LA IZQUIERDA Y EL PODER

 

Ilustración por Tatsuya Ishida (@TatsuydaIshida9)

El objetivo es crear duda y culpa en los argentinos.

Autor: reaxionario (@reaxionario)

Nota original: https://reaxionario.substack.com/p/la-izquierda-y-el-poder


“…over the last four centuries at least, the left tends to win and the right tends to lose. If you’re a young, ambitious man or woman, power is what you crave, and scruples are not your thing, history tells you: go as left as possible.” — Mencius Moldbug



A grandes rasgos, según lo que he leído a lo largo del tiempo, puedo afirmar que la principal diferencia entre la izquierda y la derecha es que la primera ha entendido al Poder y la segunda no.


Y más que entenderlo, la izquierda ha sabido hacer del Poder su propósito — casi su religión. Más allá de sus enormes y a veces mortales diferencias, todos los ideólogos de la izquierda han dedicado su obra a un mismo objetivo: el estudio del Poder. La izquierda, en su más cruda expresión, es la obsesión enfermiza por el Poder. Dónde está, cómo funciona, y sobre todo cómo obtenerlo.


Ahora bien, está claro que como derechistas nuestra principal arma es y seguirá siendo la verdad, pero no se puede combatir sólo con la verdad en un mundo en el que payasos con vestido grabándose teniendo “dolores menstruales” son moneda corriente. Hace falta algo más — hace falta entender a la izquierda, al Poder, y la estrecha relación entre ambos.

A diferencia de algunos, creo que el término “izquierda” sigue siendo perfectamente válido, pero quien quiera puede reemplazarlo por “comunismo”, el eufemismo moderno “progresismo”, o mi favorito — “Whiggismo”. Las etiquetas son circunstanciales, y yo mismo iré variando los términos, pero todos describen a la misma criatura.


No vamos a hacer un análisis histórico exhaustivo, pero se puede decir que la izquierda tal cual la conocemos hoy nació en Inglaterra durante el Siglo XVII, momento en el que la “liga de la malicia” — un ejército formado por calvinistas, independientes, católicos, oportunistas, delincuentes, republicanos, entre otros — bajo el mando de la élite londinense se empleó como arma en contra del rey Charles I, en lo que se conoce como Guerra Civil Inglesa. A partir de ahí, el mismo “espectro” se hizo presente en diversas revoluciones a lo largo de la Historia.


O sea, lo que conocemos accidentalmente como izquierda es una posición teológica que trasciende cada una de sus iteraciones históricas puntuales, y cuyo embrión puede encontrarse en los varios Agreements of the People, escritos por los Levellers ingleses entre 1647 y 1649, que propugnaban la igualdad entre los hombres y la soberanía popular.


Pero, como siempre ha sucedido, dentro de la izquierda como movimiento han existido posiciones más radicales. Por ejemplo, paralelamente a los Levellers existían los True Levellers o Diggers, que llevaban la cuestión todavía más lejos, y sostenían que la tierra era un tesoro común de la humanidad y que ningún hombre debía estar bajo el gobierno de otro.


La izquierda, entonces, cree en la igualdad como principio sobre el cual se debería ordenar la sociedad. Y digo “debería” porque esto, como sostendría cualquier comunista, no es lo que sucede en la realidad, ya que ciertos hombres, en un estado de corrupción moral, han erigido y perfeccionado estructuras de dominación para subyugar a otros hombres.


Todo comunista, por lo tanto, parte de la premisa de que vivimos en un mundo hostil e injusto al que hay que cambiar a cualquier costo — haciendo caso omiso de sus leyes e instituciones, que al fin y al cabo no son más que herramientas de opresión.


Ya sea de forma progresiva y pacífica o a través de revoluciones sangrientas, la izquierda cree que el cambio hacia una especie de Nueva Jerusalén no sólo es un imperativo moral, sino que también es inevitable. Esto es lo que llamamos Perspectiva Whig de la Historia. Para más detalles no dejen de consultar The Whig Interpretation of History, de Herbert Butterfield, pero podemos resumir el asunto de la siguiente manera:

a) según esta perspectiva, la Historia es lineal y transcurre inexorablemente desde un pasado de tinieblas e ignorancia a un futuro utópico;

b) por lo tanto, la Historia sólo permite desplazamientos hacia uno de los dos extremos;

c) quienes tiran del carro de la Historia hacia adelante son los “progresistas” y quienes intentan impedirlo, aunque inútilmente en última instancia, son “reaccionarios”;

Inevitablemente, esto tiene sus implicancias. Primero, la necesidad de estudiar la Historia no con la intención de comprender, sino de juzgar, dividiendo entre buenos y malos. Segundo, y en relación con lo anterior, la Historia se estudia haciendo constantes referencias al presente — un presente en constante evolución. Por lo tanto, los progresistas de ayer pueden ser los reaccionarios de hoy, pero no al revés, debido a la unidireccionalidad de la Historia. Por ejemplo, Thomas Jefferson fue un radical de su tiempo, pero hasta a él le costaría entender la noción de hombres menstruando.


Tercero, la percibida linealidad y unidireccionalidad de la Historia, y la idea de que el presente es el resultado de un recorrido al que algunos han sumado y otros restado, crea una ilusión óptica que se vuelve más fuerte a medida que alejamos la lupa de los sucesos históricos. El historiador manipula la Historia seleccionando y ordenando los acontecimientos para dar la impresión general de un “camino” de progreso. En resumen, la abreviación de la Historia favorece al principio de progresión del whiggismo.


Todo esto, en realidad, trae como consecuencia algo muy concreto y muy peligroso — la distinción entre la violencia revolucionaria y la violencia reaccionaria, siendo esta última siempre condenable, y la primera justificable al menos en algún punto, en no menor parte por haber contribuido al devenir histórico. En estrecha relación con esto, además, las corrientes más radicales de la izquierda distinguen entre la violencia del opresor y la violencia del oprimido, aplicando la misma doble vara. Todo esto, claro, se reduce a algo muy sencillo, que es la justificación de la violencia contra los enemigos de la izquierda, a quienes se los considera inherentemente malvados. Este es, en esencia, el mensaje de Herbert Marcuse en Repressive Tolerance.


Ahora bien, a pesar de la inevitabilidad del triunfo del progreso, y de las incontables revoluciones que han movido la Historia hacia adelante, la izquierda sigue viviendo bajo la ilusión de que representa la rebeldía — el underdog peleando contra las casi invencibles fuerzas de la reacción. La izquierda vive en un estado de urgencia permanente, como si el enemigo, siempre más poderoso, estuviera a la vuelta de la esquina listo para atacar ante el primer descuido, demora o “retroceso” histórico.


Por este motivo, todo lo que se haga al servicio del progreso — mentir, engañar, ocultar, robarse una elección, poner una bomba, golpear, o matar — no sólo es excusable, sino también necesario y deseable. Al fin y al cabo, al Mal se lo debe parar cueste lo que cueste. La izquierda, como guardiana de la Historia, tiene el deber moral de crear las condiciones para el progreso, por las buenas o por las malas. Y acá es donde entramos a la cuestión del Poder, la eterna fijación de la izquierda.


En Nemesis, Chris Bond — profundizando sobre lo ya expuesto por Bertrand de Jouvenel en Sobre el Poder — nos habla de una “estructura constante” que ha persistido en las sociedades humanas a lo largo del tiempo y dentro de la cual existen las relaciones de Poder. Esta estructura se divide en tres categorías.


La primera es el centro de Poder, que puede estar ocupado por una persona, una institución, o algo incorpóreo, y que es el punto alrededor del cual se concentran todos los demás actores de una sociedad. Como veremos más adelante, el centro es el aspecto más importante de este “modelo jouveneliano”.


A la segunda categoría pertenecen “los centros de poder subsidiarios que existen fuera del Centro”, que actúan en su nombre o bajo su autoridad. Iglesia, familia, corporaciones, gobiernos municipales o provinciales, entre otros — todos, en mayor o menor medida, demandan obediencia dentro del poder mayor del Centro, del cual derivan su legitimidad.

Finalmente, encontramos a la “periferia”, que es directamente gobernada por los poderes subsidiarios, y por lo tanto indirectamente gobernada por el Centro. En pocas palabras, la periferia es la población en general — la plebe, el proletariado, el pueblo — no constituida por sí misma en ningún tipo de organización o centro de poder.


Desde ya, lo interesante no son las categorías en sí, sino la manera en la que interactúan entre ellas. Jouvenel dice que, una vez constituido el Centro en una sociedad, éste se vuelve su símbolo, su “centro místico, la fuerza que la mantiene unida, la virtud que la sostiene”, pero al mismo tiempo “una entidad fundamentalmente egoísta y depredadora” marcada por la ambición, la explotación y la voluntad de poder.


El Centro, cuya motivación principal es su propia expansión, “apela a la periferia de la sociedad como medio de entrar en conflicto indirecto y subversivo contra sus propios subsidiarios”. Por lo tanto, si bien el Centro y los poderes subsidiarios están del mismo lado, ambos coexisten “en un estado de constante tensión y conflicto”.


La periferia, siendo el elemento más grande de este modelo, representa una “herramienta muy poderosa para aquellos interesados en alterar un orden determinado”, ya que es “una fuente casi inagotable de participantes leales en el conflicto entre centros de poder”.


Por lo tanto, con el fin de ser seducida, la periferia siempre es representada como oprimida y “necesitada de alguna forma de empoderamiento político” a través de una alianza con otro actor. Estas alianzas, como dice Bond, pueden darse de varias maneras:

“En algunas instancias, es el Poder el que se alía con la periferia […] para fortalecerse, debilitando así a los centros subsidiarios; en otras, son los centros de poder subsidiarios los que se involucran con la periferia para minar y destituir al Poder primario. Cualquier sección sea la alineada con la periferia […] sin esta alianza con un centro de poder establecido, la periferia misma es irrelevante.”

Resalto esto último porque es de suma importancia. Según el modelo jouveneliano, la periferia sólo se convierte en un actor relevante a través de la unión con alguna forma de poder:

“Una protesta, una rebelión, o cualquier otra acción disidente por parte de la periferia, si carece del apoyo de algún elemento de la estructura de poder, rápidamente caerá en la irrelevancia; de tener este apoyo, será provista de recursos, exposición y personificación institucional.”

De esta manera, dice Bond, se excluye “la posibilidad de rebelión exitosa sin la participación de algún elemento de la estructura de poder”, éste último siempre representado por una minoría organizada — en palabras de Gaetano Mosca — o vanguardia — según Lenin.

En Los Fundamentos del Leninismo, Stalin critica fuertemente al khvostismo — del ruso khvost, que significa “cola” — que es precisamente la teoría equivocada de que el movimiento obrero debe ser espontáneo:

“La teoría de la prosternación ante la espontaneidad es decididamente contraria a que se imprima al movimiento espontáneo un carácter consciente, regular; es contraria a que el Partido marche al frente de la clase obrera, a que el Partido haga conscientes a las masas, a que el Partido marche a la cabeza del movimiento; aboga por que los elementos conscientes del movimiento no impidan a éste seguir su camino, aboga por que el Partido no haga más que prestar oído al movimiento espontáneo y se arrastre a la zaga de él. La teoría de la espontaneidad es la teoría de la subestimación del papel del elemento consciente en el movimiento.”

Como bien sabía Stalin, “grassroots” siempre es “astroturfing” — al menos en los casos exitosos.


Volviendo al modelo jouveneliano, cada vez que un centro de poder, a través de una alianza con la periferia, prevalece sobre un poder competidor, lo que sucede en realidad es una “reestructuración de la obediencia” — es decir, un simple cambio de autoridad o el fortalecimiento de una autoridad existente.


Por ejemplo, si la periferia y una minoría organizada se unen para derrocar al Poder Central, ocurre un cambio de régimen, y el Centro pasa a ser ocupado por una nueva élite, que buscará seguir contando con el apoyo popular para continuar su conquista y expansión. Por ejemplo, la Revolución Rusa.


En cambio, si el Poder Central y la periferia forman una coalición en contra de los poderes subsidiarios, éstos últimos verán su autoridad erosionada por el crecimiento de la autoridad central. Por ejemplo, el régimen soviético una vez enquistado en el Poder.


O, quizás, los poderes subsidiarios buscan el apoyo de la periferia para detener la expansión del Centro, que es una perpetua amenaza a su existencia e influencia.


Sea como fuere, el cambio siempre es vendido a la periferia como “liberación” o, para usar un eufemismo moderno, “ampliación de derechos” — especialmente cuando es el Poder Central el que avanza sobre los poderes subsidiarios terminando con sus “pequeñas tiranías” sobre la periferia. Por supuesto, esto esconde una paradoja: cada nuevo derecho implica necesariamente un correspondiente crecimiento del Poder Central para hacer que se cumpla.


Históricamente, estas alianzas entre los poderes y las periferias han resultado en revoluciones sangrientas y guerras civiles, pero el sufragio universal trajo consigo una nueva manera de resolver los conflictos. Una nueva forma de guerra civil — las elecciones. Y efectivamente, esta dinámica de “expansión” y “liberación” que existe entre el Poder y la periferia es lo que conocemos como democracia.


Es fundamental entender que la democracia — en el sentido de que el pueblo se gobierna a sí mismo — es impracticable. En toda organización de más de media docena de personas, por más democráticos que hayan sido sus orígenes, alguna forma de liderazgo comenzará tarde o temprano a desprenderse del resto de sus miembros. Esto, que fue analizado por Robert Michels en Los Partidos Políticos, se llama Ley de Hierro de la Oligarquía — y se llama “ley de hierro” por algo.


Naturalmente, de ninguna manera puede existir democracia verdadera en un país de millones de personas. Por eso se inventó la democracia representativa, según la cual el pueblo delega su soberanía en “representantes” que responden a él y ejercen su voluntad. Esto tiene perfecto sentido — al menos hasta que uno lo analiza durante más de dos segundos.


Lo cierto es que la soberanía no puede ser delegada, aunque sí puede ser traspasada. Inmediatamente después de haber recibido el poder, los representantes del pueblo no tardarán en comenzar a tomar decisiones de manera autónoma, lo cual es perfectamente lógico. Incluso si persistieran en su afán puramente democrático, ninguna nación podría someter cada una de sus decisiones a cada uno de sus habitantes. Para solucionar esto, entonces, los representantes se vuelven “intérpretes” del pueblo, con el obvio resultado de que muchas veces estas “tendencias autocráticas” que describe Michels se hacen pasar por “la voluntad popular”. En su versión más extrema, esto se llama bonapartismo, que es la conclusión lógica de la democracia representativa, donde el gobernante se transforma en la encarnación de la perfecta voluntad del pueblo.


Hablemos, entonces, de la democracia por lo que realmente es. Como dice Gaetano Mosca en La Clase Política, en todo tiempo y en todo lugar hay una clase gobernante (una minoría organizada, un Centro de Poder) y una clase gobernada (una mayoría dispersa, la periferia) y la democracia representativa no es la excepción:

“Cuando hablamos de que los votantes ‘eligen’ a su representante, estamos usando un lenguaje muy inexacto. La verdad es que el representante se hace elegir por los votantes. […] En las elecciones, como en todas las otras manifestaciones de la vida social, aquellos que tienen la voluntad, y especialmente los medios morales, intelectuales y materiales para forzar su voluntad sobre otros prevalecen sobre el resto y los gobiernan.”

¿Cómo es que alguien se hace elegir? Más allá de contar con una infraestructura que le permita siquiera acceder a una candidatura — contribuciones privadas, un aparato propagandístico, el apoyo de un partido, entre otros — el aspirante se distingue de sus competidores haciendo constantes y cada vez más excesivas apelaciones a la periferia. Dice Michels:

“…cuando dos candidatos de las mismas opiniones políticas se presentan en un mismo distrito, cada uno de ellos está obligado a tratar de diferenciarse de su rival mediante un movimiento hacia la izquierda.”

En otras palabras, el candidato tratará de alguna manera de implantar en sus potenciales votantes la idea de que el régimen actual es opresivo, injusto o al menos no lo suficientemente “democrático”, e intentará presentarse como reparador de esa injusticia, prometiendo más derechos y más “empoderamiento”. Al mismo tiempo, intentará causar en la población la impresión de que sus rivales representan ideologías retrógradas y dictatoriales.


Para cada candidato, entonces, los incentivos apuntan claramente hacia la realización de promesas cada vez más extravagantes, entrenando al electorado a aumentar sus expectativas tras cada elección. Esto, naturalmente, ocurre en un sentido único. Por ejemplo, todo candidato que hable de austeridad, obligaciones y responsabilidades será vencido por otro que hable de abundancia y derechos — incluso y especialmente en tiempos de crisis que vuelven las promesas prácticamente irrealizables.


La democracia, entonces, es el arte del soborno político, donde un poder y la periferia (y en especial elementos de la periferia incorporados en grupos de interés o “colectivos”) intercambian favores por lealtad, en un juego en el que uno y otro se incitan recíprocamente a cometer excesos progresivamente más absurdos a medida que el discurso se va corriendo o “progresando” hacia la izquierda. Esto no puede terminar de otra forma que en el absoluto desastre en el que nos encontramos actualmente.


Por supuesto, es evidente que la izquierda no inventó ninguna de las cosas de las que hemos hablado. Mil veces a lo largo del tiempo la derecha ha tomado el Poder a través de la dinámica jouveneliana de pactos con la periferia en contra de poderes competidores. También se han dado situaciones análogas en otras civilizaciones, ya sea en Roma o en la India. Siempre han existido hombres astutos que han sabido transformar a las masas en un arma contra sus enemigos políticos.


Por otra parte, también han existido ideas comunistas en civilizaciones como la hebrea, la griega y seguramente otras que ignoro. Pueden leer, si lo desean, The Socialist Tradition, de Alexander Gray.


Por último, reitero a riesgo de causar hartazgo que los términos “izquierda” y “comunismo” van mucho más allá del Che Guevara. Estamos hablando de una postura teológica — una corriente dentro del cristianismo basada, en mayor o menor medida, en la abolición de las jerarquías y la propiedad privada:

“In the beginning of Time, the great Creator Reason, made the Earth to be a Common Treasury, to preserve Beasts, Birds, Fishes, and Man, the lord that was to govern this Creation; for Man had Domination given to him, over the Beasts, Birds, and Fishes; but not one word was spoken in the beginning, That one branch of mankind should rule over another.”

Todos los “comunismos” — fabianos, marxistas, sansimonistas, anarquistas, babuvistasowenistas, bolcheviques, marcusianos, progresistas, entre otros — no son más que variaciones de un mismo comunismo original nacido en la explosión Protestante que rompió con la hegemonía de la Iglesia Católica.


Sí, aun cuando el comunismo reniega de sus orígenes cristianos; aun cuando los comunistas han perseguido, torturado y asesinado cristianos de las maneras más horribles; aun cuando los comunistas se identifiquen con el mismo Lucifer — el comunismo es hijo del cristianismo. Esto es perfectamente explicable.


Primero, los cristianos se han matado entre sí a lo largo de los siglos. No hay mucho que analizar acá. Segundo, la explosión protestante ha dividido al cristianismo, a muy grandes rasgos, en dos tendencias antagónicas: el cristianismo ortodoxo (litúrgico y verticalista) y el cristianismo heterodoxo (pietista y “democrático”).


Mientras que el cristianismo ortodoxo se concentra más en las formas, la jerarquía, y la vida después de la muerte, el cristianismo heterodoxo es más sentimental, anti-dogmático y enfocado en los problemas de los hombres en la tierra. Este último, en consecuencia, fue abandonando poco a poco la idea de Jesús como hijo de Dios en favor de Jesús como ejemplo moral.


En su Essay on Christianity, Percy Shelley marca una diferencia entre el Jesús histórico y real y el de la Biblia. Para él, era posible e incluso deseable entender a Jesús como un simple filósofo o un sabio propagador de una moral práctica en lugar de ponerlo como Salvador de la Humanidad según figura en el Nuevo Testamento, en un rol exageradamente sobrenatural que nada tenía que ver con Jesús tal cual fue. Este era precisamente el ateísmo de Shelley y de todos los ateos que vinieron después: un pietismo secularizado cuyo principal enemigo es la intolerancia de la religión institucionalizada, que excluye, juzga y condena.


La máxima expresión de esta tendencia es el universalismo que muy bien describió Curtis Yarvin, y que es el credo oficial de las élites occidentales. En pocas palabras, lo que hoy llamamos “progresismo” y que bien podemos llamar “comunismo” o “la izquierda” no es más que el cristianismo heterodoxo llevado a su conclusión lógica — la secularización total, que es el destino último del ecumenismo. Por eso hay musulmanes universalistas, católicos universalistas, satanistas universalistas. Todos los credos son bienvenidos en el universalismo, siempre y cuando sometan sus dogmas particulares en favor de una Nueva Moralidad — la nueva y única Religión para terminar con todas las religiones.


Ahora bien, lo que hizo la izquierda, que para mí es inédito en la Historia, fue crear toda una filosofía alrededor de la igualdad, tanto política como material, perfeccionar su difusión y convertirla en praxis. Como dijo Hobbes, las acciones de los hombres provienen de sus opiniones, y la izquierda ha sabido como nadie formar opiniones que luego se han traducido en algún tipo de acción revolucionaria — desde los puritanos ingleses, pasando por los jacobinos y los marxistas clásicos, hasta el neomarxismo de la teoría queer y la teoría racial crítica.


A partir del Siglo XIX, el ala más radical del comunismo fue básicamente monopolizada por el marxismo, así que voy a estar utilizando bastante terminología marxista — y con mucha liviandad, como para que me lea un marxista serio y muera de combustión espontánea.

El rol del intelectual comunista, vanguardia del movimiento y aspirante al poder, es el de inducir en la mayor cantidad de gente posible una actitud de rebeldía a partir de la generación de una “conciencia de clase” — es decir, conciencia de uno mismo como oprimido dentro de un sistema injusto.


Obviamente, el único antídoto para la injusticia es una doctrina revolucionaria, o mejor dicho la doctrina revolucionaria, que nunca admite críticas desde afuera, a las que considera esencialmente ignorantes, poco sofisticadas o incluso cómplices del sistema opresor.

Y cómo la única vía hacia la utopía es la doctrina, el intelectual aspirante al poder se propone como único capacitado para llevar a cabo la transición, a través de una especie de Dictadura del Proletariado que en realidad es una Dictadura de los Intelectuales, hacia el paraíso comunista. Fijémonos en este fragmento de Repressive Tolerance, de Marcuse:

“Si la elección fuera entre democracia genuina y dictadura, la democracia sería ciertamente preferible. Pero la democracia no prevalece. Los críticos radicales del proceso político existente son denunciados fácilmente como defensores de un ‘elitismo’, de una dictadura de los intelectuales como alternativa. Lo que de hecho tenemos es gobierno, gobierno representativo por parte de una minoría no intelectual de políticos, generales y empresarios. El historial de esta ‘élite’ no es muy prometedor, y las prerrogativas políticas a la intelligentsia no necesariamente son peores para la sociedad en general.”

Acá hay que aclarar un par de cosas, porque, como leí en alguna parte, los comunistas usan nuestro vocabulario, pero no nuestras definiciones.


¿Qué quiere decir Marcuse con “democracia genuina”? Dejemos que él lo explique:

“La única alternativa auténtica frente a la dictadura y su negación sería (…) una sociedad en la que ‘el pueblo’ se haya convertido en individuos autónomos que estén liberados de las represivas exigencias de una lucha por la vida en interés del poder y en cuanto tales hombres libres elijan a su gobierno y determinen su propia vida.”

Noten que la única forma real de democracia para Marcuse es aquella donde individuos liberados elijan a su gobierno. Y esa es la palabra mágica — una de las tantas que usan los comunistas para confundir y ofuscar a sus interlocutores. Para ser libre, uno tiene que ser “liberado”. Por lo tanto, para que la sociedad sea libre, primero tiene que ser “liberada”.

Por supuesto, no puede haber liberación alguna hasta que todos hayamos adoptado los preceptos ideológicos de Marcuse, hayamos destruido el orden social actual, y lo hayamos reemplazado por el comunismo — la única “democracia genuina” porque cuando un comunista dice “democracia” lo que en realidad está diciendo es “comunismo”. Marcuse admite, claro, que “dar prerrogativas políticas a los hombres y mujeres educados sería efectivamente antidemocrático”, pero sólo “en los términos del orden establecido”. Y, como el orden establecido está basado en la violencia, la mentira y la represión, no está mal ser antidemocrático en ese sentido.


Y fíjense en esta idea de “hombres y mujeres educados”. Eso tiene un significado muy específico, que es “hombres y mujeres educados en teoría y praxis marxista” — y así podemos seguir hasta el fin de los tiempos “deconstruyendo” estas barbaridades, hasta que nos demos cuenta de que hablamos idiomas completamente diferentes.


A diferencia del marxismo “vulgar”, que entiende a las relaciones de producción como determinantes de la desigualdad, los ideólogos más modernos han puesto a la identidad en el centro de todo análisis. Este, como bien dice James Lindsay en Race Marxism, es el punto de las teorías críticas “interseccionales”: pasar de un marxismo centrado en las condiciones materiales y la lucha obrera a uno basado en “identity politics”.


En muy pocas palabras, para la década del ’60 la sociedad capitalista había elevado el nivel de vida de los trabajadores a tal punto que éstos perdieron su rol como sujetos revolucionarios por excelencia, y Marcuse junto con los demás teóricos neomarxistas tuvieron que salir a buscar un nuevo proletariado — los “excluidos” de la sociedad opulenta.


Esto hace que se entienda mucho mejor a Curtis Yarvin cuando dice “America is a communist country. For workers and peasants, read: blacks and Hispanics.” Sin embargo, Yarvin se quedó un poco corto.


Gracias a Dios, ya existe un clásico moderno sobre este tema. Se trata de Bioleninism, de Spandrell. En muy pocas palabras, la maravilla del leninismo es el perfeccionamiento de algo que en revoluciones como la inglesa y la francesa ya había ocurrido. En Inglaterra los “levellers” buscaban abolir las jerarquías sociales y económicas — es decir, perseguían el ideal comunista de la igualdad. Esta propuesta, que funciona muy bien porque apela a cuestiones de la propia biología humana, consiste en prometer mayor status a las clases más bajas a cambio de lealtad a una nueva élite revolucionaria en contra de la clase gobernante establecida. En el caso inglés, se trató de una alianza entre el capital londinense y diversos grupos “marginados” en contra del rey y sus barones.


Algo parecido sucedió durante la Revolución Francesa. Jean-Paul Marat, por ejemplo, comandaba grupos de exconvictos que se ocupaban de matar y torturar durante el Terror jacobino. Su sadismo era directamente proporcional a su lealtad: sabían que le debían todo al nuevo régimen. Como ejemplo local, tenemos por ejemplo a Milagro Sala o Luis D’Elia durante el kirchnerismo: gente extremadamente leal a un gobierno que los elevó a una prominencia que claramente no merecían. Los tiempos cambian, pero el principio permanece.


Bueno, lo que sucedió en los ’50 y ’60 es que la clase obrera, bien alimentada y con un poder adquisitivo que la dejaba irse de vacaciones a la playa una vez por año, ya no necesitaba adherirse a una vanguardia revolucionaria para vivir mejor. Había que buscar lealtad en otros grupos — o sea, personas que en una sociedad “heterosexual”, blanca y capitalista suelen tener bajo status. Mujeres, negros, gays, musulmanes, transexuales, pedófilos, y especialmente cualquier combinación de todos los anteriores (“the more naturally repulsive someone is, the more valuable it is as a party member, as its loyalty will be all the stronger”, dice Spandrell). En una sociedad “tradicional”, todos estos grupos tienen naturalmente un status bajo, por lo que si les ofrecés status (status al que no podrían acceder por sus propios medios) a cambio de lealtad, lo más probable es que acepten. Como bien dice Spandrell, tienen mucho que ganar y nada que perder. Son los kommissars perfectos.


Por este motivo, por ejemplo, los Demócratas en Estados Unidos son pro-inmigración y en especial si se trata de “refugiados” o gente que huye de la pobreza. Una vez incorporados al sistema de asistencia social, se convierten en leales votantes del Partido y a cambio reciben no sólo recompensa material, sino que son ascendidos a miembros de una minoría protegida y privilegiada. Por eso son tan laxos a la hora de dejar votar a indocumentados.


Por supuesto, este “leninismo biológico” (o “wokismo”, “interseccionalidad” o “marxismo cultural” como lo llaman algunos) es la mayor herramienta imperial de desestabilización global de los Estados Unidos. La dinámica jouveneliana, como hemos visto, indica que un Poder Central puede unirse a la periferia en contra de los poderes o instituciones intermedias. Así, por ejemplo, sucedió en el caso Brown v. Board of Education, donde el Estado Federal norteamericano intervino, con tropas y todo, en detrimento de la autonomía de los estados respecto a la segregación racial en la educación con el fin de crear y capturar el “voto negro”. Pueden leer sobre todo este tema en el Dan Smoot Report.


Lo mismo sucede con nosotros como país. Argentina — como entidad política, jurídica, territorial, y hasta simbólica — es un intermediario inconveniente entre los individuos conquistados (usted y yo) y el Poder Imperial. Por eso la ideología extranjera busca crear quintas columnas dentro de la nación argentina, nuevamente apuntando a mujeres solteras, gordos, desviados sexuales y demás personas con status naturalmente bajo. Y ahí está la clave de la solidaridad entre los diversos “grupos oprimidos” y la magia de la interseccionalidad: si bien por separado estos grupos tienen poco o nada en común, saben que juntos tienen las mayores chances de obtener lo que buscan. Si alguna vez se preguntaron cómo es que los musulmanes y las feministas pueden tener algo en común, ahí está la clave.


Este, por ejemplo, es un cambio bastante reciente dentro del nuevo peronismo —partido muy susceptible de ser cooptado por la ideología extranjera al compartir una simpatía natural hacia la justicia social, un concepto muy manipulable en sí mismo — y que ha venido denunciando gente como la militante peronista Mayra Arena, para quien el peronismo abandonó a las mayorías obreras en favor de “las minorías” como los LGBT y los afrodescendientes.


Ilustración por Tatsuya Ishida (@TatsuydaIshida9)


En cuanto a la cuestión racial, por ejemplo, para mí el asunto está muy claro: hay un intento claro de imponer desde afuera y desde adentro muchas de las teorías divisivas de la Teoría Racial Crítica en nuestro país. Por ejemplo, que Argentina es un país racista, que hemos matado a nuestros negros, que somos una nación pro-nazi, o que de alguna forma ocultamos la importancia de los afrodescendientes en la construcción de la nación.


No vamos a atacar cada uno de estos puntos por separado, pero vale la pena abordarlos en conjunto al menos desde la perspectiva historiográfica. Toda ideología debe tener su propia teoría de la historia. El Manifiesto Comunista, por ejemplo, dice “la historia de toda sociedad hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases”. En Estados Unidos está el 1619 Project, que busca mover la fecha de fundación del país de 1776 a 1619, el año en el que supuestamente llegaron los primeros esclavos.


Nuestro país, claro, no es inmune a este tipo que revisionismo histórico cuyo fin no es meramente académico, sino que es parte de un plan para preparar a los habitantes de la nación — erosionando su sentido de identidad colectiva — para una serie de reformas políticas, sociales y culturales llevadas a cabo por las clases dirigentes progresistas.


En cuanto al racismo, el objetivo es crear duda y culpa en los argentinos. Duda respecto a nuestra cultura y nuestros valores; culpa por supuestos crímenes del pasado y del presente, cometidos por nosotros o nuestros antepasados. En resumen, nuestro país fue fundado sobre los cadáveres de grupos oprimidos — por lo tanto, es necesario llevar a cabo una serie de “reparaciones históricas” sólo posibles a través de un Estado en manos de una especie de Dictadura Interseccional formada en las universidades norteamericanas. Recordemos que esto es una cuestión principalmente de poder, y que toda la teoría tiene como fin último la praxis, que hoy en día se da más comúnmente en la implementación de políticas públicas en un marco de la ya mencionada “ampliación de derechos”.


Y cuando hablo de preparar a la población me refiero también a implantar en la conciencia de los argentinos — especialmente los más jóvenes — una especie de ansiedad o sentido de urgencia. Se educa a la gente desde el jardín de infantes con la noción de que el mundo tal cual existe es hostil, peligroso, intolerable. Todos los días hay crímenes de odio contra gente “trans”; los gordos son insultados, excluidos, discriminados las veinticuatro horas del día; los negros fueron exterminados y por eso la Selección no tiene jugadores de ascendencia africana.

Lo vimos también cuando se trató el tema del aborto: el nivel de histeria de los activistas pro-aborto es clara evidencia, en mi opinión, de una manipulación mental muy perversa, que sembró en mujeres muy jóvenes esta visión tóxica y paranoica del mundo según la cual ser mujer en Argentina es prácticamente una sentencia de muerte — más o menos como Nankín en 1937 o Alemania bajo ocupación del Ejército Rojo.


Como bien dice Aimee Terese, “Leftists rely on psychological & emotional manipulation far more than brute force. They coerce you into handing power over to them by gaslighting you into a state of FOG: fear, obligation & guilt.” Se divide, entonces, a la población en dos bandos: los oprimidos, a quienes les debemos reparaciones, y opresores, que tenemos que asumir nuestra culpa y apoyar las reformas necesarias para lograr una sociedad más justa.


Inyectar paranoia en la población, insisto, es parte fundamental del programa de reforma total de nuestra cultura. Esto tiene un origen histórico muy concreto y lo pueden encontrar en The Culture of Critique, de Kevin MacDonald. James Lindsay también lo aborda en Race Marxism, aunque con menos detalle.


Este es realmente un tema fascinante, y merece ser leído con mucha atención, pero voy a intentar resumirlo. Terminada la Segunda Guerra Mundial, se llevó a cabo un laburo criminal de ingeniería social en los Estados Unidos. Básicamente, se concluyó luego de una serie de estudios científicos que había muchas chances de que el fascismo volviera a brotar en cualquier momento, ni más ni menos que en suelo norteamericano. Todos los ingredientes estaban ahí: nacionalismo, religión, familia, identidad — todos elementos propios de la “personalidad autoritaria”.


Inmediatamente se declaró a la población enferma y necesitada de tratamiento psiquiátrico, y acá viene lo perverso. Todos los valores tradicionales, como el respeto a los padres, la fe y el patriotismo, pasaron a ser considerados patologías mentales, mientras que todo lo que hasta ese momento había sido considerado nocivo poco a poco pasó a formar parte del arquetipo de salud mental. Mi desprecio hacia los psicólogos y psiquiatras pasa mucho por ahí. Pueden leer, por ejemplo, el libro Irreversible Damage, de Abigail Shrier, y enterarse de que muchas veces la idea del transgénero es “sugerida” a los pacientes por el propio terapeuta.


Ilustración por Tatsuya Ishida (@TatsuydaIshida9)



Como el punto de los revolucionarios neomarxistas que trabajaban para el gobierno de los Estados Unidos, era subvertir la cultura norteamericana y prepararla para una serie de reformas políticas y sociales, todo lo normal pasó a ser malo, y todo lo anormal pasó a ser bueno — por decir todo en términos simples. De aquí, por supuesto, la clara intención de los medios de exaltar ciertos estilos de vida y condenar otros.


El fin de todo esto, ni más ni menos, es implantar una conciencia revolucionaria en tantos individuos como sea posible — no sólo sumando gente a las filas del bioleninismo sino rompiendo sus mentes para que no puedan funcionar en una sociedad que consideran hostil e injusta. Por eso no hay prácticamente ningún activista progresista que no tome medicación o esté bajo algún tipo de tratamiento mental y recomiende la terapia como una especie de panacea. El terapeuta, en pocas palabras, tiene una doble función: por un lado, normalizar y difundir la ideología, y por el otro ayudar a los pacientes a sobrellevar, a través del tratamiento, la disfunción manufacturada e inoculada desde los centros propagandísticos de los reformadores sociales.


Ilustración por Tatsuya Ishida (@TatsuydaIshida9)

A lo largo de este 2023 iré puntualizando sobre varios de los temas que he tratado de manera superficial a lo largo de este escrito introductorio, porque seguramente han quedado cuestiones por dilucidar, pero espero haberles transmitido bien la idea general, o al menos haberles dejado algunos puntos interesantes para pensar y profundizar por su cuenta hasta la próxima entrega.


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Agradecemos la difusión del presente artículo:  

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