ESTADO Y BIOLENINISMO


El fascismo "bueno" de los Estados Unidos, 
régimen bajo el cual vivimos, desde las presidencias de Franklin Roosevelt hasta el día de hoy.


Segunda parte de la serie La Izquierda y el Poder



La democracia, como dijimos en la primera parte, no sólo no funciona, sino que no puede funcionar. Lejos de tener un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, tenemos lo que ha existido siempre a lo largo de los siglos: una minoría que gobierna y una mayoría que es gobernada.

Y, como bien ha dicho Gaetano Mosca, toda minoría gobernante ejerce su poder bajo una determinada fórmula política — es decir, una doctrina o creencia que legitima su autoridad. El Siglo XVII en Inglaterra, por ejemplo, fue marcado por un conflicto entre dos élites antagónicas, cada cual con su respectiva fórmula política. Por un lado, la corona, que quería consolidarse en una monarquía absoluta bajo la doctrina del Derecho Divino de los Reyes; por otro lado, el Parlamento, que buscaba legitimar su autoridad como representantes de un pueblo soberano que voluntariamente abandona el estado de naturaleza para organizarse políticamente.

Si bien existían posturas de lo más diversas, podemos decir que todas giraban alrededor de alguna de estas dos posturas, bien resumidas en el debate entre Robert Filmer, con su Patriarcha, y John Locke, con su Two Treatises of Government.

Detengámonos un momento a analizar este fragmento de Behemoth, de Thomas Hobbes, donde el autor da su punto de vista sobre la guerra entre el rey Charles I y el Parlamento (la traducción es mía):

Desde York el rey se dirigió a Hull, donde se encontraba su arsenal para la parte norte del país, para intentar ser recibido. El Parlamento había nombrado a Sir John Hotham gobernador del pueblo, quien ordenó que las puertas sean cerradas, y presentándose delante de los muros le negó la entrada al rey: por lo cual éste lo declaró traidor, y envió un mensaje al Parlamento para saber si ellos habían tenido algo que ver; y se hicieron cargo.

B. ¿Bajo qué pretexto?

A. Su pretexto era este: que ni este ni ningún otro pueblo de Inglaterra pertenecía al rey de alguna manera que no fuera en fideicomiso para el pueblo de Inglaterra.

B. Pero, ¿qué hay con el Parlamento? ¿Es el pueblo suyo, entonces?

A. Sí— dicen ellos — porque somos representantes del pueblo de Inglaterra.

Quédense con esa idea un momento, y ahora vayamos a este fragmento de Democracy: The God that Failed, de Hans-Hermann Hoppe:

Bajo un gobierno de propiedad pública [como la democracia] cualquiera puede en principio ingresar en la clase dirigente o alcanzar el poder supremo. Se difumina por tanto la distinción entre gobernantes y gobernados, así como la conciencia de clase [que separa unos de otros]. Se generaliza la quimera de que ya no existe semejante distinción, pues con un gobierno público nadie es gobernado por otros y cada uno se gobierna a sí mismo. Se debilita así la resistencia pública contra el poder del gobierno.

En pocas palabras, en democracia no sólo se mantiene la división entre gobernantes y gobernados, sino que con la teoría de la soberanía popular esta línea se vuelve mucho más difícil de percibir. Peor aún, la idea de que el pueblo se gobierna a sí mismo es la herramienta perfecta para justificar cualquier abuso de Poder — abusos que con el tiempo se van volviendo habituales y parte del orden natural de las cosas. Hoy, por ejemplo, tomamos cada nuevo gravamen y cada nueva regulación prácticamente como un hecho meteorológico, sin más resistencia que alguna que otra queja — mientras que al supuesto tirano Charles I le cortaron la cabeza, entre otras cosas, por subir los impuestos.

Lo que quiero decir con esto es que, lejos de ponerle un freno al Poder, la teoría democrática ha acelerado su crecimiento, como bien ha descrito Bertrand de Jouvenel en Sobre el Poder. La conscripción en Francia no existió durante el absolutismo de Luis XIV, sino que fue introducida por decreto en 1793, durante el gobierno “popular” de la Revolución. Y ni hablar de los Capetos durante la “oscura” Edad Media, que no tenían ni siquiera el poder de exigir impuestos.

Es decir, mientras que un gobierno “privado” depende de su propio ejército y de sus propios medios de subsistencia, un gobierno “público” tiene acceso teóricamente ilimitado tanto a los individuos como a los recursos de la nación. Después de todo, el pueblo no puede robarse a sí mismo ni ir a la guerra contra su voluntad.

Por lo tanto, vemos un crecimiento acelerado del poder estatal en paralelo con el desarrollo de la teoría de la soberanía popular. No por nada las guerras más sangrientas de la humanidad ocurrieron en el siglo de los gobiernos populares, y la supuesta mano dura zarista palideció ante el terror bolchevique. Vladimir Korolenko dijo: “Algún día la Historia dirá que la revolución bolchevique reprimió a los socialistas y a los revolucionarios sinceros con métodos idénticos a los del régimen zarista.” — a lo que Solzhenitsyn agregó: “¡Ojalá hubiera sido así! Habrían sobrevivido todos.”

Resumiendo, entonces, la democracia no es más que una fórmula política que ha servido para legitimar el gobierno de una minoría por sobre la mayoría, con el agregado de que, al volver borrosa la línea entre gobernantes y gobernados, la resistencia a los crecientes avances del Poder se ha vuelto prácticamente imposible.

En mi opinión, esta tendencia totalitaria dio un salto cualitativo en la primera mitad del Siglo XX, siendo los modelos más emblemáticos el de Alemania entre 1933 y 1945 (el fascismo “malo”), el comunismo soviético, y Estados Unidos durante las presidencias de Franklin Roosevelt (el fascismo “bueno”) — régimen bajo el cual vivimos hasta el día de hoy. Pero antes de meternos ahí hay que hacer un poco de historia norteamericana. Cito de mi Breve Historia del Universalismo:

[L]uego de la independencia, Estados Unidos comenzó a configurar su política interna a través de una serie de sistemas de partidos. El primero consistió en la división entre Federalists y Democratic-Republicans, entre 1790 y 1812 aproximadamente; el segundo, entre el Democratic Party y el Whig Party, más o menos entre 1820 y 1850; y el tercero, entre el Democratic Party y el Republican Party, creado tras la caída del partido Whig luego de 1850. La diferencia ideológica entre ambas partes era importante: el Democratic Party, anteriormente Democratic-Republican, era el partido de la libertad de comercio y la libertad individual; el Republican Party, antes llamado Federalist Party y luego Whig Party, era el partido de la intervención gubernamental en la economía y en la conducta de los individuos. Era conocido como “the party of great moral ideas.”

El Democratic Party gozó de hegemonía hasta que la cuestión de la esclavitud lo dividió a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Muchos de sus adherentes se unieron a los miembros del ex partido Whig y formaron el Republican Party, cuyo objetivo fue detener la expansión esclavista y, durante la Guerra Civil, sostener a la Unión en contra del derecho de secesión de los estados del Sur. Luego de la guerra, el dominio fue temporalmente Republicano, pero en adelante la disputa fue más pareja. […]

Como siempre, el trasfondo [de la disputa entre Demócratas y Republicanos] es etno-religioso. [H]abía una grieta entre pietistas y litúrgicos, que es en general una continuación de la eterna guerra entre la tendencia presbiteriana o “democrática” y la episcopal o “aristocrática” de organización eclesiástica. Los pietistas, para quienes la salvación era personal y no tenía tanto que ver con dogmas o unirse a una iglesia en particular, profesaban una “teología amplia” cuyo énfasis estaba en la importancia de sostener una relación interna, intensa e individual con Dios; y creían en el deber social de ayudar a cada individuo a alcanzar y sobre todo conservar su salvación manteniéndolo alejado del pecado, como uno evita que un drogadicto en rehabilitación tenga oportunidades para recaer. Sus prioridades eran tres: erradicar el alcohol, evitar la violación del Sabbath, y usar la educación pública para “americanizar” y “cristianizar” a los inmigrantes y descendientes de inmigrantes católicos. Étnicamente los pietistas eran mayormente White, Anglo-Saxon Protestants (WASPs).

Para los litúrgicos, en cambio, en su mayoría inmigrantes europeos católicos, anglicanos y luteranos, la salvación se lograba a través de los rituales y dogmas de la iglesia y sus sacerdotes. No había necesidad de intervención estatal porque las almas estaban en manos de las instituciones religiosas. Además, basándose en que Jesús mismo había tomado vino, no se oponían a la ingesta moderada de alcohol. Para el litúrgico, el pietista era un entrometido obsesionado con quitarle su cerveza y sus escuelas parroquiales. Según Rothbard [ver The Progressive Era], mientras que el pietista era un cruzado fastidioso, el litúrgico sólo quería ser dejado en paz.

Trasladadas a la economía, las diferencias entre pietistas y litúrgicos eran claras: los primeros preferían un rol central del estado y los segundos el laissez faire. Respecto a la inmigración, los primeros buscaban limitar el ingreso mayoritario de católicos e incentivar la llegada de pietistas británicos y escandinavos; mientras que los litúrgicos eran pro-inmigración según la tradición americana. En cuanto al voto femenino, las mujeres pietistas, mucho más políticamente activas, estaban decididamente a favor: líderes suffragettes como Susan B. Anthony, Carrie Chapman Catt, y Anna Howard Shaw, eran pietistas y prohibicionistas. Por otra parte, las mujeres de familias litúrgicas estaban en contra, al no estar, en términos generales, interesadas en la política. Para los pietistas, el voto femenino significaba un aumento del voto Republicano, a la vez que la restricción de la inmigración católica implicaba un golpe directo al voto Democrático. Y así vemos cómo cada grupo se ubicaba dentro de cada organización: litúrgicos en el Democratic Party y pietistas en el Republican Party.

Por supuesto, como algunos ya se habrán dado cuenta, esto fue cambiando, especialmente a partir de 1896 con la victoria del populista William Jennings Bryan en la interna del Partido Demócrata, que atrajo a muchos republicanos y causó que muchos demócratas huyeran hacia el Partido Republicano. Eventualmente, este big shift hizo que los pietistas quedaran acomodados dentro del Partido Demócrata, y los litúrgicos dentro del Partido Republicano — que es a grandes rasgos la configuración actual de ambos partidos.

Más o menos por esta época y hasta el fin de la Primera Guerra Mundial, durante la Era Progresista se intentó responder a los problemas de la Modernidad a través de la intervención estatal en la economía y en la sociedad. Nuevamente, de mi Breve Historia del Universalismo, y pido perdón por lo auto-referencial:

Por encima de todo, la entrada de los Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial ofrecía a los intelectuales progresistas la posibilidad de agigantar el poder estatal excusándose en la excepcionalidad de las circunstancias. Las posibilidades eran infinitas; los progresistas tenían planes para absolutamente todo. John Dewey, el más importante de los intelectuales de la época, creía que el avance tecnológico traía consigo la posibilidad de crear la sociedad perfecta.

Una sociedad materialmente perfecta, pero también moralmente perfecta. Nuevamente, el Estado como la gran iglesia proveedora y salvadora de almas obedecía al sentimiento pietista de los progresistas.

Sin embargo, este proyecto de utopía se diluyó terminada la Guerra, y todo quedó en veremos durante los ‘20, hasta que en 1933 Franklin Roosevelt y su banda llegaron al poder y traicionaron los principios históricos del Partido Demócrata ¹, cambiando el carácter del partido para siempre. Creo que prestarle atención a este período es clave porque todo el imperio Angloamericano — incluyendo Argentina, por supuesto — ha vivido desde entonces bajo el régimen del New Deal. Por este motivo, si bien voy a usar a los Estados Unidos como ejemplo a lo largo de este escrito por ser el inventor o perfeccionador de este modelo, todo lo que diga aplica a nuestro país, que sigue el mismo camino.

En pocas palabras, la filosofía de gobierno del New Deal es una moneda que de un lado tiene a la economía planificada y del otro lado al control burocrático de la población. O sea, a mayores garantías de bienestar social, mayores deben ser los mecanismos de sometimiento. Así, el Estado adquiere un nuevo rol, el de “garante de derechos”, cuyo principal requisito es intervenir en todo cuanto sea posible, haciendo de la expansión estatal un fenómeno en teoría ilimitado.

Si han leído la entrega anterior, verán que esto cuadra perfectamente con la teoría jouveneliana, según la cual todo poder busca expandirse a costa de los demás. En Sobre el Poder, Bertrand de Jouvenel nos habla de la conclusión lógica de esta tendencia:

El Poder estatal no cejará en su empeño mientras no acabe con cualquier otro poder; mientras no consiga arrebatar a todos de cualquier autoridad familiar y social para someterlos íntegramente a su propia autoridad; mientras no consiga la perfecta igualdad de todos los ciudadanos al precio de su igual aniquilamiento ante su dominio absoluto y la eliminación de cualquier otra energía que no provenga de él y en tanto no desaparezca cualquier superioridad que no sea consagrada por el Estado. En una palabra, mientras no alcance la atomización social, la ruptura de todos los lazos particulares entre los hombres, de modo que ya sólo se mantengan unidos por la común servidumbre que los ata al Estado. Por una fatal convergencia, se juntan los extremos del individualismo y del socialismo.

No he visto hasta ahora otro párrafo que ilustre tan a la perfección la tendencia de las sociedades occidentales a lo largo de los últimos siglos.

Tenemos, entonces, un modelo de crecimiento burocrático que tiende al infinito — el llamado welfare state — en un contexto político de “democracia” según el cual se accede al control del Estado a través de elecciones. El procedimiento es relativamente simple: quien accede al Poder quiere permanecer en el Poder, y lo hace asegurándose los votos de la mayor cantidad de gente posible, tantas veces como pueda.

Ahora bien, la mejor manera de mantenerse en el poder en un contexto “democrático” es cambiar recursos por lealtad — es decir, el gobierno recauda a través de impuestos e invierte en su propia continuidad, y sobre todo en su expansión, a través de la compra de votos.

Y ahora es donde viene la magia de la democracia. El gobierno cobra impuestos a la población en general, pero no usa ese dinero para comprar los votos de la mayoría, sino de minorías. Todo buen político sabe que las mayorías dispersas no tienen ninguna utilidad, porque son un conjunto desordenado de votos individuales. Sin embargo, no hay mejor carta en el juego democrático que hacerse con la lealtad de un conglomerado de minorías auto-conscientes y militantes que votan en bloque. El truco, por lo tanto, consiste en extraer de la masa informe la mayor cantidad de minorías y potenciales minorías posible.

Y digo potenciales minorías porque así como la democracia se basa en ganarse a las minorías existentes, el verdadero arte consiste en fabricarlas. Toda nueva minoría creada es, al menos en principio, leal a su creador.

Pero, ¿qué es una minoría? En democracia, una minoría es un grupo de personas que, por compartir una cierta característica o interés, tiende a votar en forma corporativa. Para crear una minoría, entonces, hay que seguir una serie de pasos:

a. buscar un grupo de personas con alguna cualidad en común.

b. implantar en esas personas una conciencia de grupo.

c. ganarse la lealtad del grupo a cambio de status, recursos y otros favores.

Más concretamente, hemos hablado del bioleninismo como el mecanismo más efectivo de fabricación, atracción y fidelización de minorías en nuestro sistema occidental. Los pasos son más o menos los mismos, con su propio giro marxista:

a. buscar un grupo de personas percibidas como “excluidas” o “marginadas” debido a una característica particular.

b. implantarles una conciencia de grupo basada en su condición de oprimido por un sistema injusto.

c. ganarse la lealtad del grupo a cambio de “reparaciones”, “derechos” o actos de “justicia social” en forma de status, recursos y otros favores.

Cada minoría, por su parte, puede ser un sub-grupo de un grupo mayor, como los “trans” pertenecen a la categoría “LGBT+” — donde el “+” es una invitación a la incorporación de nuevos grupos.

Yendo un poco más lejos, la última expresión del bioleninismo es una especie de “liga de minorías” — todas diferentes entre sí, pero unidas por una disciplina y solidaridad colectiva. Por este motivo no resulta raro que el activismo gordo, el ambientalismo, el feminismo, el activismo “LGBT+” y el activismo racial se muestren, más allá de las divisiones internas, como un movimiento monolítico leal a su creador. Si bien es cierto que, por ejemplo, existieron los “LGBT for Trump” y cosas similares, no han sido más que excepciones. El Partido Demócrata es el amo de las minorías.

A propósito de esto, veamos rápidamente el caso del voto negro en Estados Unidos. No está mal pensar que los negros, siendo un grupo visiblemente “diferente” a la mayoría europea, se habrían constituido en un bloque apenas abolida la esclavitud, pero hasta 1944 más o menos la mitad de los negros se identificaba como republicana, y la otra mitad como demócrata.

El proceso de creación del voto negro fue una iniciativa comunista². Como escribió el periodista Dan Smoot en 1957 en un artículo llamado The Harlem Vote, los comunistas, fieles a su estilo, comenzaron a sembrar discordia entre negros y blancos a mediados de la década del ‘20, y en los ‘30, los new dealers adoptaron la propaganda comunista como propia. En 1936 Roosevelt obtuvo el 71% del voto negro.

Luego, en 1948, los negros empezaron a emigrar hacia el Partido Demócrata gracias a dos grandes medidas del Presidente Truman: terminar con la segregación en las Fuerzas Armadas y legislar en contra de la discriminación racial. Sin embargo, hasta 1956 al menos ambos partidos seguían en disputa por el voto negro, y no fue hasta 1964 que la balanza se inclinó casi del todo. Poco después se sancionó la Ley de derecho de voto de 1965, que selló el asunto para siempre. Según Wikipedia:

La Ley de Derecho al Voto de 1965 (en inglés Voting Rights Act of 1965) es una ley histórica dentro de la legislación estadounidense ya que prohibió las prácticas discriminatorias en el derecho al voto a los afroamericanos en los Estados Unidos. Esta ley consiguió que después de casi 100 años de la promulgación Decimoquinta Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos -la cual prohíbe cualquier tipo de discriminación al voto basándose en la raza o en el color de los ciudadanos de los Estados Unidos- el derecho constitucional al voto estuviera protegido ya que hasta el momento había estados que para votar exigían pruebas de alfabetización o el pago de algún impuesto, utilizando estos recursos para limitar el derecho al voto de la gente negra. Dicha ley fue promulgada por el presidente Lyndon B. Johnson, el cual ya había promulgado la Ley de Derechos Civiles el año anterior.

A partir de ese momento los republicanos no tuvieron más nada que hacer — habían perdido el voto negro, y una de las minorías más considerables del país entregó definitivamente su lealtad al Partido Demócrata.

Otro caso es el de la “comunidad gay” — hoy “LGBT+”. Esta minoría también es una herramienta política del Partido Demócrata, que fue activamente en busca de sus votos por primera vez en la elección de 1984. En el ensayo llamado Coming out to Vote: The Construction of a Lesbian and Gay Electoral Constituency in the United States, Andrew Proctor cuenta esta historia en detalle, pero yo intentaré resumirla.

Hasta principios de los ‘80, ni Demócratas ni Republicanos querían adoptar a la comunidad gay por miedo a espantar a sus otros votantes, y durante más de una década no tuvieron representación política dentro de ninguno de los dos grandes partidos. En 1980, incluso, el activismo gay tuvo un breve lapso bipartidista — pero tras la victoria de Ronald Reagan y la derecha cristiana ese mismo año, se creó la National Association of Gay and Lesbian Democratic Clubs (NAGLDC) con el propósito de ejercer presión permanente y explícita sobre el Partido Demócrata.

Los gays y las lesbianas querían “inclusión y visibilidad”, pero los Demócratas querían ganar elecciones, y no estaban convencidos de que adoptarlos fuera una buena idea.

La jugada maestra consistió en transformar el movimiento gay, haciéndolo pasar de un “interest group” a un “civil rights group” — asociándolo a otros grupos marginados en el Partido Demócrata, como los negros, relacionando la discriminación racial con la discriminación por orientación sexual. Según la NAGLDC, gays y lesbianas encajaban bien en una coalición Demócrata en desarrollo, compuesta por mujeres, minorías y grupos ambientalistas.

De a poco, la NAGLDC convenció al Partido de que la comunidad gay podía ser de gran ayuda en sucesivas elecciones — apoyando además a candidatas mujeres y “de color” como muestra de solidaridad y deseo de pertenecer a la confederación de minorías — y su importante contribución en las elecciones legislativas de 1982 fue finalmente reconocida por el Democratic National Committee.

Sin embargo, la NAGLDC siguió ejerciendo presión. Los activistas, aferrándose a una imagen idealizada del Partido Demócrata como el partido de los derechos civiles, unificaron su causa con la de todos los grupos oprimidos, y, a pesar de la resistencia interna, tuvieron éxito: la Plataforma del Partido Demócrata de 1984 incluyó por primera vez el aumento de fondos para combatir el HIV, la prohibición de la discriminación laboral, el fin de la violencia “antigay”, el fin de la prohibición de los homosexuales en el ejército, entre otras cosas. A partir de allí, la comunidad gay quedó definitivamente ligada al Partido Demócrata.

A su vez, dentro del bloque homosexual, el colectivo de infectados con HIV es otro caso muy interesante. El activista seropositivo Alejandro Acosta, por ejemplo, dice que siempre vota pensando primero en su “condición preexistente”. Lógicamente, para una persona con HIV el voto es un asunto de vida o muerte, y será leal a quien sea que le garantice el acceso a sus medicamentos. Por lo tanto, votará siempre al partido más interesado en el mantenimiento y expansión de la salud pública, que por supuesto es el Partido Demócrata.

El portador de HIV, entonces, está bastante cerca de ser una construcción perfecta del sistema político “democrático” — una minoría que depende del aparato estatal para su supervivencia; una minoría cuyos intereses están alineados con el afán expansivo del Estado. Por eso, a cambio de su lealtad, el portador recibe un conjunto de beneficios. Desde principios de los ‘80, los demócratas han apoyado el testeo voluntario, medidas “anti-discriminatorias”³, y la asignación de mayor cantidad de recursos a la investigación y el tratamiento del HIV.

Otra “minoría perfecta” es el colectivo “trans” — hijo de la “comunidad gay” y una criatura del Partido Demócrata. El individuo “trans”, como el portador de HIV, vota a partir de su condición preexistente. Su “disforia de género” — muchas veces implantada por el establishment político y mediático — necesita ser mitigada a través de cirugías, terapia psicológica, tratamientos hormonales y medicamentos, por lo que —nuevamente — sus intereses van en la misma dirección que los del Estado: el crecimiento de la salud pública. Además, por tratarse también de una minoría de bajo status por defecto, requiere de la protección estatal a través de leyes de “inclusión” — cupos laborales, subsidios, y medidas “anti-discriminatorias” en general.

Debemos entender que la política se trata de incentivos. Siempre hay que mirar hacia dónde van los incentivos. En un contexto de expansión burocrática ilimitada, ¿qué mejor sujeto que aquel cuya existencia depende del crecimiento del Estado? El Estado, en su proceso de ampliación, buscará crear dependencia en la mayor cantidad de gente posible. Por eso el bioleninismo — el proceso de politizar minorías compuestas por individuos de bajo status — es tan efectivo. No es casualidad que el Estado enfoque sus esfuerzos en “desestigmatizar” el HIV en lugar de erradicarlo, basando sus políticas siempre en la “ampliación de derechos” y la disminución de las obligaciones. Tampoco es casualidad que haya habido una explosión de “gente trans” en la última década. Las personas sanas son menos dependientes.

Por todo lo anteriormente dicho, no es ninguna sorpresa que más del 80% de los miembros de la “comunidad LGBT+” haya votado a Joe Biden en 2020.


En cuanto a las mujeres, el tema es todavía más complejo. Ya hemos visto, para empezar, que el voto femenino fue desde el principio una iniciativa de las mujeres pietistas — progresistas — por ser políticamente activas. Las mujeres más conservadoras, en cambio, no estaban tan interesadas en la política, limitándose a sus familias y a sus respectivas iglesias.

Si bien no existen “las mujeres” como minoría, como en el caso de otros grupos, es cierto que tienden a identificarse — quizás por su propia naturaleza — más con la piedad que con la justicia, encontrando los discursos de izquierda más atractivos que en el caso de los hombres. Las mujeres son muy buena materia primera para la fabricación de militantes de izquierda, que es el propósito del feminismo. La metodología es la misma que en el caso de las demás minorías: primero, identificar a “la mujer” como potencial minoría; segundo, implantar en ella una “conciencia de clase” acerca de su realidad como sujeto oprimido; tercero, ofrecerse como posible emancipador o liberador.

Así es, ni más ni menos, como el Poder — representado por un Estado controlado por un Partido — fabrica minorías para sí mismo. En realidad, el verdadero fin de la propaganda comunista es la creación de sujetos pro-Estado. Ni los anarquistas son anarquistas en Clown World:

Volviendo al tema, los números indican que en 2017 el 56% de las mujeres se identificaban como demócratas (incluyendo el 66% de las mujeres hispánicas y el 87% de las mujeres negras), mientras que sólo el 37% eran republicanas. Los hombres, en cambio, tendían en un 48% hacia el Partido Republicano y en un 44% hacia el Partido Demócrata.

La grieta no ha hecho más que profundizarse desde 1980, cuando sólo el 47% de las mujeres votaron por Ronald Reagan contra el 55% de los hombres. Y ya van tres minorías o coaliciones de minorías que el GOP perdió ante su rival — los negros en 1948, las mujeres en 1980, y los gays y sus aliados en 1984.

Por otra parte, no sólo es que las mujeres se han ido de a poco hacia el bando Demócrata — otra vez, en gran parte gracias a la propaganda feminista — sino que también se han vuelto más políticamente activas: las mujeres pasaron de tener 10% menos de probabilidades de votar que los hombres en la década de 1940 a tener aproximadamente 4% más de probabilidades de votar en 2016.


Ahora bien, si en 1976 el asunto estaba parejo como muestra el gráfico, ¿qué pasó en 1980? Simplemente que el Partido Republicano dio un giro bastante importante hacia la derecha, recortando el gasto público, restándole importancia al medio ambiente, y limitando el rol del Estado — todos asuntos “que a las mujeres les importan”.

Además, las mujeres comenzaron a tener una representación desproporcionada en el sector público, como en el caso del sistema educativo. Y por otra parte, el aumento de los casos de divorcio y de madres solteras, más la caída de los matrimonios, hicieron a las mujeres más dependientes de la asistencia estatal. En 2008, por ejemplo, el 74% de las madres solteras — una minoría no casualmente en constante crecimiento — votó a Obama. De hecho, las madres solteras son hoy un “super poder” de los Demócratas según este artículo. Claro que dice “single parents” y no “single mothers” — pero podemos dejar de hacernos los tontos.

En resumen, está claro que, fuera del contexto familiar tradicional, hombres y mujeres tienen pensamientos distintos — y el Partido Demócrata, el partido del “big government” representa mucho mejor los intereses de las mujeres que sus competidores. Y en el caso puntual de las mujeres negras, todavía más, por tratarse de una minoría por partida doble. “Oppression olympics” es un fenómeno real.

Por supuesto, las mujeres no votan a los demócratas gratis, y su lealtad es siempre bien recompensada: desde puestos de trabajo otorgados a través de “cuotas de género”, pasando por la adulación constante desde todos los organismos estatales y paraestatales, hasta trato preferencial ante la ley. Por ejemplo, en los Estados Unidos, los hombres tienen el doble de probabilidades de ser sentenciados a prisión que las mujeres y reciben en promedio sentencias de cárcel un 63% más largas.

A propósito de este asunto del trato preferencial, vamos a hacer un ejercicio mental. Ya hemos hablado de que las minorías reciben status y obsequios a cambio de su lealtad, como bien dicta la teoría del bioleninismo. Sin embargo, vamos a explicar bien cómo funciona. Se lo robé a Curtis Yarvin, para variar.

Imaginemos que nos importan muy poco la Constitución y los principios liberales de igualdad ante la ley , y queremos crear un sistema de nobleza hereditaria.

Primero, vamos a definir a nuestros nuevos nobles. Si cualquiera de tus padres es un noble, vos sos un noble, porque en nuestro experimento la nobleza parte de una cualidad biológica: un bebé plebeyo adoptado por padres nobles es un plebeyo, pero un bebé noble adoptado por padres plebeyos es un noble.

Pasemos a deberes y privilegios — o sólo privilegios, porque este es el Siglo XXI y todo se trata de derechos y no de obligaciones. Si bien tanto plebeyos como nobles son seres humanos, el noble es superior al plebeyo, y en caso de conflicto entre un plebeyo y un noble, se presume que este último tiene la razón y el plebeyo está equivocado. Por supuesto, cada caso es diferente, pero ésta es la postura oficial.

Por ejemplo, si un noble ataca a un plebeyo, se presume que éste hizo algo para provocarlo — y si existe un patrón de ataques de nobles a plebeyos, éstos deben reexaminar su comportamiento y ser de alguna forma reeducados, porque algo están haciendo mal.

Si un plebeyo ataca a un noble, sin embargo, el asunto se debe tratar con extrema seriedad. Y ni hablar si se trata de algo sistemático. La ideología “anti-noble” es inerradicable — y la única forma de mantenerla a raya es a través de la eterna vigilancia. Siempre estamos a un paso de que los plebeyos empiecen a cazar nobles por deporte.

Así, aunque los plebeyos pueden formar amistades y sociedades entre sí, no pueden organizarse políticamente como plebeyos — y mucho menos excluyendo a los nobles. Los nobles, en cambio, pueden formar sociedades exclusivas con absoluta libertad, y de hecho son alentados a hacerlo. Cuando un noble accede a un espacio plebeyo sin invitación, está creando “diversidad”. Cuando un plebeyo entra a un espacio de nobles sin permiso, está invadiendo u oprimiendo.

Ahora bien, siempre que exista un conflicto de cualquier tipo entre un plebeyo y un noble, nuestra tarea es decidir a favor del noble. Por ejemplo, cuando hay dos candidatos para un mismo puesto laboral, y sólo uno de ellos es un noble, hay que elegir al noble. Lo mismo sucede con el acceso a las universidades o cualquier otro ámbito. Aun cuando un plebeyo haya hecho más mérito, el noble siempre es la mejor opción.

Es más, el gobierno es el que debe encargarse de ajustar toda disparidad entre plebeyos y nobles porque, si bien es evidente que el noble es intrínsecamente superior al plebeyo, la sociedad no siempre es capaz de verlo. Toda evidencia de superioridad plebeya no es más que un vestigio del Antiguo Régimen, cuyo enfoque anti-noble fue creado para sostener artificialmente a los plebeyos por encima de los nobles.

En cuanto al ámbito laboral, toda empresa debe declararse explícitamente pro-noble, y no dejar bajo ningún punto de vista que sus empleados plebeyos se comporten con insolencia o falta de respeto frente a sus empleados nobles. Si alguno lo hiciera, deberá ser despedido inmediatamente, sea cual sea su cargo.

En general, toda la estructura social deberá servir al avance de los intereses de los nobles. Para un plebeyo debe resultar muy incómodo y muy inconveniente entrar en conflicto con un noble, por lo que tenderá a evitarlo, logrando que el noble se salga casi siempre con la suya. De ese modo, al no encontrarse con ningún tipo de resistencia plebeya, individual o grupal — Dios no lo permita — los intereses de los nobles avanzarán sin mayores sobresaltos.

En fin, ya hemos pintado bastante bien la escena. Veamos qué conclusiones podemos sacar.

Primero, que este es un sistema demencial incompatible con una sociedad civilizada. Segundo, es una descripción bastante acertada de la relación entre las mayorías y las minorías protegidas en Estados Unidos y el resto de sus colonias informales. Tercero, este sistema de noblesse sans oblige no tardaría más que un par de generaciones en convertir a la mejor de las élites en sabandijas irredimibles, pero aplicado a minorías sin capacidad para asumir la responsabilidad que conlleva el poder —un poder adquirido sin mérito alguno — resulta la receta perfecta para crear basura humana. No estoy jodiendo:


Si eso no es un noble hablándole a la plebe, no sé qué es.

En nuestro modelo, por supuesto, los plebeyos son la gente normal, de la cual se espera sólo una cosa — apoyo incondicional en forma de sumisión absoluta.

Toda persona “cis” — léase normal — tiene que celebrar lo “trans” y lo “no binario” y lo “queer”. Toda persona heterosexual — léase normal — tiene que celebrar la homosexualidad.

Todos debemos celebrar la supresión de la familia con mamá y papá y festejar el advenimiento de “las familias” compuestas por Dios sabe quién.

Series, películas y libros de nuestra infancia son “re-imaginados” desde la perspectiva bioleninista de celebración de minorías, cosa que el público debe aprender a querer y adoptar como propia, bajo amenaza de ser acusado de “racismo”, “homofobia”, “transfobia” y demás términos inventados hace 5 minutos que no significan absolutamente nada y cuyo único propósito es el disciplinamiento de disidentes.

Por supuesto, todos debemos saltar de alegría ante el hecho de que nuestra sociedad científica ha avanzado al punto de asegurar que la obesidad y la salud son conceptos compatibles — y que los “estándares de belleza” son construcciones opresivas.

También debemos estar felices porque nuestros hijos están siendo educados en estas teorías sociales de vanguardia, para que crezcan como individuos nuevos y no trogloditas como sus padres, que crecieron con Rompeportones y Poné a Francella.

Todo plebeyo, además, debe saber identificar y parar en seco todo instinto de resistencia — incluyendo pensamientos malos — y recordar que todo esto es parte del progreso humano. Esto es la “deconstrucción” — un proceso a través del cual el plebeyo va abandonando los valores de su crianza para hacer lugar a los valores del Estado y sus militantes, que no sólo son mejores, sino que son los únicos socialmente aceptables.

En pocas palabras, Estado y minorías están en una misión histórica de liberación de los oprimidos, y cualquier tipo de oposición o renuencia por parte de la mayoría es un acto reaccionario intolerable. Fascismo, ni más ni menos.

Ahora bien, lo que hay que tener bien claro es que este orden de cosas no tiene nada que ver con la salud general de la nación, por más que intenten convencernos de lo contrario. El Estado y su coalición de minorías persiguen sus propios intereses, que son antagónicos a los de la gran mayoría de la población.

Y con esto no quiero decir que busquen hacer el mal necesariamente, sino que, en su camino de acumulación de Poder — de “emancipación” o “liberación” — están destruyendo sociedades enteras. Más allá de que afirmen que existe la utopía comunista al final del camino, nunca nadie en la Historia ha sabido cómo llegar.

Los comunistas sólo saben destruir, y su premisa es el axioma rousseauniano de que el hombre es fundamentalmente bueno, pero es corrompido por las instituciones. Desmanteladas las estructuras opresivas — el capitalismo, el “supremacismo blanco”, el “patriarcado”, o la “heteronormatividad” — el comunismo debería florecer espontáneamente.

Y no sólo no saben cómo hacerlo, sino que no saben cómo funcionaría una sociedad genuinamente comunista. En Anti-Dühring, Engels dice, por ejemplo, que con el comunismo llegaría el fin de la división del trabajo, y la posibilidad de “ofrecer a todo individuo la ocasión de formar y ocupar en todos los sentidos todas sus aptitudes físicas y espirituales”. Marx, por su parte, dice en La Ideología Alemana que el comunismo “corresponde al desarrollo de los individuos en individuos completos y al abandono de todas las limitaciones naturales”.

Esto es absurdo — una especie de delirio gnóstico transhumanista. El fin último es Fully Automated Luxury Gay Space Communism: una sociedad de ciencia ficción sin género, sin trabajo, sin ricos ni pobres, sin límites, donde todo el mundo vive en la abundancia explorando sus aptitudes físicas y espirituales “en todos los sentidos” — sea lo que sea que eso signifique.

Esto no sólo no va a ocurrir, sino que no puede ocurrir. Al final de esta larga marcha no habrá más que el caos de una sociedad desgarrada, y cualquier nación que adopte este modelo creyendo lo contrario está perdida. La izquierda busca el Poder y sólo el Poder, y los males sociales no han hecho más que multiplicarse en las últimas décadas, porque de la podredumbre salen los votos que la izquierda necesita.

Como dijo Curtis Yarvin, la izquierda está preocupada por su propio poder más que por el bienestar de la sociedad. Preferiría gobernar en el Infierno que servir en el Cielo, y convertiría cualquier cielo en un infierno para alcanzarlo.

1

Roosevelt basó su campaña en denunciar el excesivo gasto público de la administración Hoover, siguiendo la línea histórica del Partido Demócrata, y hablando de volver a un “gobierno responsable”.

2

La NAACP fue fundada por Mary White Ovington, William English Walling, y Henry Moskowitz, que eran tan negros como Maru Botana. Según cuenta Kevin MacDonald en The Culture of Critique, el activista negro Marcus Garvey se fue indignado de una de sus reuniones en 1917 por tratarse de una “organización blanca”. Los negros jugaron un rol muy marginal en la fundación y primeras décadas de la NAACP.

3

En California, por ejemplo, ya no es un delito tener relaciones sexuales sin protección siendo portador de HIV, aun manteniendo esta condición en secreto. De más está decir que ninguna de estas políticas tiene como propósito el bienestar general de la población.

4

Vuelvo a recomendar Irreversible Damage de Abigail Shrier para comprender mejor este fenómeno.

5

Los hombres demócratas, por su parte, hicieron lo contrario: empezaron a abandonar el barco y pasarse al Partido Republicano.


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