WASHINGTON ENTRE TEHERÁN Y TEL AVIV


 Washington entre Tel Aviv y Teherán: la política exterior de EE.UU. ante la guerra


Autor: Mateo Patelli (*)

SAEEG @ArgentinaSaeeg

Nota original: https://saeeg.org/index.php/2025/06/25/washington-entre-tel-aviv-y-teheran-la-politica-exterior-de-ee-uu-ante-la-guerra/


Introducción

«En el mundo anárquico del sistema internacional, es mejor parecerse a Godzilla que a Bambi».

John Mearsheimer


T. S. Eliot escribió alguna vez «el mundo no terminará con un estruendo, sino con un gemido».

Pero en los márgenes ardientes del Medio Oriente, el gemido y el estruendo parecen confundirse en un mismo eco. Desde la academia se han ensayado múltiples intentos por explicar la pugna — casi teológica— entre Israel e Irán. Sin embargo, muchas de esas interpretaciones tienden a agotarse en lecturas ideológicas antes que estructurales, más preocupadas por imputaciones morales que por desentrañar los equilibrios de poder y las lógicas de interés que configuran el sistema internacional.

En ese panorama, sobresale una obra que, pese a su escasa presencia en las cátedras de política internacional, ha provocado un profundo debate en la academia y los círculos de formulación de política exterior: The Israel Lobby and U.S. Foreign Policy, escrita por John Mearsheimer y Stephen Walt. En la misma los autores ―referentes de la escuela neorrealista― desandan los hilos del paternalismo automático de los Estados con su par israelí y buscarán dar respuesta a una de las preguntas más inquietantes de la política mundial contemporánea: ¿por qué Estados Unidos mantiene un apoyo incondicional hacia Israel, incluso cuando dicho vínculo parece contradecir sus intereses estratégicos más amplios?

La guerra entre Israel e Irán devuelve a primer plano las tesis centrales de dicha obra publicada en 2006, al reavivar interrogantes sobre el verdadero alcance del alineamiento estratégico entre Washington y Tel Aviv. En un escenario atravesado por una peligrosa escalada regional, la intervención ―ya sea directa o por interpósitos actores― de Estados Unidos parece responder menos a un cálculo racional de intereses nacionales que a la persistencia de una alianza profundamente enraizada en factores culturales, políticos y lobbies domésticos. Mearsheimer y Walt anticiparon precisamente este tipo de dinámicas: una política exterior condicionada no solo por las exigencias del realismo clásico, sino por la influencia persistente de un entramado de actores con capacidad de incidir en la toma de decisiones del Congreso, el Ejecutivo y los medios de comunicación estadounidenses.

La guerra entre Israel e Irán devuelve a primer plano las tesis centrales de dicha obra publicada en 2006, al reavivar interrogantes sobre el verdadero alcance del alineamiento estratégico entre Washington y Tel Aviv. En un escenario atravesado por una peligrosa escalada regional, la intervención ―ya sea directa o por interpósitos actores― de Estados Unidos parece responder menos a un cálculo racional de intereses nacionales que a la persistencia de una alianza profundamente enraizada en factores culturales, políticos y lobbies domésticos. Mearsheimer y Walt anticiparon precisamente este tipo de dinámicas: una política exterior condicionada no solo por las exigencias del realismo clásico, sino por la influencia persistente de un entramado de actores con capacidad de incidir en la toma de decisiones del Congreso, el Ejecutivo y los medios de comunicación estadounidenses.

La guerra no solo confirma aquel diagnóstico, sino que lo intensifica y lo proyecta sobre nuevas coordenadas geopolíticas. En un escenario internacional que pensadores como Aleksndr Dugin han caracterizado como el advenimiento de un «mundo multipolar», la escalada bélica ha reactivado ―contra lo que suele asumirse en los análisis convencionales― los impulsos mesiánicos de Washington en las tierras santas de Oriente Próximo. Estos impulsos, de raigambre histórica y cultural, aparecen precisamente en el momento en que Estados Unidos se enfrenta a una redefinición estratégica de su rol global, alimentando una tensión constitutiva entre su legado hegemónico y la pretensión, al menos declarativa, de contención geopolítica.

Este dilema encuentra una expresión particularmente nítida en el interior del universo  ideológico del trumpismo. El repliegue estratégico de los Estados Unidos respecto del orden liberal internacional forjado tras la Segunda Guerra Mundial constituyó, sin lugar a duda, la promesa más audaz ―y acaso la más coherente― del proyecto político de Donald Trump en su regreso a la Casa Blanca. Esta agenda contó con un respaldo sólido por parte del núcleo duro del nuevo Partido Republicano, representado por figuras como Steve Bannon, así como por corrientes conservadoras de orientación aislacionista, encarnadas en referentes como Peter Navarro o Tulsi Gabbard. Incluso Elon Musk, entonces un actor clave dentro del ecosistema trumpista, desempeñó un rol significativo en la reconfiguración de la proyección internacional estadounidense, al promover el desmantelamiento de buena parte de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), lo que derivó en el cierre de aproximadamente el 83 % de sus programas de asistencia exterior.

La esperada restricción de la política intervencionista de los Estados Unidos en los asuntos mundiales, sin embargo, se enfrenta hoy a una encrucijada tan decisiva como incómoda. La política exterior del trumpismo oscila entre dos impulsos en abierta tensión: por un lado, la voluntad declarada de desinversión militar en escenarios de conflicto crónico como Medio Oriente; por el otro, la persistencia de una retórica beligerante, muchas veces alentada por la presión de aliados estratégicos de Israel profundamente insertos en los engranajes del sistema político estadounidense.

No obstante, a medida que se intensifica la estrategia de guerra preventiva emprendida por Israel ―justificada en el presunto desarrollo de capacidades nucleares por parte de la teocracia iraní―, los Estados Unidos parecen cada vez más cerca de reinsertarse activamente en el complejo y volátil tablero de Medio Oriente. Al momento de redactar este artículo, el presidente Donald Trump ha confirmado el bombardeo con aviones B2 de tres instalaciones nucleares iraníes ubicadas Fordo, Natanz e Isfahan, lo que sugiere una posible escalada del involucramiento estadounidense en el conflicto. 

Esta inclinación responde en parte a la inercia histórica de su rol como potencia hegemónica; sin embargo, las profundas fracturas internas que atraviesan su política exterior dotan de incertidumbre y ambivalencia a cada decisión. El dilema excede con creces el plano estrictamente militar: lo que se encuentra en disputa es, en última instancia, la arquitectura misma del orden internacional. En este contexto, se vuelve cada vez más evidente la contradicción estructural que aqueja al poder estadounidense: una potencia que aspira a sostener su liderazgo global mientras, simultáneamente, ensaya formas de repliegue estratégico frente al ascenso chino, en un intento por recomponer su fuerza desde adentro. 

A los fines de vislumbrar los horizontes estratégicos, me propongo delinear al menos tres niveles de análisis que permitan una aproximación al laberinto en el que hoy se debate la proyección global del poder estadounidense.


Capas del poder: una anatomía del laberinto estratégico de Estados Unidos

El primer nivel de análisis remite a la dinámica interna de la agenda pública en los Estados Unidos. Desde una perspectiva neorrealista, resulta central observar cómo los factores domésticos ―tradicionalmente considerados secundarios en el análisis estructural del sistema internacional― pueden condicionar de manera significativa la conducta externa de una superpotencia. Tal como sostienen John Mearsheimer y Stephen Walt, la arquitectura institucional del régimen político estadounidense ―caracterizada por una división de poderes robusta, un federalismo competitivo y una notable apertura a la influencia de actores no estatales― configura un entorno especialmente receptivo a la acción de grupos de presión.

En este marco, los intereses organizados cuentan con múltiples vías para incidir en el proceso de formulación de políticas exteriores: desde el cabildeo directo sobre legisladores y funcionarios del Ejecutivo, hasta el financiamiento de campañas, la movilización electoral o las estrategias de modelado de la opinión pública. Esta influencia se vuelve decisiva cuando el grupo movilizado se compromete con una causa específica que no despierta una atención proporcional por parte de la ciudadanía general. En tales escenarios, los responsables políticos tienden a responder a las demandas del sector más activo, seguros de que el electorado mayoritario no impondrá un castigo político.

En este contexto, el israel lobby no se distingue por prácticas conspirativas ―como postulan algunos discursos antisemitas―, sino por su eficacia organizativa y estratégica. Su lógica operativa no difiere sustancialmente de la de otros grupos de presión sectoriales o identitarios; su excepcionalidad reside en su capacidad para construir consensos bipartidarios, movilizar recursos a gran escala y asegurar un alineamiento sostenido entre los intereses israelíes y la política exterior de Washington. Esta eficacia se ve amplificada por la ausencia de un contrapoder proárabe de escala comparable que pueda equilibrar el debate o disputar el sentido común en los ámbitos legislativo y mediático.

La consecuencia de este desequilibrio no es menor: la centralidad de la causa israelí en la política exterior de Washington ha devenido en una forma de paternalismo diplomático que, lejos de obedecer a una lógica de intereses estratégicos estrictamente definidos, parece responder a un patrón de compromisos automáticos. 

Esta dinámica, argumentan Mearsheimer y Walt, erosionan la capacidad de cálculo racional de la política exterior estadounidense, dado que el respaldo sistemático al Estado de Israel no ha redundado, en términos empíricos, en beneficios tangibles o sostenibles para los intereses nacionales de Estados Unidos. 

Por el contrario, ha contribuido en muchos casos a comprometer su legitimidad internacional, deteriorar sus relaciones con el mundo árabe y arrastrarlo a conflictos de baja rentabilidad geopolítica. En última instancia, se trata de una anomalía sistémica que socava la racionalidad estructural que el realismo pretende preservar en el análisis de la política internacional.

El respaldo sistemático al Estado de Israel configura lo que podría denominarse un proceso de securitización selectiva, en el que ciertos intereses particulares son elevados al estatus de amenazas existenciales para el conjunto del sistema político. Esta lógica, conceptualizada por Barry Buzan y los teóricos de la Escuela de Copenhague, permite comprender cómo intereses privados o sectoriales pueden desplazar la agenda de seguridad nacional a través de prácticas discursivas y presión institucional.

Robert Gilpin advierte que los sistemas internacionales tienden a entrar en crisis cuando las potencias dominantes, en lugar de ajustar sus compromisos a su poder real, adoptan agendas que comprometen su estabilidad y aceleran su declive. En este sentido, el alineamiento automático con Israel no parece obedecer a un cálculo estratégico basado en la maximización del poder relativo, sino a una forma de captura institucional que distorsiona el equilibrio entre intereses globales y presiones domésticas.

La magnitud del respaldo estadounidense a Israel ilustra empíricamente esta anomalía. Desde la guerra de octubre de 1973, Washington ha proporcionado a Israel un nivel de apoyo que supera con creces al destinado a cualquier otro Estado. Desde 1976 ha sido el principal receptor anual de asistencia económica y militar directa, acumulando —solo hasta 2004— más de 140 mil millones de dólares (a valores constantes), lo cual representa aproximadamente una quinta parte del presupuesto de ayuda exterior de Estados Unidos. A modo ilustrativo, esta transferencia equivale a cerca de 3 mil millones de dólares anuales, o unos 500 dólares por ciudadano israelí, a pesar de que Israel es una economía avanzada, con un ingreso per cápita comparable al de países como Corea del Sur o España.

La Primera Guerra del Golfo (1990–1991) reveló hasta qué punto Israel se estaba convirtiendo  en una carga estratégica: Washington no podía utilizar bases israelíes sin arriesgar la cohesión  de la coalición árabe contra Irak, y se vio obligado a desviar recursos ―como baterías de misiles Patriot― para evitar una reacción unilateral de Tel Aviv que pudiera desestabilizar la alianza. La situación se repitió en 2003. 

Aunque Israel presionaba por una intervención estadounidense en Irak, el presidente George W. Bush no podía aceptar públicamente su colaboración militar sin provocar una reacción adversa en el mundo árabe. En consecuencia, Israel se mantuvo al margen una vez más, evidenciando que su involucramiento directo podía restar más de lo que sumaba en términos de capital diplomático.

En segundo término, las disputas internas que atraviesan al universo ideológico del trumpismo configuran un escenario particularmente complejo para el ejercicio del liderazgo presidencial. Esta tensión fue advertida tempranamente por el filósofo ruso Aleksandr Dugin en The Trump Revolution, donde esboza tres grandes incertidumbres que marcarían el rumbo de la nueva era inaugurada por la irrupción de Donald Trump. Si bien el análisis de Dugin merecería un tratamiento específico en otro trabajo, resulta pertinente señalar que una de esas incertidumbres alude, precisamente, a la fragilidad estructural del liderazgo trumpista y a la encrucijada histórica del movimiento Make America Great Again (MAGA).

En el interior del movimiento MAGA pueden identificarse al menos dos niveles de conflicto ideológico que estructuran su dinámica interna y condicionan sus márgenes de proyección estratégica. 
  • En un primer nivel, se evidencia una fractura doctrinaria entre dos grandes corrientes: por un lado, la derecha tecno-optimista, asociada a una visión postnacional, disruptiva e impulsada por la innovación tecnológica, representada emblemáticamente por figuras como Elon Musk; por el otro, la derecha tradicionalista, nacionalista y antiprogresista, encarnada por Steve Bannon y por sectores del paleoconservadurismo cristiano.

  • En un segundo plano analítico, emerge una tensión de naturaleza geopolítica más profunda: la histórica contraposición entre intervencionismo y aislacionismo, dos corrientes que han moldeado la tradición republicana desde los inicios del siglo XX. Mientras que el intervencionismo ―representado históricamente por figuras como Lindsey Graham, George W. Bush o John McCain― postula una proyección global activa, legitimada por imperativos de seguridad y una vocación universalista de cuño wilsoniano, el aislacionismo ―cuyo referente paradigmático puede hallarse en Ron Paul― defiende una retirada selectiva del escenario internacional.

Sin embargo, la estrategia de política exterior impulsada por la administración Trump desborda esta dicotomía tradicional. En efecto, su primer mandato (2017–2021) articuló una praxis de repliegue estratégico, que no se inscribe ni en el aislacionismo clásico ni en el intervencionismo hegemónico. 

Ejemplos como la reducción sustancial de tropas en Afganistán o la apertura de un canal diplomático sin precedentes con Corea del Norte ilustran este giro: un desplazamiento desde el universalismo liberal hacia una racionalidad geopolítica transaccional, donde las alianzas se subordinan a la reciprocidad material y los compromisos se renegocian bajo una lógica de costobeneficio.

En términos prospectivos, la proyección discursiva del trumpismo durante su segunda gestión tiende a profundizar esta orientación. Su narrativa exhibe un desapego creciente respecto del andamiaje institucional del orden liberal internacional, gestado en los acuerdos de Bretton Woods y sostenido por organismos multilaterales como las Naciones Unidas, el FMI o la OTAN. 

Desde esta perspectiva, el liderazgo estadounidense en ese orden ya no es percibido como un activo estratégico, sino como una carga onerosa que compromete los intereses vitales de la nación. Lejos de reproducir la doctrina wilsoniana de expansión democrática y gobernanza global, el trumpismo postula una reconfiguración profunda del rol de Estados Unidos en el sistema internacional, centrada en tres pilares: la primacía del interés nacional como principio rector, una desconfianza estructural hacia las instituciones multilaterales y una lógica transaccional en las relaciones exteriores.

Sin embargo, esta estrategia de repliegue selectivo y recentramiento soberano encuentra hoy, ante la intervención estadounidense en Irán, un quiebre significativo. La creciente presión ejercida por sectores favorables a la defensa irrestricta de Israel mina toda posibilidad de sostener una política exterior plenamente coherente con los postulados no intervencionistas que ciertos sectores del trumpismo ―incluso Trump mismo― ha reivindicado.

En efecto, en el marco de esta reconfiguración doctrinaria, la cuestión israelí no remite a un cuerpo ideológico unificado, sino que revela un clivaje interno persistente. Aunque el respaldo a Israel ha constituido, durante décadas, un punto de convergencia bipartidista dentro del establishment político estadounidense, el trumpismo ha introducido una fractura relevante en esa tradición.

En su seno coexisten ―en tensión permanente― dos vertientes claramente diferenciadas: por  un lado, una corriente nacionalista de orientación no intervencionista, escéptica de todo tipo de proyección militar exterior, crítica del gobierno israelí y partidaria de una geopolítica centrada en el repliegue soberano; por el otro, una facción evangélico-sionista, estrechamente alineada con los intereses del Estado de Israel, al que no solo consideran un socio estratégico en Medio Oriente, sino también un actor providencial dentro de una narrativa teológico-mesiánica de matriz milenarista.

Mearsheimer y Walt en su libro advertían sobre este tipo de interpretación escatológica del cristianismo evangélico sobre Israel. Los autores incluso citan una declaración de Benjamin Netanyahu, quien en 2005 sostuvo que los «cristianos sionistas serían los mejores aliados de Israel en el futuro».

Esta fisura doctrinaria se manifestó con particular nitidez en una entrevista reciente protagonizada por Tucker Carlson ―ex comentarista de Fox News y figura central del ecosistema mediático conservador― y el senador Ted Cruz, uno de los portavoces más vehementes del alineamiento proisraelí en el seno del Partido Republicano. El intercambio, de tono frontal desde sus primeras líneas, puso en evidencia la profundidad del desacuerdo:

«Usted ha apoyado un cambio de régimen en Irán, no sólo la eliminación de instalaciones nucleares. ¿Cómo luciría ese cambio?», preguntó Carlson. 

A lo que Cruz respondió sin ambages:

«Alguien más a cargo. A Estados Unidos le va mejor con un país que tenga un líder que quiera ser nuestro amigo, no uno que quiera matarnos.»

 

Este episodio no solo visibiliza el clivaje interno que atraviesa al trumpismo en relación con la política hacia Medio Oriente, sino que también expone las crecientes dificultades para articular un consenso sostenido dentro del Partido Republicano en torno al lugar estratégico que debe ocupar Israel en el diseño de la política exterior estadounidense.

Más allá del caso puntual, el intercambio evidencia la tensión estructural entre dos concepciones antagónicas del orden global: una, centrada en la defensa de un sistema internacional moldeado a imagen de los intereses estratégicos estadounidenses; otra, cada vez más inclinada a desmontar ese mismo orden en nombre de la autonomía soberana, el bilateralismo selectivo y la contención del sobreextensión imperial.

La guerra en curso reactualiza ―de forma tan paradójica como sintomática― las tensiones latentes en el mainstream de la política exterior estadounidense y, al mismo tiempo, revive los viejos reflejos ideológicos del neoconservadurismo articulado durante la administración de George W. Bush. 

Lejos de constituir un fenómeno marginal, este retorno discursivo y doctrinario sugiere la persistencia de una matriz intervencionista que, si bien fue desacreditada tras los fracasos en Irak y Afganistán, conserva una capacidad latente de reorganización ante contextos de crisis
internacional.

En este marco, incluso las recientes declaraciones del senador Ted Cruz evocan los postulados más duros de aquella doctrina. Su apelación a un «cambio de régimen» en Irán remite a la lógica transformacional que estructuró la visión estratégica de figuras como Paul Wolfowitz, quien en plena efervescencia post-11S llegó a afirmar que «tiene que haber un cambio de régimen en Siria», o de Richard Perle, quien declaró a un periodista que se podía enviar un mensaje breve, de dos palabras, a otros regímenes hostiles de Medio Oriente: «Son los siguientes».

Donald Trump está, sin lugar a duda, en el epicentro de esta encrucijada geopolítica. El día posterior al 16 de junio ―fecha que marcó el inicio de las hostilidades israelíes contra objetivos iraníes―, su equipo de campaña emitió un comunicado en el que se aclaraba que los Estados Unidos no habían dado su consentimiento a dicha operación militar. Apenas 48 horas más tarde, el propio Trump rechazó públicamente el plan presentado por el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, para ejecutar un ataque selectivo contra el ayatolá Alí Khamenei, dejando en evidencia la ambigüedad ―y, en cierto sentido, la fragilidad― de su posicionamiento frente a la cuestión iraní.

El posicionamiento de Trump en la región ha experimentado incluso un quiebre respecto a su primer mandato. En 2018 ordenó la retirada de las tropas estadounidenses de Siria, lo que provocó la renuncia de su secretario de Defensa, James Mattis, quien se opuso a dicha decisión, considerando que dejaba a los aliados kurdos en una situación vulnerable y debilitaba la postura de Estados Unidos frente a Rusia e Irán. 

Si bien el trumpismo se ha inclinado hacia un repliegue estratégico, al menos en comparación con las administraciones anteriores, su intervención en Irán marca una clara desviación de esa tendencia. Este episodio cristaliza con nitidez el dilema político y geoestratégico que enfrenta el expresidente: Trump oscila entre su impulso por desmarcarse del intervencionismo tradicional y las exigencias de una política exterior que continúa operando bajo coordenadas estructurales de hegemonía.

Por último, el factor estratégico a nivel sistémico. Un incremento de la intervención estadounidense en un conflicto abierto entre Israel e Irán tendría implicancias que trascienden lo regional, reconfigurando potencialmente las coordenadas del sistema internacional. 

En un escenario caracterizado por una transición hegemónica incipiente, tal como ha sido conceptualizado por el político chino Shiping Tang ―uno de los referentes teóricos del neorrealismo defensivo― las potencias dominantes tienden a interpretar las crisis regionales no como episodios aislados, sino como expresiones sintomáticas de un orden en declive. Esta percepción suele inducir respuestas sobredimensionadas ―intervenciones de alta intensidad o compromisos desproporcionados― que, lejos de consolidar su primacía, aceleran el desgaste de sus capacidades materiales y simbólicas. 

Es lo que Organsky denomina el síndrome de la sobrerreacción sistémica: una tendencia de las potencias declinantes a actuar de forma excesiva frente a amenazas percibidas, a menudo incentivadas por presiones internas o alianzas estratégicas asimétricas.

La reciente operación militar ordenada por la administración Trump puede ser interpretada como una victoria pírrica del lobby israelí y de las corrientes intervencionistas que aún persisten en el aparato gubernamental estadounidense. 

Esto supone, en esencia, una colusión entre el primer aparataje ideológico del trumspimo respecto a Irán, y los sectores neoconservadores que aún conviven en tensa relación con el nuevo Grand Old Party. Si bien representa una concesión simbólica a las presiones crecientes por adoptar una postura más agresiva frente a Irán, sus efectos estratégicos son, en el mejor de los casos, limitados, y refuerzan la imagen de una potencia atrapada entre compromisos contradictorios y presiones exógenas.

No se trata, en modo alguno, de una alarma novedosa. Desde al menos 2003, el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu ha sostenido reiteradamente que Irán se encuentra «a pocos pasos» de adquirir capacidad nuclear. Más de dos décadas después, la insistencia en esa inminencia plantea legítimas dudas respecto de la veracidad o al menos la proporcionalidad de dichas afirmaciones. 

Esta estrategia de sobredramatización no solo ha buscado movilizar apoyos diplomáticos, sino que también ha servido como herramienta para justificar una agenda regional agresiva por parte del Estado israelí.

El renovado envalentonamiento de Israel ha venido acompañado de un activismo intensificado del lobby proisraelí en Estados Unidos, particularmente en torno a la necesidad de frenar ―por medios coercitivos si es necesario― el avance del programa nuclear iraní. Sin embargo, pese al cúmulo de medidas adoptadas ―incluyendo sanciones multilaterales, ciberoperaciones como el ataque con Stuxnet, y diversas iniciativas diplomáticas fallidas―, la política exterior estadounidense ha cosechado logros escasos y fragmentarios. Teherán, lejos de ceder ante la presión, ha mostrado una voluntad sostenida de desarrollar sus capacidades nucleares, articulando dicho proceso dentro de una estrategia de disuasión racional frente a un entorno regional crecientemente hostil.

A fin de cuentas, lejos de desalentar el comportamiento revisionista de Irán, la presión unilateral de los Estados Unidos ha consolidado su percepción de vulnerabilidad estratégica, reforzando los incentivos internos para la nuclearización.

Podría sostenerse que el Estado de Israel y su red de apoyos en Washington no han sido los únicos factores determinantes de la política estadounidense hacia Irán, dado que existen razones estructurales para que Estados Unidos busque impedir la nuclearización de la República Islámica. 

En efecto, el control de la proliferación ha sido históricamente un eje central de la estrategia de seguridad nacional estadounidense. Sin embargo, incluso concediendo ese punto, debe reconocerse que las ambiciones nucleares de Irán no constituyen, en términos estrictamente estratégicos, una amenaza directa para la seguridad continental de Estados Unidos. 

A lo largo del siglo XX, Washington ha aprendido a coexistir ―aunque con tensiones― con potencias nucleares de mucho mayor envergadura e ideología hostil, como la Unión Soviética o la República Popular China. Incluso en el caso de Corea del Norte, cuya retórica beligerante excede ampliamente la de Irán, la disuasión mutua ha logrado evitar una conflagración abierta.

Desde esta perspectiva, resulta verosímil suponer que, en ausencia del lobby, la política exterior estadounidense hacia Irán sería sustancialmente más moderada. El enfrentamiento persistente, la retórica maximalista y, sobre todo, la posibilidad de contemplar una guerra preventiva, difícilmente serían opciones serias sin la presión sostenida ejercida por este entramado de actores que operan tanto en el Congreso como en la opinión pública, los medios y los organismos de seguridad.

No resulta sorprendente, por ende, que tanto Israel como sus aliados dentro del sistema político estadounidense aspiren a que Estados Unidos se haga cargo de las principales amenazas percibidas por la seguridad israelí. Si sus esfuerzos por moldear la política exterior estadounidense resultan exitosos, los rivales estratégicos de Israel ―como Irán, Hamas o incluso sectores del aparato estatal sirio― serán debilitados o directamente eliminados, allanando el camino para que Tel Aviv consolide su hegemonía regional y expanda unilateralmente sus márgenes de acción en los territorios palestinos, sin enfrentar presiones diplomáticas significativas.

La conclusión es más que clara. Estados Unidos está asumiendo, al momento, no sólo la responsabilidad de la ofensiva militar, sino también los costos políticos de una nueva intervención. Incluso si ese objetivo no se cumple plenamente ―es decir, aunque Washington no logre una reconfiguración integral de Medio Oriente a imagen y semejanza del statu quo deseado por Israel―, el balance seguiría siendo aceptable para Tel Aviv: la protección del escudo militar estadounidense y el mantenimiento de su superioridad cualitativa frente a cualquier adversario regional están, en última instancia, garantizados por la alianza estratégica con la superpotencia, no por su propia supervivencia.

Este no sería, sin duda, el escenario ideal para los sectores más maximalistas, pero sigue siendo preferible a una alternativa en la que Estados Unidos decidiera distanciarse de la agenda de seguridad israelí o utilizar su peso diplomático para presionar a Israel a alcanzar un acuerdo duradero con los palestinos. En ese eventual viraje, el Estado israelí no sólo perdería margen de maniobra geopolítica, sino que quedaría expuesto a mayores costos reputacionales, estratégicos y normativos ante la comunidad internacional.

En definitiva, la política exterior estadounidense atraviesa una fase crítica de dispersión estratégica, donde la superposición de frentes ―Europa del Este, Medio Oriente, Indo-Pacífico― ha puesto en jaque la posibilidad misma de sostener, como señala Posen, una grand strategy coherente. En 2023 John Mearsheimer advirtió, durante una conferencia ofrecida en el Center for Independent Studies, que el principal desafío geopolítico que enfrenta Estados Unidos no proviene ni de Moscú ni de Teherán, sino del ascenso sostenido de China. En este sentido, resulta revelador el planteo del académico chino Zhang Yunling, quien sostiene que «las restricciones externas ―siempre que no conduzcan a la confrontación directa ni busquen la destrucción de China― pueden resultar, en realidad, beneficiosas para nuestro país».

«American grand strategy is losing focus», dijo Mearshimer en 2023. Siguiendo aquel diagnóstico, la persistente implicación de Washington en conflictos periféricos ―ya sea en Ucrania o en Medio Oriente― dificulta el necesario pivote hacia Asia y erosiona la capacidad estadounidense de ejercer un liderazgo global racional y focalizado.

La intervención actual en el conflicto entre Israel e Irán se inscribe en esta deriva. Aunque Israel haya empujado a Estados Unidos hacia una escalada, lo cierto es que Washington también comparte un interés estructural en mantener a Irán debilitado. Pero de ahí no se sigue que una estrategia de cambio de régimen sea funcional a los intereses estadounidenses. En efecto, si el régimen iraní concibe ―como probablemente lo haga― que su supervivencia depende del desarrollo de un arsenal nuclear, una política de presión maximalista podría precipitar exactamente lo que busca evitar: la radicalización del sistema político iraní, la regionalización del conflicto y una dinámica de disuasión asimétrica, similar a la que hoy representa Corea del Norte. En términos simples: el desarme es un suicidio y sobrevivir significa mantenerse armado hasta los dientes.


Reflexiones finales

En 2012, pocos meses antes de su muerte, Kenneth Waltz ―el padre fundador del neorrealismo estructural― publicó un artículo provocador en Foreign Affairs titulado «Why Iran Should Get the Bomb». Allí sostenía, en abierta disonancia con el consenso predominante, que un Irán nuclear no constituiría una amenaza para la estabilidad regional, sino más bien sería un factor de equilibrio.

Su argumento era tan simple como subversivo: la proliferación, lejos de ser inherentemente desestabilizadora, podía generar una relación de disuasión mutua que inhibiera conductas aventureras. En otras palabras, el verdadero peligro no residía en que Irán adquiriera capacidades nucleares, sino en que se le negara ese derecho en un entorno donde sus rivales ―como Israel― ya poseen ese tipo de armamento.

Como advertía Waltz:

«Lo más importante es que los formuladores de políticas públicas y los ciudadanos del mundo árabe, de Estados Unidos, de Europa y de Israel deben tener el consuelo de que la historia ha demostrado que ahí donde surgen las capacidades nucleares, también surge la estabilidad. Ahora más que nunca, cuando se trata de armas nucleares, más puede ser
mejor».

El verdadero dilema, entonces, no radica en el potencial armamentístico de Irán, sino en la negativa occidental a aceptar un nuevo equilibrio regional. Cuando Israel adquirió la bomba en la década de los sesenta, se encontraba en guerra con muchos de sus vecinos. Sus armas nucleares eran una amenaza mucho mayor para el mundo árabe que la que representa el programa de Irán hoy en día. En ese marco, si Washington persiste en una estrategia punitiva, sincronizada con la lógica preventiva que anima la ofensiva israelí, y avala ―aunque sea de manera implícita― una escalada progresiva sobre territorio iraní, incluso de baja intensidad en las próximas semanas, corre el riesgo de convertirse, una vez más, en el garante involuntario de los intereses de un aliado cuyo horizonte estratégico no necesariamente se alinea con los objetivos estructurales de Estados Unidos.

El resultado sería, así, una paradoja estratégica: mientras Israel avanza en la eliminación de sus amenazas inmediatas, Estados Unidos asume los costos globales de una confrontación prolongada en un teatro que no es prioritario. El alto al fuego vigente al terminar esta nota no cambia las capas geológicas que moldean la política exterior estadounidense, al menos en el corto-mediano plazo. En un escenario de transición hegemónica y multipolaridad creciente, donde cada recurso cuenta, este desvío no solo revela una pérdida de enfoque, sino una erosión profunda del juicio estratégico. 

La historia sugiere que las grandes potencias no suelen caer por debilidad, sino por agotamiento. Tal vez ese sea su destino: no sucumbir por lo que las supera, sino por olvidar lo que las sostiene.

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* Estudiante avanzado de la Licenciatura en Relaciones Internacionales. Alumni del Programa virtual para el Fortalecimiento de la Función Pública en América Latina de la Fundación Botín y del Programa «Estados Unidos en el Siglo XXI» de la UCA. Coordinador del Instituto de Análisis Políticos y Electorales.

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