no la nombraron a ésta en la Carta Magna como “Democracia Argentina”. Sino que se la proclamó bajo la forma de una República Argentina. El ideal de la época bebía desde el viejo Polibio hasta los modernos Montesquieu y Tocqueville, quienes con sus teorías de la división de poderes ponían el acento en la necesidad de un equilibrio o “sistema de pesos y contrapesos” entre las fuerzas del Estado, para que ningún poder pudiera tiranizarse egoístamente en él.


Nuestra Argentina se fundó y vivió casi toda su historia bajo la luz de esa cosmovisión del buen gobierno como sistema mixto, balanceado y autolimitado por sus propias partes. Este mito fundacional, que fuera el propio de los pensadores nacionales de las generaciones del ´37 y del ´80, de 1910 y 1930, persistió íntegro hasta la debacle post-Dictadura y post-Malvinas. Y con la ya mencionada primavera alfonsinista, se creó este nuevo mito para una nueva Argentina, que ahora no se definiría más por ser República, sino que se centraría monotemáticamente en la forma simple de ser una Democracia.


Y ya vimos los límites de esta forma caduca, fácilmente corrompible, anárquica y prototiránica.

Recuperar nuestra Nación implicará recuperar los cimientos ideales de sus orígenes, hoy invisibilizados por la marea democratista. Y para salir a flote de este lento hundimiento propio de los Estados viciosos e inestables, volcados al bien privado de unos pocos (las castas gobernantes) y a la expoliación de los muchos, no sólo hace falta recuperar el espíritu de las leyes –eso sería lo meramente teórico–, hace falta ante todo el hombre práctico, el legislador extraordinario para llevarlas a cabo. Porque toda Constitución, como le criticaba Sarmiento a Rivadavia, sirve menos que para armarse un cigarrillo con ella, si no hay un orden humano detrás que le dé fuerzas, un legislador que la imponga. En nuestro caso, estamos a la busca de un legislador que tenga la autoridad para restaurar nuestras leyes originales, ejercerlas justamente, enaltecer a nuestros próceres del pasado y marcar el rumbo luminoso a seguir en el futuro, señalando como faro a las jóvenes generaciones la posibilidad, la realidad y la necesidad de una nueva Argentina. Una que deje atrás los manotazos de ahogados de la decadencia en que naufragamos (el post-Proceso y el post-2001), que rompa los mitemas funestos de la romantización de la pobreza, el crimen y la marginalidad en que se regodearon, de la lucha violenta en las calles como “muestra de sano músculo político”, de las minorías fragmentando a la comunidad, y del Estado como coto de caza reservado a facciones y clanes cuasi-mafiosos. Y que deje atrás también el barniz santurrón y buenista que acompaña a esa realidad concreta infausta, hambreadora y sectaria, que oprime “pero con buenos modales”, viola “pero con preservativo” y castra a los niños desde la cuna “pero con perspectiva de género”.


La nueva Argentina que está por renacer, debe enterrar los relatos ominosos del reciente pasado, debe levantar las banderas de nuestros grandes padres que crearon una gloriosa Nación de la nada, debe hacer pie en su Ley fundamental. Pero sobre todo, debe procurarse su propio Licurgo argentino, que sepa no tenerle miedo a los poderes fácticos actuantes, que venga a acabar con las castas oligárquicas, y que sople como un huracán sobre los vientos pestilentes de la incultura progresista y buenista, con la que nos condenaron por cuatro décadas al infierno del descenso social, la “conurbanización”


 del país, el exilio, la muerte a manos de los criminales que ellos mismos generan y largan a las calles (los sacrosantos “víctimas de la sociedad”) y al sometimiento infame al no-pensar, sino a obedecer como perros de Pavlov al silbato del “pensamiento único” y la dictadura de lo políticamente correcto “pero con perspectiva de género, feminista y eco-recicable”.

El Licurgo argentino no es algo que nos esté reservado sólo para un lejano futuro, no es alguien a la espera en el reino de los aún no nacidos. El Legislador extraordinario para la nueva Argentina potencia que soñamos, reviviendo los sueños ya concretados de nuestros propios abuelos, marcha ya entre nosotros. Y lo hace al compás de nuestro patrio himno, que en su antigua letra nos preanuncia, como reflejo futuro del ilustre pasado:

Se levanta en la faz de la tierra

una nueva gloriosa nación.

Coronada su sien de laureles,

y a sus plantas rendido un león.



 

Un mitema es una idea-fuerza que apela al instinto del cuerpo social para mover e influenciar a los hombres que lo componen, sin importar la veracidad y el funcionamiento real de aquello que el mitema defiende. Es así una especie de sentimiento religioso laico que genera apoyos inconscientes y sobre el que se pueden construir luego los argumentos racionales, el famoso “relato” que construye la política entre sus adeptos a partir del mito fundante.


2

Demagogo es un término que designaba literalmente a los políticos que dirigían su palabra a las masas, en pos de ganarlas para su causa en el ascenso al gobierno. Repiqueteaban hábiles el tambor de las bajas pasiones populares y alimentaban sus temores y deseos para alinear tras de sí al pueblo en contra de sus enemigos políticos. En un primer momento, expropiaban las posesiones de los más ricos y las repartían entre el pueblo; era el pago de un soborno a cambio del apoyo popular, buscando lograr una estabilidad en sus recién asumidos cargos. Mas una vez bien instalados en ellos, y protegidos por las fuerzas del Estado, podían quitarse la máscara y terminar su doble labor: apoderarse para sí mismos de todas las riquezas del suelo patrio (las propiedades tanto de los ricos, como las de las clases medias y los pobres) y encumbrarse como únicos soberanos sobre una ahora animalizada hueste de ciudadanos, transformados en verdaderos esclavos del tirano.


3

Llamamos conurbanización al proceso por el cual se pauperiza a las clases trabajadoras, se las despoja de sus fuentes de autonomía (la propiedad, el trabajo estable bien remunerado, el ecosistema social que acoge y ayuda al vecino, la herencia y la familia), se las hace dependientes de sistemas coercitivos disimulados (sistemas de “asistencialismo”: meras relaciones de clientelismo social, por el cual el despojado ahora debe servir a un patrón –el Estado, el puntero político, la ONG, los movimientos sociales y sus “gerentes de la pobreza” – y es leal a éste so pena de perder sus fuentes de supervivencia. O sea, siempre pendiendo sobre él como espada de Damocles la amenaza del regreso a la animalidad si desobedece), se los concentra en las periferias de zonas más ricas, las cuales pasarán a parasitar, y se los organiza como verdadera fuerza de choque del sistema dominante (el ejército del Lumpenproletariat descripto por Marx como arma para prevenir todo cambio social. Nótese que la traducción de esa palabra del alemán refiere a los proletarios que andaban en harapos, aquellos a los que hoy llamamos indigentes. Y cuando más numerosos éstos son, más amedrentan al Pueblo, los trabajadores y los pequeños burgueses. Ya que su mera presencia sirve de recordatorio y amenaza para que obedezcan a la casta oligárquica gobernante o “ya verán, terminarán como el resto de los andrajosos, o peor aún, serán asesinados por la criminalidad de la turba de harapientos que nosotros mismos permitimos medrar”).

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