CUESTIÓN DE TIEMPO
Javier Milei demoró apenas dos años para armar un partido político y ser elegido primero diputado nacional y ahora presidente; demoró apenas dos semanas para armar un gobierno razonablemente competente con figuras de múltiples orígenes políticos; este domingo le bastaron poco más de treinta minutos para encuadrar su flamante gobierno en una línea temporal: un largo pasado de decadencia que arrojó a la miseria a un país con todas las condiciones para ser rico, exitoso y feliz (“Ningún gobierno ha recibido una herencia peor que la que estamos recibiendo nosotros.”); un presente surgido de la decisión de las urnas y firmemente encaminado a revertir esa decadencia (“Hoy termina una larga era de declive y comenzamos la reconstrucción del país.”), y un futuro de sacrificios y exigencias conducentes a una renovada instancia de crecimiento, prosperidad y bienestar (“Sabemos que en el corto plazo la situación empeorará, pero luego veremos los frutos de nuestro esfuerzos habiendo creado las bases de un crecimiento sólido y sostenible en el tiempo.”)
Esa capacidad para avanzar vertiginosamente y conseguir resultados en tiempo récord resultará esencial para la conducción de su gobierno y el logro de sus objetivos, porque todo deberá resolverse en los primeros seis meses, si no en la mitad de ese tiempo y aún antes. Milei sabe (lo dijo en su mensaje) que el gradualismo no es opción, y necesita descargar de inmediato todo el impacto de sus medidas más contundentes. Los tragos amargos hay que apurarlos, y cuanto más rápidos, más eficaces. Sus enemigos corren contra el mismo reloj: necesitan abrir fuego graneado contra el nuevo gobierno ahora mismo, mientras éste ejecuta la parte más dolorosa de sus reformas, porque saben que en cuanto esas reformas empiecen a rendir sus frutos y la gente perciba que efectivamente hay una luz al final del túnel, el poder de sus consignas sin contenido se va a disipar en el espacio.
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La hostilidad contra la reforma drástica que la Argentina necesita y el flamante presidente promete habrá de manifestarse en tres frentes principales, según anticipan sus propios actores: la calle, escenario favorito de los que medran con la pobreza (agrupaciones de izquierda, organizaciones sociales, sindicatos); el Congreso, herramienta que el sistema institucional pone en manos de los derrotados en las urnas (trotskistas, kichneristas, “neutrales”), y la economía, la víscera más sensible del organismo social (empresarios incapaces de prosperar sin el amparo del estado, financistas duchos en rulos, cuevas y bicicletas, gremialistas enriquecidos a costa de sus representados.) Todos movilizados organizadamente en defensa de su derecho irrenunciable a vivir del trabajo ajeno.
Diría que también la tolerancia de esa mayoría que aseguró el triunfo aplastante de la fórmula presidencial tiene la mecha corta. Con su voto declaró su disposición a soportar sacrificios, tan duros como el propio candidato anticipó con franqueza durante la campaña y reiteró en su mensaje inaugural. Pero está mucho menos dispuesta a tolerar errores, titubeos o giros sospechosos. Durante las dos semanas en las que el nuevo gobierno fue configurando su elenco, las redes sociales –esa plaza virtual donde se ventila el temperamento popular– ya reflejaron altas temperaturas ante cada nombramiento irritante, ante cada percepción, justificada o no, de apartamiento de las promesas de campaña. Esto quiere decir que el gobierno va a conservar el apoyo de sus votantes, aun en sus decisiones más duras, mientras éstas respeten la palabra empeñada, pero puede perderlo rápidamente si se desvía del camino.
Durante la campaña, y ahora en su primer discurso como presidente, Milei dijo claramente lo que iba a hacer. Nadie puede declarar sorpresa sobre sus intenciones. Es de esperar que quienes votaron a este gobierno pongan ahora el cuerpo para sostenerlo, y que quienes no lo votaron no sumen nuevas dificultades a las que recibe como herencia. Sin embargo, sostener a un gobierno, o simplemente dejarlo gobernar, no significa callar o disimular las cosas sobre las que no se está de acuerdo. Este trámite civilizado requiere sin embargo de dos condiciones: que las disidencias se planteen ordenadamente y por los canales previstos en una sociedad republicana, y que el poder escuche esas objeciones, lo que no significa necesariamente plegarse a ellas pero sí tomar nota, incorporarlas a su cuadro de situación.
Este cronista, por ejemplo, tiene serias reservas sobre la asignación de las carteras de Seguridad y Defensa, tal vez una acertada y necesaria decisión política, pero cuestionable en términos de la capacidad de los elegidos para entender en esos asuntos. En el contexto de la regeneración nacional que promete Milei la seguridad y la defensa no son temas menores. Tampoco lo es contar con un aparato estadístico inteligente y confiable. Pero el titular del Indec, que no supo organizar el censo nacional –las preguntas estaban ideológicamente orientadas, los censistas no tuvieron capacitación, los resultados no pudieron ser agregados en tiempo y forma–, fue ratificado en el cargo. Y hay casos parecidos con funcionarios de menor rango. Otra zona gris es la de la política exterior, escenario de apresuramientos, alineamientos inconvenientes y metidas de pata: no se comprende, por ejemplo, el lugar relevante asignado en las ceremonias de inauguración a una figura tenebrosa y en declinación como el líder de Ucrania.
Prestar atención a las objeciones no significa tampoco sumirse en ejercicios paralizantes de dudas y deliberaciones. Un buen timonel debe llevar su nave al puerto de destino. Esto no significa desentenderse de los vientos cambiantes ni de las corrientes caprichosas que se le cruzan en el camino; significa orientar las velas y manejar la rueda a fin de aprovechar la fuerza de esos vientos y esas corrientes para que el barco confiado a sus manos avance rápidamente y con seguridad siguiendo el derrotero previsto. Esa firmeza convencida es la que la marinería admira en un capitán. Dada la situación crítica en la que recibe el país, al nuevo gobierno le conviene imponer rápidamente sus reformas sustanciales, sin dejar espacio a debates ni discusiones. Si de entrada define nítidamente su perfil probablemente gane mayores adhesiones; si vacila, sus enemigos se encargarán de moldearle ese perfil hasta convertirlo en un fantoche al que se sientan moralmente autorizados a combatir.
Gobernar, finalmente, no sólo exige saber escuchar. También requiere saber explicar. El discurso inaugural de Milei no fue un buen ejemplo en ese sentido: resultó largo, tedioso, reiterativo, desparejo, con énfasis previsibles y no siempre bien calculados. La mayoría de los medios optó por extraer las diez o doce frases significativas de todo ese fárrago, referidas a la pesada herencia recibida y el duro tramo que se nos presenta por delante, expuestas en términos más o menos ya adelantados en los discursos de campaña. Ahora se trata de otra cosa. Se trata de explicar con todo detalle cada decisión de gobierno, de ser preciso en la descripción de su impacto en la población, de advertir durante cuánto tiempo se soportará ese impacto, y de señalar cuáles son los beneficios que arrojará el sacrificio. Si la gente se siente tratada con respeto, más dispuesta estará a soportar las exigencias más rigurosas.
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Milei aprendió en tiempo récord a abrirse un lugar en la arena política, aprendió con igual rapidez a negociar para sumar fuerzas e integrar un gobierno teniendo en cuenta en líneas generales más la idoneidad que el origen partidario, ahora debe con la misma rapidez aprender a conducir ese gobierno, a conciliar a cada instante las demandas de la realidad, las expectativas de los ciudadanos y las capacidades de los hombres elegidos para ejecutar el abanico de tareas involucrado. Las legiones romanas que partían en campaña llevaban en sus estandartes la sigla SPQR, iniciales de “el Senado y el Pueblo de Roma”. Senado significaba para ellos lo mismo que Gobierno significa para nosotros. Este domingo, el Gobierno y el Pueblo de la Argentina partieron en campaña. Los harúspices dicen que la corneja voló hacia la derecha. Lo veremos, otra vez, con el tiempo.
–Santiago González
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