EL ABSOLUTISMO


 Abatida la inflación, controlado el gasto y con el reaseguro del FMI, el gobierno buscar ahora afianzar su dominio sobre la política


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original:  https://gauchomalo.com.ar/el-absolutismo/



Hace un año los argentinos decidimos confiar la dirección del país a un personaje extravagante, mezcla de un Tato Bores sin sentido del humor con un Domingo Cavallo sin elocuencia didáctica. La mayoría de sus votantes no vieron en acción ni a uno ni al otro, pero Javier Milei supo reversionar esos caracteres (como lo haría el músico que le habría gustado ser) en una figura nueva, violenta y justiciera, de escasas palabras y abundantes insultos, capaz de atraer la atención parpadeante de un público educado en los recitales de rock, las fiestas electrónicas y las películas de superhéroes. Sin embargo, también lo votaron quienes conservan la memoria del siglo XX, y precisamente por esa razón: agobiados por décadas de fracasos, mentiras, estafas y saqueos, sabedores de que hubo un país mejor.

Milei supo dar respuesta al hartazgo de los mayores por un pasado de frustraciones y a la incertidumbre de los más jóvenes que no aciertan a imaginar la manera de construir un futuro en una nación que se desintegra. Identificó un enemigo: la casta; impuso un grito de guerra: viva la libertad; enarboló un arma: la motosierra; inauguró un estilo: el insulto y la descalificación; proclamó un compromiso: ordenar la economía en el corto plazo (alivio para sus sufridos votantes maduros)  y hacer de la Argentina una potencia mundial en el largo plazo (treinta y cinco años, no tan largo como para que sus votantes jóvenes no puedan imaginarse viviendo en él). Cumplido su primer año de gobierno, el doloroso rigor de sus decisiones no hizo mella en el apoyo del electorado y su figura llegó al primer plano de la atención mundial. El fenómeno es digno de análisis.

Los logros principales de su gobierno, que hasta sus enemigos le reconocen, son haber reducido drásticamente la inflación y contenido el gasto público en tiempo récord. El problema está en la manera como consiguió esos objetivos: para el primero acentuó hasta niveles brutales una recesión heredada; para el segundo suprimió la obra pública, deprimió las pensiones hasta lo imposible, y dejó de girar a las provincias remesas por acuerdos previos. Esas políticas arrojaron resultados en la hoja del balance, pero dejaron un tendal de víctimas en los sectores más vulnerables de la sociedad, y no sólo en ellos: unos 200.000 empleos formales perdidos, unas 15.000 pequeñas empresas quebradas, incontable cantidad de jubilados apelando a la caridad de sus familias.

Si bien se observaron algunos signos de reactivación en la segunda mitad del año, éstos parecen muy débiles y restringidos a determinados sectores, y las pulsiones inflacionarias, como lo comprueba cualquiera que vaya habitualmente al supermercado, siguen latentes, agazapadas, lo que explica la cautela del gobierno respecto de la liberación del mercado de cambios. La corrección de las tarifas de energía todavía no terminó (por lo menos según dicen sus proveedores porque nadie revisa los costos), y otras empresas de servicios, como las de medicina prepaga y conectividad digital, liberadas de controles, aumentaron sus abonos a niveles extravagantes. Todos estos factores sumados hacen que el consumo sólo se recupere muy lentamente, si es que lo hace. Lo mismo ocurre, como consecuencia, con el empleo formal y los salarios: los ingresos familiares perdieron un 14% en el año.

En su mensaje por el aniversario, que incluyó un balance de su gestión y algunas previsiones para el futuro, el presidente manifestó reiteradamente y por primera vez con tanta claridad su agradecimiento por el sacrificio de la población para soportar y acompañar los duros ajustes con los que inició su mandato, lo cual es un gesto saludable. Pero ese mensaje no incluyó anuncios específicos sobre crecimiento y desarrollo, excepto la referencia a grandes inversiones que son muy buenas para el negocio financiero mundial y las estadísticas nacionales pero cuyo derrame sobre la vida cotidiana es insignificante. El gran proveedor de empleo, el gran motor del bienestar social, en la Argentina y en el mundo, no es la gran corporación ni los fondos de inversión transnacionales sino la pequeña empresa, productiva, comercial o de servicios.

La única promesa oficial para los pequeños emprendedores es avanzar con las desregulaciones y la rebaja de impuestos, lo que no es poco para una economía asfixiada durante décadas por un estado cada vez más grande y cada vez más inútil y entorpecedor. Pero, otra vez, es lento como incentivo para ese nivel de inversiones de riesgo. El presidente pudo haber batido el parche sobre ese tema, así como sobre la reaparición del crédito, también importantísimo para el sector, a fin de instalarlo con fuerza en la conciencia pública pero no lo hizo, probablemente debido al engolosinamiento con las grandes magnitudes, a las dificultades que exhibe el equipo de gobierno para empatizar con las necesidades, padecimientos, expectativas y esperanzas de la sociedad que soporta el peso de sus decisiones.

El mensaje también incluyó un resonante anuncio sobre un Plan Nuclear Argentino para la Inteligencia Artificial, cuya abundancia de mayúsculas parece augurarle un lugar de privilegio en el mismo museo que aloja las naves estratosféricas de Carlos Menem y el tren bala de Cristina Kirchner. Hace tiempo que el gobierno juega con la idea, probablemente aportada por el asesor Demián Reidel que algo sabe del tema, de atraer grandes inversiones con destino a la instalación de granjas informáticas en la Patagonia para cumplir tareas relacionadas con la inteligencia artificial. La idea es muy interesante y promisoria. La zona ofrece un clima frío ideal para el trabajo intenso de los microprocesadores, lo que abarata los costos operativos, pero necesita de una abundante oferta de energía eléctrica como sólo las centrales nucleares podrían brindar.

Pero resultó raro que en el mensaje se hable de “investigación en las tecnologías emergentes de reactores pequeños o modulares, manteniendo los máximos estándares de seguridad y eficiencia”, frase desafortunada que no reconoce que la Argentina es pionera en la producción de esos reactores, domina todo el ciclo de la energía nuclear y elabora sus principales insumos, desde los elementos combustibles hasta el agua pesada que necesitan sus usinas mayores, y de la que es uno de los pocos productores a nivel mundial. En cuanto a los “estándares de seguridad y eficiencia”, baste señalar que un argentino, Rafael Grossi, preside el Organismo Internacional de Energía Atómica, encargado justamente de vigilar el cumplimiento de esos estándares en todo el mundo.

Estos deslices, este desdén implícito por todo lo que no sea él mismo y su idea de las cosas, hacen pensar que el presidente no tiene muy claro que hay una Argentina que lo precede en el tiempo, que lo excede en importancia, y que además está segura de su destino de potencia. Su modelo de gestión parece depender de una centralidad absoluta, en la que sólo hay lugar para su hermana Karina y algunos favoritos ocasionales. Un absolutismo casi monárquico, de sangre, que explica el hostigamiento implacable de la Casa Rosada contra la vicepresidente, incómoda presencia que, para peor, lo supera en el favor del público. Milei parece creer, y así lo ha demostrado varias veces, incluso caprichosamente, que sus colaboradores son peones de quita y pon, que el país es una pizarra en blanco sobre la que puede escribir cualquier cosa, y los argentinos una especie de masilla para moldear a su gusto.

Estas cualidades suyas van a saltar seguramente al primer plano en los próximos meses, porque se avecina un año electoral, y el primer desafío en las urnas que afronta su gestión. Si el año que termina estuvo dominado por la economía, que es la especialidad de Milei, el que se inicia estará teñido por la política, que merece todo su desprecio. O eso dice, porque sus logros del 2024 no habrían sido posibles sin un acelerado, y admirable, aprendizaje del trapicheo que le permitió saltar de un comienzo titubeante a un final de año en el que su figura ocupa toda la centralidad. Sin mayorías legislativas, sin gobernadores ni intendentes propios, sin un partido organizado de alcance nacional, supo disciplinar a todos y obtener las leyes imprescindibles para su gestión. La oposición se resquebraja corroída por el desconcierto y la impotencia, y no acierta a articular una alternativa.

Incluso la economía estará teñida el año entrante por la política. Nadie espere un plan nacional de desarrollo ni nada por el estilo: el logos libertario del presidente y la praxis financiera de su ministro de economía excluyen cualquier posibilidad de planificación, de ordenamiento, de encarrilamiento. Con el auxilio del FMI (serán 20.000 millones en derechos especiales de giro, dice Florencia Donovan), el gobierno podrá levantar el cepo cambiario a mediados del año próximo, justo a tiempo como para que el impacto emocional de la medida influya sobre la voluntad de los votantes.

A partir de ahí el mercado se ocupará de todo: las cosas se ordenarán por sí mismas, sólo hay que evitar interferirlas, dice el credo imperante. La historia discrepa: la historia dice que si un país no traza su propio rumbo, otros lo trazan por él. No descartemos sin embargo que esa verdad ilumine en algún momento a un oficialismo que ha evidenciado disposición para el aprendizaje: recién llegado a la política, alcanzó a dominar sus mañas con la misma velocidad con que abatió la inflación. Supo sortear en inferioridad de condiciones las trabas y controles del poder legislativo, y ahora trabaja empeñosamente y con mucha disposición a negociar para hacer lo mismo con la vigilancia del poder judicial.

Pero la política, dicen los escépticos, es como un pañuelo sucio que no se puede asir por ningún lado sin contaminarse. Y ahí comienza el oprobioso desfile que incluye la postulación del juez Ariel Lijo para la Corte Suprema, el desinterés por la ley de ficha limpia, las remesas discrecionales de dinero hacia las provincias dóciles, el manejo poco claro de los organismos de inteligencia, los movimientos menos claros todavía en el área de la recaudación impositiva y la aduana, todo coronado por la captura del senador Edgardo Kueider, un kirchnerista cuyo voto favorable al gobierno fue decisivo para la aprobación de leyes clave, cuando intentaba ingresar a Paraguay con una gruesa suma de dinero no declarado. Ejem, ejem.

“¡Si es un corrupto, échenlo a patadas!”, vociferó el presidente respecto de Kueider en una de sus habituales entrevistas con interlocutores amigos que nunca le preguntan nada, mientras ordenaba a su tropa legislativa evitar por todos los medios su expulsión del Senado a fin de no perder la banca del tránsfuga, imprescindible para imponer la voluntad oficial en las votaciones de la cámara alta. Tiene razón Javier Milei: la política es una actividad despreciable, que induce a hacer cosas que uno no querría hacer, que se sentiría incapaz de hacer, que lamentaría haber hecho. Como la de preservar la capacidad de Cristina Kirchner para seguir dominando el peronismo, para convertirse en jefa del partido, para erigirse, en definitiva, en la única figura de la oposición con la que polarizar en una contienda electoral. Jugada peligrosa, es cierto, pero casi obligada por las circunstancias.

Ocurre, ay, que Milei la necesita especialmente a Cristina como candidata a diputada nacional por la provincia de Buenos Aires, y la necesita probablemente para ser desafiada y vencida por su hermana Karina. Imagínense ustedes lo que representaría un triunfo de Karina Milei sobre Cristina Kirchner, cuál sería el aprovechamiento publicitario de ese triunfo por parte del oficialismo. Karina emergería además bendecida por el voto popular y en condiciones óptimas para integrar una eventual fórmula Milei-Milei en 2027, la desaparición de las vicepresidencias incómodas, la coronación definitiva de la dinastía. En otras palabras, y por una mezcla de acción, consentimiento e impotencia, el triunfo del absolutismo, esa concepción del poder que sólo reconoce el límite de lo divino. De las fuerzas del cielo.


–Santiago González


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