INTA

¿Qué INTA necesita la Argentina?


Autor: Marcelo Posada

Visibilidad, compromiso y reflexión por la equidad de género 

Al cambiar las autoridades del Ministerio de Agroindustria de la Nación, se supo que se intentará ajustar la estructura y gastos del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA).

Ya estaba el personal del INTA prevenido de un supuesto “ajuste” desde antes de las elecciones de octubre [1].  Luego de asumir el ministro Etchevehere, el tema se instaló en los medios periodísticos del sector rural [2],  e incluso las corporaciones gremiales rurales plantearon su preocupación por el tema de la reducción presupuestaria para el INTA [3]. 

Etchevehere designó como presidente del INTA a Juan Balbín, productor agropecuario y ex presidente de la Asociación Argentina de Consorcios Regionales de Experimentación Agropecuaria (AACREA) [4]. Se le encargó, según medios periodísticos, racionalizar al INTA a fin de adecuar su estructura y funcionamiento a los 672 millones de pesos [5] previstos en la Ley de Presupuesto 2018, cifra menor que los 901 millones de pesos pretendidos por sus integrantes (*). 

La preocupación de trabajadores, políticos de la oposición, funcionarios del Poder Ejecutivo, gremialistas rurales se centra en el presupuesto: cuánto más o cuánto menos se le va a asignar al INTA para que pueda gastar. Pero nadie se plantea una pregunta anterior al cuánto: el para qué.

Raúl Prebisch.


A fines de 1956 se sanciona el Decreto/Ley 21.680 que crea al INTA. Comenzó a funcionar plenamente en 1958. Fue Raúl Prebisch quien promovió activamente que Argentina cuente con un instituto para el desarrollo tecnológico agropecuario acordes a los estándares de la época. Sostuvo: “La Argentina tiene que llevar a cabo un gran esfuerzo en su producción agropecuaria para responder a las exigencias de su propio desarrollo y a las nuevas condiciones del mercado mundial. Ha quedado a la zaga del progreso técnico que se registra en otros países comparables y, en la Región Pampeana —de donde sale la mayor parte de la exportación agropecuaria— el rendimiento medio no ha mejorado en los últimos tres decenios.”




La creación del INTA buscó, según consta en el mencionado Decreto/Ley, “(…) impulsar y vigorizar la investigación y extensión agropecuaria para acelerar la tecnificación y mejoramiento de la empresa agraria y la vida rural".

A partir de los '60 la combinación de la actividad del INTA, la maduración de iniciativas tecnológicas precedentes, las nuevas tecnologías y adelantos genéticos, la inversión de los productores agropecuarios, provocó, en palabras de Adolfo Coscia [6], la “Segunda revolución agrícola”  (en la región pampeana básicamente).

Caravana de maquinaria nacional, 1954.

Entonces madura la tractorización iniciada durante el peronismo mediante créditos y políticas específicas. Esta mecanización agrícola permitió suplir el déficit de mano de obra en el campo, aumentar la eficiencia y, conjuntamente con la difusión de tecnologías de manejo agronómico, asentó las bases para las nuevas y sucesivas innovaciones difundidas en las décadas siguientes.
Es el INTA quien impulsa, precisamente, el desarrollo de nuevas prácticas de manejo agrícola, que se combinan con dicha tractorización.


Ambas tecnologías (el manejo agronómico y la mecanización) generan el sustrato par los sucesivos hitos tecnológicos de las décadas de 1970 y 1980: la incorporación de nuevos varietales agrícolas y la difusión del paquete tecnológico de la soja. Y, nuevamente, es el INTA quien desempeña un papel central en el desarrollo genético agrícola, asentando las bases para que empresas privadas –muchas de capital externo- comiencen a desarrollar sus actividades de mejoramiento genético en el país.
Más tarde, a partir de los años ’90, la historia del cambio tecnológico en el agro es conocida:
- incorporación de nuevas tecnologías mecánicas,
- difusión de nuevos y mejores híbridos y agroquímicos,
- expansión de técnicas de labranza mínima,
- utilización de tecnologías de la información y comunicación,
- difusión de nuevas formas organizativas en las empresas agropecuarias, etc.
Lo vivido a partir de 1990 bien puede ser definido, entonces, como la “Tercera revolución agrícola”. A diferencia de la anterior, en esta fase el INTA jugó un papel menos importante, destacándose la iniciativa privada.

Desde los años ’90 hasta el presente, el agro argentino –y el pampeano, fundamentalmente- es otro. Distinto, estructural y dinámicamente diferente del imperante hacia fines de los años ’80.
Si cambió el agro, ¿cambió el INTA?

La misión originaria del INTA, la de impulsar el desarrollo tecnológico del agro en general y de las empresas y familias agrarias en particular, sin duda permanece con plena vigencia.
Pero lo que no es así es el modo de trabajar en pos de aquella misión.
El INTA debió adecuarse.
Sin embargo, no fue así.



El Instituto mantuvo a lo largo de las décadas un patrón de trabajo anquilosado en el tiempo, en especial en sus área de extensión agropecuaria, a la par que el sector de investigación y desarrollo experimentó una evolución dispar, en parte conectado con el sector privado, y en parte (mayor que la otra) autocentrado en los intereses de sus investigadores, sin parámetros reales que guíen el desenvolvimiento de la organización.
Sí, es verdad que existieron planes estratégicos para el INTA o, incluso, para todo el sector agropecuario y agroindustrial argentino (el PEA²), en el cual el INTA cumplió un rol central; pero dichos planes sólo fueron (y son) enunciados genéricos, guiados por preconceptos ideológicos, y concebidos con el único fin de exponer públicamente una imagen de un supuesto compromiso social progresista.
Así, nociones como “desarrollo territorial”, “generación de valor en origen”, y otros eslóganes pasaron a ocupar el lugar de definiciones precisas acerca de qué función real debería desempeñar el INTA en el contexto de un agro moderno y de inserción internacional como es el argentino actual.


Desde fines de la década de 1990, y con un gran impulso a partir del gobierno de Néstor Kirchner, el INTA comenzó a desempeñar un rol asistencialista canalizado a través del Programa ProHuerta. Surgido para paliar una coyuntura puntual (las inundaciones de 1998) fue creciendo y ramificándose, pasando de repartir kits de autoproducción de hortalizas y verduras hasta convertirse en un instrumento de transmisión de discurso progresista por medio de su política editorial (publicaciones, radios, etc.).

De acuerdo a algunas estimaciones privadas, algo menos de una cuarta parte del total de personal del INTA está afectado a dicho Programa.




¿Es lógico que el organismo para desarrollo tecnológico agropecuario cumpla un rol asistencialista?

Ésta es una de las preguntas que deberían hacerse antes de comenzar a discutir presupuesto.

El último plan estratégico del INTA sostiene:
“(…) realizará y promoverá acciones dirigidas a la innovación en el sector agropecuario, agroalimentario y agroindustrial, salud ambiental y sostenibilidad de los sistemas productivos, la equidad social y el desarrollo territorial, mediante la investigación, desarrollo tecnológico y extensión”.
¿La equidad social es función primordial de un organismo tecnológico? ¿El INTA debe destinar recursos financieros y humanos a impulsar políticas de equidad de género?
A la institución le parece que sí. Página oficial:
El INTA aborda la equidad de género como base de política institucional” [7].


Más importante aún: ¿Qué tipo de investigación debe realizar el INTA? ¿Debe destinar recursos a la investigación básica? ¿O debe orientarse a la investigación aplicada y adaptativa?
Este debate no está saldado en la literatura especializada.
En el INTA ni siquiera está dado.
Hoy los grupos de investigación tratan aquellos temas  de su particular interés, aunque formalmente pretendan adecuarse a los lineamientos generales. En ocasiones, esos intereses coinciden con los de empresas privadas y surgen así procesos de vinculación tecnológica entre el Estado, a través del INTA, y el capital privado, producto de lo cual se desarrollan, por ejemplo, nuevas semillas, o mejoras en maquinarias agrícolas.

El picudo del algodón arruina las cosechas, particularmente
en el NOA. El INTA inventó una trampa con
70% de efectividad.

¿Se trata de una política de desarrollo institucional?
Se plantean los procesos de vinculación tecnológica como una línea de trabajo en pos del desarrollo sectorial o como una vía alternativa de financiamiento institucional? Definir qué investigación desarrollarán los equipos de trabajo del INTA, con qué orientación y para qué finalidad constituye un requisito previo a discutir qué presupuesto se asigna al organismo.
INTA posee la única biblioteca de suelos del país.

A la par de la discusión en torno a la política de investigación, se debe dar otra sobre el perfil de las actividades de extensión que desarrolla el INTA.
Desde el surgimiento en 1959 de los grupos de asesoramiento tecnológico y de gestión, autofinanciados por los productores (Consorcios Regionales de Experimentación Agropecuaria, o grupos CREA), paulatina y constantemente fue aumentando el número de empresas agropecuarias que recibían asesoramiento a través de tales grupos y, posteriormente, a través de acciones de extensión y promoción comercial ejecutadas por empresas proveedoras de insumos.

Africanos dedicados a la ganadería vienen a capacitarse al
país. El INTA, puntapié inicial para abrir nuevos mercados
para los proveedores del agro.

Pero en paralelo, los recursos destinados a extensión agropecuaria por parte del INTA han crecido, evolucionando, a la vez, en forma independiente de las actividades de investigación. La histórica diferencia interna al organismo entre investigadores y extensionistas, aún atemperada con diversos discursos, sigue vigente.
Durante los años del kirchnerismo, el extensionismo en INTA vivió un período de apogeo y respaldo ideológico desde la narrativa gubernamental. A la vez se disociaba más y más de la realidad del productor argentino.

¿Qué impacto tuvo este crecimiento de la extensión?
No se conoce.
Tampoco se conoce qué impacto tuvo a lo largo del tiempo la política de desarrollo investigativo de INTA. No se conoce porque en el INTA, al igual que en el resto del Estado argentino, no se concibe la evaluación de impacto; a lo sumo, se aceptan auditorías, pero no se piensa evaluativamente, y más allá de ciertas formalidades (**), no existe la cultura evaluativa en la gestión pública.
Esto, cabe señalar, excede al INTA: es un rasgo propio del Estado argentino.


Si los trabajadores del INTA, los políticos de la oposición, los gremialistas rurales y los propios funcionarios del Ejecutivo nacional están preocupados por el financiamiento del INTA, antes deberían preguntarse qué impacto tuvo, a lo largo de las últimas décadas el desenvolvimiento del Instituto.

La defensa ciega de una base presupuestaria mínima sin contemplar el impacto alcanzado hasta el presente es, en esencia, la defensa del status quo, la exigencia de cuidar determinadas parcelas de micropoder; es eludir el debate y la reflexión. Es, en última instancia, eludir la necesidad que tiene el país de contar con un organismo rector en el desarrollo tecnológico agropecuario que a su vez actúe conjuntamente con el sector privado.


Defender a cuadro cerrado la base presupuestaria o intentar un recorte financiero siguiendo las pautas brindadas por el Ministerio de Modernización son las dos caras de una misma moneda: ambas posturas eluden la definición de qué INTA requiere la Argentina.

¿Cuál es mi postura?
Argentina requiere un INTA moderno, ágil, orientado a desarrollar puntuales investigaciones básicas, pero, primordialmente, al desarrollo adaptativo y a la validación de tecnologías para los diferentes ambientes agroproductivos del país.
Un organismo que realice estas acciones por sí mismo o a través de joint ventures con otras instituciones del sistema nacional de innovación, co-financiándolas, o promoviendo la competencia innovativa a través de fondos concursales. 

Un Instituto que tenga como línea de trabajo la vinculación tecnológica con empresas privadas, no con el fin principal de autofinanciarse, sino con el objetivo de generar escalas y potenciarse mutuamente, a la par que cumpla el mandato de impulsar el desarrollo tecnológico sectorial. 

Un INTA que a la vez que valide o desarrolle tecnologías, las difunda entre los sectores productores que en verdad requieran de este apoyo. Un organismo que deje de ejercer tareas asistencialistas (como las de ProHuerta) y se ocupe del cambio tecnológico, que es el objeto último de su misión. 

Un INTA donde trabajar mancomunadamente con el sector privado no sea una alternativa de financiamiento sino un deber institucional.

La nueva gestión del Ministerio de Agroindustria tiene la oportunidad de comenzar a plantear una revisión general del modelo de INTA que requiere el país.

Reducir la discusión a la cuestión presupuestaria es otra muestra que en este tema (como en varios otros) el gobierno nacional sigue fiel a su táctica gatopardista: cambiar algo para que nada cambie.

* * *



Agradecemos la difusión del presente artículo: 

* * *

(*) En una reunión organizada en la Cámara de Diputados de la Nación para tratar el tema del presupuesto del INTA, su Director General de Administración sostuvo: “Nuestra situación es crítica, no podemos soportar otro recorte porque va a repercutir en líneas de investigación y funcionamiento de las unidades. En 2018 necesitaríamos para funcionar 901 millones de pesos y el presupuesto es 672 millones.” 
(**) Existe una Gerencia de Evaluación en INTA. Cuando se recibe financiamiento exterior se efectúan ciertas evaluaciones.
[4] En la vicepresidencia se mantuvo a Mariano Bosch, designado en ese cargo al inicio de la gestión del anterior ministro, Ricardo Bruyaile. Cabe acotar que Bosch es familiar del Jefe de Gabinete, Marcos Peña.
[6] Adolfo Coscia. Segunda revolución agrícola, Buenos Aires, CAIA, 1983.


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Colaboraciones por favor enviarlas a restaurar.arg@gmail.com

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