GENTE DE BIEN


Milei y Villarruel inauguran un período con escasos precedentes en la historia y deberán extraer sus fuerzas de la decencia ciudadana


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/gente-de-bien/



Hace unos días un par de influyentes periodistas que charlaban frente a las cámaras de televisión disfrutaron de un momento de complicidad, espontánea pero no inocente, para tomarle el pelo a Javier Milei. La ocasión se presentó cuando uno de ellos señaló el hábito del presidente electo de hablar de la “gente de bien” o “los argentinos de bien” como destinatarios de sus futuros esfuerzos como gobernante. “¿Quiere decir que hay ‘argentinos de bien’ y otros que no lo son?”, preguntó con marcada ironía. “¿Quién decide cuál es la ‘gente de bien’ y cuál no?” Su interlocutor amplió la humorada: “Es lo mismo que cuando habla de ‘la casta'”, dijo. “¿Quién decide cuál es el político que pertenece a ‘la casta’ y cuál no? ¿Milei?” Risitas suficientes entre los colegas, satisfechos de su propio hallazgo.

Lo que los periodistas olvidaron en ese momento divertido es que existe una prueba objetiva que permite distinguir, a cualquiera que se lo proponga, entre la “gente de bien” y la que no lo es, entre el político “encastado” y el que no lo está: la decencia. No nos ensañemos con estos columnistas: la decencia es un valor habitualmente pasado por alto en el discurso público, pero, como hemos felizmente comprobado en las últimas elecciones, muy presente en la conciencia de la ciudadanía. El voto de noviembre fue más allá del reclamo por la inflación, el desempleo, la ignorancia o la pobreza; el voto de noviembre fue un reclamo desesperado por el restablecimiento de la decencia, especialmente en la administración de la cosa pública pero no sólo allí: en la sociedad en su conjunto.

“Tendemos a creer que la decencia se ha perdido, pero no es así. La gran mayoría de los argentinos sabemos qué es lo que está bien y qué es lo que está mal: el límite entre una cosa y otra lo marca justamente nuestra noción de la decencia, ese código de conducta no escrito que se ubica en algún punto intermedio entre la urbanidad y el respeto de la ley, entre la buena costumbre y el código. Lo que sí se ha perdido, lo que se ha debilitado hasta la insignificancia, es la sanción social de la indecencia”, escribí en una nota de hace casi cuatro años en la que trato este asunto en detalle y a la que remito abajo para no repetirme. Si algo representó la votación de noviembre fue una contundente sanción social de la indecencia.

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Por razones que tal vez algunos especialistas en opinión pública puedan desentrañar, la fórmula Javier Milei-Victoria Villarruel transmitió una imagen de rectitud, de franqueza, de honestidad intelectual. Se me ocurre atribuirlo a las muchas veces en que, durante la campaña, uno y otro dijeron cosas políticamente incorrectas, que cualquier experto en ganar elecciones desaconsejaría por contraproducentes, pero que sin embargo para una gran mayoría fueron expresiones de personas que transmitían sin dobleces sus pensamientos, que no trataban de disimularlos o edulcorarlos para manipular a sus eventuales votantes. El público recompensó ese comportamiento en las urnas.

Hay otro factor, además. Tanto Milei como Villarruel se han mostrado como personas religiosas, efectivamente religiosas, no sólo de palabra. No voy a caer en la simpleza de confundir el sentimiento religioso con un código de ética: son cosas de naturaleza distinta. Pero las religiones del Libro incluyen desde su mismo comienzo los diez mandamientos, que son en sí mismos un código de ética. Milei ha dado mucha publicidad a su eventual conversión del catolicismo al judaísmo, Villarruel ha sido más discreta en el aspecto piadoso de su vida. Pero de ambos sabemos que han optado por las corrientes más ortodoxas del culto por el que se inclinan: Milei por el jasidismo, Villarruel por los ritos preconciliares.

Aquí hay una novedad absoluta en la historia de la Argentina moderna, en general conducida por personajes ufanados de su agnosticismo (creo que el presidente más religioso de las últimas décadas fue Carlos Menem). Cada vez que lo confesional llegó al poder trató de emplear esa posición privilegiada con propósitos proselitistas (algunos dirían evangelizadores), pero éste no parece ser el caso de las cabezas del gobierno electo. Primero porque sus propias creencias no son institucionalmente coincidentes, y segundo porque sus convicciones liberales les impedirían, suponemos, valerse de su posición de poder para orientar o inclinar la fe de sus gobernados. La religiosidad del binomio presidencial refuerza sí la percepción de decencia que rodea sus figuras.

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Se nota que Milei hace esfuerzos personales, de conciencia, para acomodarse al lugar en el que lo colocaron los ciudadanos y en el que probablemente nunca se detuvo a reflexionar seriamente antes de la elección. En algunas entrevistas ha dejado entrever las respuestas que él mismo se ha dado en ese proceso. “Esto es un trabajo. A mí me encomendaron un trabajo, y tengo que hacerlo bien”, dijo. Replicando tal vez su experiencia en el mundo corporativo, el presidente electo se ve a sí mismo como un empleado en relación de dependencia respecto de la ciudadanía que lo votó. Toda una inversión de los términos a los que nos tenía acostumbrados la querida democracia, donde los presidentes suelen vestir enseguida el codiciado traje de patrón (o patrona) para saborear la discrecionalidad con la que maltratan a sus subordinados.

Prevalece en su manera de describir el lugar que le toca ocupar una noción de cumplimiento del deber, sin renuncios ni agachadas. Milei se remite al modelo de Carlos Pellegrini quien, luego de dictar duras medidas económicas para sacar al país del abismo al que lo había arrojado la corruptela de la época, se negó a abandonar su despacho por una puerta lateral y lo hizo por la del frente arrostrando insultos y algún piedrazo. A la larga, a Pellegrini se le reconoció la sabiduría de sus medidas y la audacia firme con que las impuso, y su destreza en la emergencia le valió el apodo de “la gran muñeca”. Milei se identifica con ese papel de administrador de remedios amargos pero necesarios, y anticipa “billetera abierta” para auxiliar a “los caídos”.

El futuro mandatario siempre habló claro: primero a sus potenciales votantes durante la campaña, y ahora a la ciudadanía en general, a quienes le dieron su confianza y también a quienes se la negaron. Se prevé que va a ser más claro todavía al asumir la magistratura. Esto constituye otra novedad en nuestra historia política, cuyos protagonistas se inclinan por la tarea mucho más agradable de “dar buenas noticias”. No ha sido presisamente éste el caso de Milei y ahora la “casta” y la “gente de bien” aprietan los dientes, pero por razones distintas.

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Aunque Javier Milei se vea a sí mismo como un empleado al servicio de los ciudadanos, esto no debe servir de excusa para quien tenga conciencia del momento en que nos encontramos. Una elección presidencial no es una opción entre empresas de servicios para decidir cuál se va a encargar de la administración del país mientras todo el resto se ocupa de sus propios asuntos. Hasta cierto punto, eso podría ser así en tiempos normales de un país normal. Pero la Argentina es un país importante hundido en una emergencia calamitosa de la cual debemos hacernos cargo: no es un problema de “los políticos”, es un problema de todos, o por lo menos de la gente de bien, que en este país es mayoría. Es una responsabilidad que en principio tenemos respecto de nosotros mismos, pero en otro sentido también respecto del resto del mundo, que empieza a hacerse preguntas inconvenientes. La providencia nos confió el cuidado de la octava nación en superficie del planeta, dotada además de todas las riquezas que jamás pudo soñar pueblo alguno, y, por desidia, ignorancia o corrupción, la hemos arrojado, nos hemos arrojado, a la decadencia, el deterioro y el descrédito.

De Javier Milei, de su gobierno, se espera claridad en los objetivos nacionales, eficacia en el diseño de medidas de gobierno y firmeza a la hora de ejecutarlas. Pero sería ingenuo confiar solamente en su “gran muñeca”. Milei va a necesitar de un apoyo ciudadano sólido, masivo y sin retaceos: no sólo deberá hacer frente a la crisis formidable que le dejan sus predecesores sino también a los efectos inmediatos de sus propias medidas y a la obstrucción planificada que sus enemigos políticos, la “casta” desplazada y los acostumbrados a vivir del trabajo ajeno, le van a oponer según ellos mismos están anunciando por estos días. Ese apoyo al nuevo gobierno habrá de ser político, poniendo el cuerpo para resistir a sus opositores, y habrá de ser económico, soportando los rigores de las medidas que se esperan y ayudando a “los caídos” cuando sea posible. Pero, más importante todavía, ese apoyo debe darse en la vida cotidiana, en la vida ciudadana, en la vida laboral, comercial, financiera, profesional: sabiendo decir que no cuando hay que decir que no; impregnándola de decencia, como gente de bien.

–Santiago González



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