La izquierda quiere tirar toda nuestra historia a un hoyo de memoria y convertir dicho hoyo en una letrina.
Nota original: H. W. Crocker III
Al retorcijarse por la fundición de una estatua de bronce del Robert E. Lee, el Washington Post remarcó que "una docena de monumentos confederados han sido derribados en todo el país, la mayoría de ellos han quedado en depósitos o colocados en campos de batalla de la Guerra Civil como forma de venerar la Causa Perdida" (el énfasis ha sido agregado por mí). Si usted no ha visitado los campos de batalla de la Guerra Civil en Gettysburg o Manassas o Chickamauga todavía, tal vez usted lo quiera hacer ahora. Queda claro que hablan como si estuvieran pensando en pavimentarlos y convertirlos en parques de skateboard reservados paro los jóvenes de minorías étnicas.
Hoy, por supuesto, cualquier versión patriótica de la historia de los EEUU es una causa perdida. Vale la pena recordar que Lee y Stonewall Jackson necesitaron paneles de vidrio de protección en lo que se alega es nuestra Catedral Nacional. Ahora los quitaron, así como muchos otros que en algún momento honraron la historia de la nación; lo mismo sucede con películas y programas de televisión que en silencio han sido guardados bajo llave en depósitos o se les han colocado etiquetas de advertencia; los libros de historia son re-escritos, las bases militares, las escuelas y las calles son renombradas, las banderas son arriadas y los monumentos removidos.
Hay, ¡vaya!, ningún final natural para semejante iconoclasia. Es un ejercicio de fuerza bruta, y a donde quiera que la izquierda logre instalarse en el poder, lo hará, porque cada aserción la solidifica, humilla a sus oponentes, y gana adeptos en la nueva generación, la cual no recordará el pasado sino como algo para ser menospreciado y repudiado.
Y nada, en los ojos de la izquierda, merece más menosprecio y repudio que la Cristiandad, en especial la Cristiandad Católica, la ciudadela reaccionaria que debe ser tomada por asalto. Para la izquierda, toda iglesia católica, toda estatua de un santo, todo santuario de la Virgen María, toda Biblia que usted lea, todo catequismo que usted estudie, representa la ética de la Causa Perdida, que honra un pasado fanático, como es el caso de Lee, pero ahora está destinado, como la estatua de Lee, a ser oficialmente vandalizado, destrozado y profanado.
Sabemos que eso es lo que viene; ya está sucediendo. En los últimos años, hemos visto a autoridades gubernamentales aprobar el vandalismo y eventualmente la remoción de monumentos confederados y otros de índole patriótica también. Al mismo tiempo, la protección federal ha mostrado más interés en espiar a conservadores católicos y a arrestar manifestantes pro-vida, que en defender las iglesias católicas del vandalismo infligido por activistas pro-aborto y otros agravios. Claramente no podemos estar lejos del momento en que los ataques a las iglesias sean justificados en base a los derechos civiles. La moral de la "Causa Perdida" de la Iglesia Católica no despertará simpatía alguna por parte de la izquierda, o por parte de aquellos que construyen sus opiniones en base a una cultura popular cada vez más anticristiana.
Las estatuas confederadas sobrevivieron los supuestamente tumultuosos '60s y '70s. Se las consideraba atracciones turísticas, historia venerable, y parte del paisaje hasta entrados en el SXXI. La mayoría de los norteamericanos asumían que los monumentos conmemorativos, el arte, la historia merecían respeto, que las diferencias regionales debían ser celebradas y que los héroes derrotados podían ser tratados con magnanimidad por los victoriosos.
Y era más que un tema de tolerancia - ahora que hace tiempo es agua bajo el puente -; era un tema de ser orgullosos del coraje y carácter norteamericano, ya sea ejemplificado en un caballero sureño como Lee (cuya ciudadanía fue restaurada por el voto del congreso en una votación de 407 contra 10 y promulgado por el presidente Gerald Ford en 1975), o los devotos patriotas regionales recordados en monumentos a los soldados confederados desperdigados por todas las ciudades y caseríos del Sur, o los animados y divertidos rebeldes que agitaban las banderas confederadas mientras cantaban "Sweet Home Alabama" de Lynyrd Skynyrd, por todas partes, desde Carolina del Sur al norte de California. Los buenos muchachos del sur, confederados, estaban incluídos en todos las películas del Oeste, como "El Virginiano", o "El Fugitivo Josey Wales". Un historiador de la Guerra Civil como Shelby Foote, que veneraba a Nathan Bedford Forrest, podía aparecer en una serie documental tan popular como la de Ken Burns en los '90s.
Pero la marea cambió, y ahora la guerra contra el patrimonio histórico confederado inevitablemente se llevó puesto no sólo eso, sino también las estatuas en honor de George Washington, Thomas Jefferson y Benjamin Franklin; Abrahum Lincoln, Ulysses Grant y Theodore Roosevelt (todos ellos unionistas, quienes creían en la magnanimidad); Cristóbal Colón, Juan de Oñate y el Padre Junipero Serra; y docenas de otros. A los chicos no les enseñan más a admirar el carácter de Robert E. Lee; les enseñan a admirar la inmoralidad sexual de Harvey Milk; no dibujan más mapas sobre la batalla de Gettysburg; dibujan gráficos de torta sobre los diferentes "géneros". La izquierda quiere tirar toda nuestra historia al hoyo de la memoria y convertir dicho hoyo en una letrina. Su virulento odio a Occidente, a los "colonizadores", está a la vista, así como el feroz anti-sionismo de la izquierda, que promueve el terrorismo y el asesinato contra los judíos.
Los norteamericanos tienden a pensar: "No puede pasar acá". Pero está pasando, y los hombres católicos se tendrán que preguntar a sí mismos qué harán cuando los paganos vengan por nuestras iglesias a las que vandalizarán con pintura, fuego y barretas; cuando los burócratas cierren nuestras escuelas; cuando las instituciones nos denieguen el ingreso; cuando las corporaciones nos denieguen empleo; y cuando no tengamos ningún lugar al cual acudir.
Estas famosas líneas del Cardenal George (quien falleció en el 2015) han sido citadas a menudo, pero merecen ser repetidas. especialmente para aquellos que se burlan de ellas. Dirigiendo la palabra a una reunión de sacerdotes, sostuvo: "Yo creo que voy a morir en mi cama. Mi sucesor morirá en prisión y su sucesor morirá como un mártir en una plaza pública. Su sucesor recogerá del piso lo que queda de una sociedad en ruinas y lentamente ayudará a reconstruir la civilización, como la Iglesia ha hecho tantas veces en la historia de la humanidad".
Ahí reside nuestra esperanza. En el interín, sin embargo, necesitamos estar preparados - para soportar, para perseverar, para preservar y salvar lo que podamos -, porque es un largo y duro camino de oscuridad y sufrimiento el que finalmente nos llevará de vuelta a la luz.
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FIN
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Notas relacionadas:
ENDURO, por Iris Speroni.
MMXXIII - TATSUYA ISHIDA
IMPERIO AUSTRAL, por Iris Speroni.
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CULTURE
Melting Down America
The Left wants to hurl all our history down a memory hole and turn that hole into a latrine.
In its chortling about the melting down of a bronze statue of Robert E. Lee, the Washington Post noted that as “dozens of Confederate monuments have been toppled around the country, most others have been left to sit in storage or put on Civil War battlefields that venerate the Lost Cause” (emphasis added). If you haven’t yet visited the Civil War battlefields at Gettysburg or Manassas or Chickamauga, you might want to go now. It sure sounds like they’re slated to be paved over and turned into skate parks reserved for minority youth.
Today, of course, just about any patriotic version of American history is a lost cause. It’s worth remembering that Lee and Stonewall Jackson once merited stained glass panels in our alleged National Cathedral. Those are gone, as is so much that once honored our nation’s history: films and television programs quietly locked away in storage or slapped with warning labels, history books rewritten, streets and schools and military bases renamed, flags furled, monuments removed.
There is, alas, no natural ending point for this iconoclasm. It is an exercise of brute power, and whenever the Left can assert this power, it will, because each assertion solidifies it, humiliates its opponents, and wins over the next generation, which will not remember the past except as something to be disparaged and repudiated.
And nothing, in the eyes of the Left, is more deserving of disparagement and repudiation than Christianity, especially Catholic Christianity, the reactionary citadel that must be stormed. To the Left, every Catholic church, every statue of a saint, every Marian sanctuary, the Bible you read, the catechism you study, represents a moral Lost Cause, honored in the bigoted past, as was Lee, but now destined, like Lee’s statue, to be officially vandalized, destroyed, and desecrated.
We know this is coming; it is happening already. Over the last few years, we have seen government authorities approve the trashing, and eventual removal, of Confederate and other patriotic monuments. At the same time, federal law enforcement has shown far more interest in spying on conservative Catholics and arresting pro-life protestors than in defending Catholic churches from vandalism inflicted by pro-abortion activists and others. We surely cannot be far from a time when attacks on churches will be justified on civil rights grounds. The Catholic Church’s “Lost Cause” morality will be afforded no sympathy from the Left, or from those who take their opinions from an increasingly anti-Christian popular culture.
Confederate statues survived the supposedly tumultuous 1960s and 1970s just fine. They were regarded as tourist attractions, venerable history, and landmarks into the twenty-first century. Most Americans assumed that memorials, monuments, art, and history deserved respect, that regional differences were to be celebrated, that defeated heroes could be treated with magnanimity by the victors.
And it was more than a matter of tolerance—now long gone with the wind—it was a matter of taking pride in American courage and character, whether as exemplified by a gentlemanly Southern general like Lee (whose full citizenship was restored by a congressional vote of 407 to 10 and signed into law by President Gerald Ford in 1975), or the devoted regional patriot remembered in monuments to Confederate soldiers that dot Southern towns, or the high-spirited, fun-loving rebels waving the battle flag while singing Lynyrd Skynyrd’s “Sweet Home Alabama” everywhere from South Carolina to Northern California. Confederate good guys were staples of almost every Western from The Virginian to The Outlaw Josey Wales. A Civil War historian like Shelby Foote, who venerated Nathan Bedford Forrest, could be the star of a hugely popular Ken Burns PBS documentary series on the war in the 1990s.
But then the tide turned, and the war on our Confederate heritage inevitably engulfed not only all that, but statues honoring George Washington, Thomas Jefferson, and Benjamin Franklin; Abraham Lincoln, Ulysses Grant, and Theodore Roosevelt (Unionists all, who believed in magnanimity); Christopher Columbus, Juan de Oñate, and Father Junipero Serra; and dozens of others. Children no longer are taught to admire the character of Robert E. Lee, they are taught to admire the sexual immorality of Harvey Milk; they no longer draw battle maps of Gettysburg, they draw pie charts of “genders.” The Left wants to hurl all our history down a memory hole and turn that hole into a latrine. Its virulent hatred of the West, of the “colonizers,” is on display yet again in the Left’s ferocious anti-Zionism, promoting terrorism and murder against Jews.
Americans are especially prone to think, “It can’t happen here.” But it is happening, and Catholic men are going to have to ask themselves what they will do when the pagans come for our churches with their spray paint, fire, and cudgels; when the bureaucrats close down our schools; when institutions deny us entry; when corporations deny us employment; and we have nowhere to turn.
These famous lines from Cardinal George (who died in 2015) have often been quoted, but they deserve to be repeated, especially for those who scoffed at them. Addressing a gathering of priests, he said, “I expect to die in bed, my successor will die in prison and his successor will die a martyr in the public square. His successor will pick up the shards of a ruined society and slowly help rebuild civilization, as the church has done so often in human history.”
Therein lies our hope. In the interim, though, we need to be prepared—to endure, to persevere, to preserve and save what we can, for it is a long, hard road of darkness and suffering that will finally lead us back to the light.