SIN ILUSIONES
El General Don José de San Martín, por el Maestro Enrique Breccia. |
La Argentina afronta una instancia decisiva que la pone a prueba en términos sanmartinianos: serás lo que debas ser, o si no…
Políticamente, los argentinos parecemos bastante ingenuos, enamoradizos, casi infantiles. Como si décadas y décadas de desamor nos hubieran inducido a ilusionarnos con el corazón antes que a convencernos con la cabeza. Incluso cuando esas ilusiones se han hecho trizas ante nuestros ojos, han revelado su insustancialidad, y nos han dejado maltrechos en su estallido, pasado un tiempo volvemos a ellas, ciegamente confiados en que esta vez todo va a salir bien. Así en la política como en el amor, siempre hay quien sabe aprovecharse de tan imprudente credulidad. Y así en la política como en la vida, siempre hay instancias últimas que nos ponen a prueba.
Raúl Alfonsín nos sedujo con la ilusión socialdemócrata, recitando el Preámbulo y machacando la consigna “Con la democracia se come…” Esa democracia produjo el juicio a las Juntas, pero cultivó el antimilitarismo y promovió la desmalvinización, hizo añicos la educación pública y la invadió de ideología. Desactivó el plan nuclear que preveía un total de seis centrales energéticas, y puso el país en manos de la banca; con el invento del Mercosur faciltó la fuga de empresas multinacionales al Brasil, y la consiguiente pérdida de empleos y alejamiento de capitales, y nos arrojó a una inflación de cuatro dígitos.
Nada impidió sin embargo que, para escapar del menemismo, diez años más tarde nos entregáramos de nuevo con todo apasionamiento a la ilusión socialdemócrata y lleváramos al poder a la Alianza de Fernando de la Rúa
Carlos Menem nos conquistó con la ilusión neoliberal, aunque la zanahoria de “la revolución productiva y el salariazo” viniera con el palo del “ramal que para, ramal que cierra”. La convertibilidad logró detener la inflación durante casi una década, en medio de una orgía de privatizaciones y apertura indiscriminada de la economía que enajenó o destruyó la industria sobreviviente a las Juntas y a Alfonsín, arrojando a millones de personas al desempleo y la miseria. Menem aniquiló la educación técnica, deterioró aun más la defensa nacional, suscribió los vergonzosos acuerdos de Madrid sobre Malvinas, mantuvo frenado el desarrollo nuclear y canceló la producción del misil Cóndor a pedido de Washington.
Nada de eso evitó que década y media más tarde, para escapar de los desmanes y el robo del kirchnerismo nos abrazáramos nuevamente con todo fervor y expectactiva a la ilusión neoliberal encarnada en Mauricio Macri.
Néstor Kirchner puso en escena con singular maestría la ilusión populista, concentrada en el lema “Donde hay una necesidad hay un derecho” y, favorecido por una lluvia de divisas aportada por el alto precio internacional de la soja, rescató con subsidios de variada naturaleza a las víctimas de las reformas económicas de Menem y de la hecatombe financiera de De la Rúa. Una kermese de donaciones que encubría aceitados mecanismos de robo de dineros públicos en beneficio de la familia presidencial y sus amigos que ahora la justicia va revelando poco a poco. Cuando la plata de la soja se acabó, primero se confiscaron las jubilaciones privadas, después se puso en marcha la maquinita emisora, y la inflación volvió a reinar entre nosotros.
Pero eso no fue obstáculo para que, decepcionados por la confusión, la torpeza y los intereses cruzados que estrangularon la gestión de Mauricio Macri, nos abalanzáramos ciegamente sobre la ilusión populista cuando aún teníamos frescos en la memoria los desatinos de Cristina Kirchner, una mezcla de desvaríos revolucionarios con crasa incompetencia en la gestión cuyo último acto fue el gobierno de Alberto Fernández.
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Caímos y recaímos en la ilusión socialdemócrata, caímos y recaímos en la ilusión neoliberal, caímos y recaímos en la ilusión populista. Estamos frente a un nuevo turno electoral, y la oferta que tenemos a la vista parece corresponderse fielmente con nuestras ilusiones históricas. Como si sólo tuviéramos permitido recaer en alguna de ellas.
Escoltada por Melconian y Kovadloff, Patricia Bullrich encarna a la perfección la ilusión socialdemócrata, puesta al día con exhibiciones de “carácter” para volver a poner la casa en orden. Sergio Massa eleva al paroxismo la ilusión populista, repartiendo plata por todos los medios y formas posibles para conseguir votos, desde un estado que lo único que guarda en su tesoro son deudas. A partir de los elogios que habitualmente reserva para Menem y Macri, uno puede pensar que Javier Milei se encuentra cómodo como portaestandarte de la ilusión neoliberal, aunque él la matice con calificaciones sólo significativas para quienes comparten la misma fe. El propio Macri y Domingo Cavallo lo han colmado de bendiciones, de modo que el reconocimiento es recíproco.
Sin embargo, no es la ilusión neoliberal ni esos ilustres padrinos lo que convoca a los seguidores de Milei, no es la escuela austríaca, ni es el respeto irrestricto por el proyecto de vida ajeno, ni la libertad de mercado, ni siquiera las fantasías asociadas a la dolarización. Milei logró condensar en la palabra “casta” cuatro décadas de resentimiento ciudadano contra una clase política corrupta, incompetente y vendepatria. Y lo que atrae del libertario es la motosierra, la furia y la convicción con que la empuña, y sobre todo la sensación inasaltable de que habla en serio, y va en serio. A Milei la gente le cree, con razón o sin ella, pero le cree. A sus rivales políticos se les hace difícil enfrentarlo sin quedar automáticamente identificados con “la casta”, y las acusaciones que lanzan en su contra no calan. “A Milei no le entran balas”, comprueban asombrados los analistas.
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Si Milei no es asociable a ninguna de las tres grandes ilusiones que dominaron nuestra historia política desde el restablecimiento de la democracia, entonces estamos ante un cambio de época, una fractura, un quiebre, un giro inesperado en el camino, que nos lleva a lo desconocido, y por el que apenas empezamos a transitar, algunos con esperanza y entusiasmo, muchos más con temor y ansiedad, pero la gran mayoría decidida a recorrerlo, convencida de que así como estamos, tanto en la administración del Estado como en el ordenamiento de la economía, no se puede seguir. Es necesario hacer a un lado a quienes por acción u omisión condujeron a este estado de cosas, y empezar de nuevo sobre otras bases.
Algunos analistas han comparado la situación actual con otros giros inesperados de la vida política más o menos contemporánea, como la irrupción del menemismo o el brusco vuelco en sentido contrario protagonizado por Néstor Kirchner. La memoria me permite ir más atrás, a comienzos de los setenta, cuando la gran mayoría de los ciudadanos estaba harta de la casta militar y la secuencia incesante de sublevaciones, revueltas, asonadas, planteos y golpes de estado que venían infligiendo a la sociedad civil desde la revolución del 55, o la del 43, o la del 30, según prefiera cada uno. La sociedad tenía sus problemas, hoy insignificantes por comparación, y todos eran atribuidos por uno u otro camino a la casta uniformada.
Entonces irrumpieron unos muchachos audaces, inesperados, dispuestos a terminar con la casta, no política sino militar, no con una motosierra sino con una metralleta, pero que también citaban textos raros y hablaban de cosas que nadie entendía muy bien. La sociedad, mayoritariamente, los dejó hacer, e incluso los respaldó implícitamente con el voto. Con temor y ansiedad, como ahora, pero igualmente convencida de que así como estaban las cosas -y estaban infinitamente mejor que ahora- no se podía seguir. Al cabo de una década de dolorosos y sangrientos enfrentamientos, el estamento militar perdió efectivamente toda capacidad de influir en el rumbo político del país, pero las cosas no resultaron necesariamente mejores para los fines últimos de una sociedad organizada: la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación.
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La comparación histórica que acabo de hacer, además de pertinente, es deliberadamente provocativa y apunta más bien a prevenir contra cualquier creencia facilista en las soluciones caídas del cielo, simples, lineales y sin costos. Las acciones humanas mejor intencionadas son siempre complejas, sinuosas y a veces incluso contraproducentes. Dicho esto, notemos que Milei no empuña una metralleta cargada sino una motosierra simbólica con la que promete iniciar la parte más gruesa del desmalezamiento del Estado, que seguramente será ardua, difícil, y dejará lastimados. Le seguirá un trabajo más fino, palmo a palmo, para retirar tocones rebeldes y desmenuzar el barro endurecido por el tiempo y la desidia. Sólo entonces, eventualmente, el terreno quedará listo para la siembra. Y en el horizonte, la cosecha.
Y ahí, si llegamos, es donde nos quiero ver.
Porque si Milei alcanza la presidencia y tiene alguna medida de éxito en lo que se propone nos va a dejar al desnudo, como personas y como sociedad. Sin relatos complacientes ni excusas remanidas. Sin la tutela de castas agobiantes, pero también sin subsidios ni prebendas ni beneficios discrecionales. Sin ilusiones, de cara a la realidad. Habrá llegado la hora de salir a la cancha, y demostrar de una buena vez de qué somos capaces y de qué no, de jugar y de competir, de saber si funcionamos, como individualidades y como equipo, o estamos condenados a la mediocridad y el descenso. A nuestras espaldas tendremos, como cualquiera, una historia de éxitos y de fracasos. Por delante, la oportunidad de poner a prueba nuestras fuerzas, nuestra inteligencia y también nuestra decencia.
Esto si a Milei le va bien.
El candidato ha dado muestras de prudencia en la elección de colaboradores. Está aprendiendo aceleradamente las sutilezas del oficio político, y sus contactos con sectores del peronismo y los sindicatos sugieren una preocupación por la gobernabilidad alejada de sectarismos o pretensiones autocráticas. Pero un gobierno también es moldeado por sus opositores: la mafia política, corporativa, sindical, mediática y judicial que se enquistó en el país desde hace medio siglo es muy poderosa, y los intereses amenazados por un proyecto basado en la libertad y la transparencia están demasiado arraigados como para creer que se van a rendir sin ofrecer resistencia. Algunos ya han anticipado sus prevenciones (ciertos empresarios), sus advertencias (ciertos jueces), sus amenazas (ciertos gremialistas) o su franco rechazo (ciertos medios). Habrá presiones y habrá combate, sin ilusiones. La motosierra puede escapar de control.
Y ahí, nuevamente, es donde nos quiero ver. Seremos lo que debamos ser.
–-Santiago González
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