La dictadura progresista
Desde hace medio siglo, el progresismo ejerce desde la cátedra y los medios un férreo control sobre el pensamiento de la sociedad
Autor: Santiago González @gauchomalo140
Versión original: http://gauchomalo.com.ar/dictadura-progresista/
Desde la década del 70 para acá, la izquierda, rebautizada “progresismo”, le ha hecho más daño al país que cualquier otro actor político. Y si los episodios de violencia política vividos en esos años, con el terrorismo guerrillero y su posterior derrota, fueron graves, lo que vino después fue peor.
Aprovechando la algarabía de la recién recuperada democracia, la izquierda tomó el control de los principales generadores de mensajes en una sociedad: el sistema educativo y los medios de comunicación. Y lo hizo con una ferocidad e intolerancia tan compacta y coordinada que virtualmente no permitió la circulación de discursos alternativos. Cualquier palabra o actitud disidente fue sofocada de inmediato mediante una censura implacable, disfrazada con las amables ropas de la corrección política. Pero la acción del progresismo fue mucho más allá de bloquear la circulación de las ideas: reescribió la historia de la violencia setentista, y condujo la campaña de desmalvinización, saboteó el saneamiento de la economía en los noventa y acompañó el golpe de estado del 2001, promovió la llegada de los Kirchner al poder, y los sostuvo allí tanto como les fue posible; favoreció la acción de todas las “minorías intensas” que privilegian sus criterios sectoriales por sobre el parecer de la sociedad mayoritaria, y consagró sus demandas en normas aberrantes como la ley contra la discriminación o la de matrimonio igualitario. Al progresismo le debemos, finalmente, el garantismo judicial, la destrucción del sistema educativo, la desnaturalización del sistema de investigación y ciencia, y el nacimiento de dos nuevas industrias: la industria de la pobreza y la industria de la discriminación. Toda la acción del progresismo en estos años le dio la razón a la retórica de los militares, cuando acusaban a la izquierda de disolvente y enemiga de la Nación.
El gran problema con el progresismo, sin embargo, es que sigue vivito y coleando. En realidad su medio siglo de dominio inexpugnable sobre la conciencia de los argentinos se explica tanto por su eficacia para imponerlo como por la tolerancia de otros factores de poder a los que resulta funcional. Sin el permanente lavado de cerebro ejercido por el progresismo desde los medios y desde las cátedras, sin su acción deletérea que confunde permanentemente a la sociedad sobre la naturaleza de los males que padece y sobre las razones que explican esos males, la mafia político-económico-sindical que se apoderó del país en el curso de estas últimas cinco décadas no habría podido hacerlo. Los ciudadanos terminan por creer que sus salvadores son justamente quienes los están robando y explotando, y que sus enemigos son otros ciudadanos, por lo general víctimas tan confundidas e impotentes como ellos. Los grupos que detentan el poder real en la Argentina aplican la receta de Jacobo Timerman, el famoso editor que dejaba las páginas culturales a la izquierda mientras consagraba el resto de sus publicaciones a las conspiraciones de quienes contrataban sus servicios. Desde el poder político, Alfonsín le dio todo al progresismo porque él mismo era un progresista. Menem y Kirchner (a quien se debe la sincera frase: “la izquierda paga”) siguieron las enseñanzas de Jacobo. Muchos votantes de Mauricio Macri esperaban que esto cambiara a partir de su presidencia, pero no fue así. El aparato académico y mediático del progresismo sigue funcionando a pleno, incluso con aliento oficial.
La izquierda enfrenta, sin embargo, un problema: las redes sociales le rompieron la hegemonía. Ya no puede controlar como desde los añorados 80 la circulación de los mensajes. Cualquier vecino con un celular (o un blog, para el caso) se da el lujo de mojarles la oreja. A veces con encomiable solvencia. Resulta enternecedor comprobar el ninguneo que el periodismo “profesional” dedica al voluntariado de la libertad de expresión. Las secciones “En las redes…” que condescendientemente se dedicaban a recoger lo que se dice por ahí desaparecieron repentinamente de los medios sin mayores explicaciones. Por primera vez el progresismo se encuentra puesto en tela de juicio y a tiro de impugnaciones. El dique impuesto contra la circulación de las ideas y el libre debate se resquebraja.
Previsiblemente, se iniciaron las operaciones de salvataje, bastante torpes por cierto: Martín Caparrós, cronista de costumbre favorito de los profesionales con posgrado, y Jorge Lanata, campeón de los indignados con secundario incompleto, ensayaron últimamente algunas críticas del setentismo y sus secuelas que, en general, exculpan a la izquierda de la brutal ofensiva armada de los setenta e ignoran la brutal dictadura ideológica que esa minoría iluminada y soberbia ha impuesto al resto de la sociedad desde entonces. Desde otro ángulo, Fernando Iglesias y Jorge Fernández Díaz, creadores y animadores del antiperonismo kitsch, procuran convencernos de que la culpa de todo la tiene el peronismo, que apenas existe, y no el progresismo, que ha gozado hasta ahora de envidiable salud. Se les olvida, por ejemplo, que todo el andamiaje retórico, ideológico y publicitario del kirchnerismo fue de matriz progresista, y que si el kirchnerismo obtuvo algún reconocimiento social fue por su carácter pretendidamente progresista y no por su escasa reivindicación de la tradición peronista.
El nuevo gobierno argentino se ha negado a dar la batalla cultural contra la dictadura progresista, y esto sólo tiene dos explicaciones: o bien se equivoca de medio a medio al creer que la ciudadanía va a cambiar su comportamiento sin cambiar su manera de pensar, o bien sus propósitos son otros y comparte con la mafia que se apoderó del país la noción de que lo mejor es dejar las cosas como están.
Autor: Santiago González @gauchomalo140
Versión original: http://gauchomalo.com.ar/dictadura-progresista/
Desde la década del 70 para acá, la izquierda, rebautizada “progresismo”, le ha hecho más daño al país que cualquier otro actor político. Y si los episodios de violencia política vividos en esos años, con el terrorismo guerrillero y su posterior derrota, fueron graves, lo que vino después fue peor.
Aprovechando la algarabía de la recién recuperada democracia, la izquierda tomó el control de los principales generadores de mensajes en una sociedad: el sistema educativo y los medios de comunicación. Y lo hizo con una ferocidad e intolerancia tan compacta y coordinada que virtualmente no permitió la circulación de discursos alternativos. Cualquier palabra o actitud disidente fue sofocada de inmediato mediante una censura implacable, disfrazada con las amables ropas de la corrección política. Pero la acción del progresismo fue mucho más allá de bloquear la circulación de las ideas: reescribió la historia de la violencia setentista, y condujo la campaña de desmalvinización, saboteó el saneamiento de la economía en los noventa y acompañó el golpe de estado del 2001, promovió la llegada de los Kirchner al poder, y los sostuvo allí tanto como les fue posible; favoreció la acción de todas las “minorías intensas” que privilegian sus criterios sectoriales por sobre el parecer de la sociedad mayoritaria, y consagró sus demandas en normas aberrantes como la ley contra la discriminación o la de matrimonio igualitario. Al progresismo le debemos, finalmente, el garantismo judicial, la destrucción del sistema educativo, la desnaturalización del sistema de investigación y ciencia, y el nacimiento de dos nuevas industrias: la industria de la pobreza y la industria de la discriminación. Toda la acción del progresismo en estos años le dio la razón a la retórica de los militares, cuando acusaban a la izquierda de disolvente y enemiga de la Nación.
El gran problema con el progresismo, sin embargo, es que sigue vivito y coleando. En realidad su medio siglo de dominio inexpugnable sobre la conciencia de los argentinos se explica tanto por su eficacia para imponerlo como por la tolerancia de otros factores de poder a los que resulta funcional. Sin el permanente lavado de cerebro ejercido por el progresismo desde los medios y desde las cátedras, sin su acción deletérea que confunde permanentemente a la sociedad sobre la naturaleza de los males que padece y sobre las razones que explican esos males, la mafia político-económico-sindical que se apoderó del país en el curso de estas últimas cinco décadas no habría podido hacerlo. Los ciudadanos terminan por creer que sus salvadores son justamente quienes los están robando y explotando, y que sus enemigos son otros ciudadanos, por lo general víctimas tan confundidas e impotentes como ellos. Los grupos que detentan el poder real en la Argentina aplican la receta de Jacobo Timerman, el famoso editor que dejaba las páginas culturales a la izquierda mientras consagraba el resto de sus publicaciones a las conspiraciones de quienes contrataban sus servicios. Desde el poder político, Alfonsín le dio todo al progresismo porque él mismo era un progresista. Menem y Kirchner (a quien se debe la sincera frase: “la izquierda paga”) siguieron las enseñanzas de Jacobo. Muchos votantes de Mauricio Macri esperaban que esto cambiara a partir de su presidencia, pero no fue así. El aparato académico y mediático del progresismo sigue funcionando a pleno, incluso con aliento oficial.
La izquierda enfrenta, sin embargo, un problema: las redes sociales le rompieron la hegemonía. Ya no puede controlar como desde los añorados 80 la circulación de los mensajes. Cualquier vecino con un celular (o un blog, para el caso) se da el lujo de mojarles la oreja. A veces con encomiable solvencia. Resulta enternecedor comprobar el ninguneo que el periodismo “profesional” dedica al voluntariado de la libertad de expresión. Las secciones “En las redes…” que condescendientemente se dedicaban a recoger lo que se dice por ahí desaparecieron repentinamente de los medios sin mayores explicaciones. Por primera vez el progresismo se encuentra puesto en tela de juicio y a tiro de impugnaciones. El dique impuesto contra la circulación de las ideas y el libre debate se resquebraja.
Previsiblemente, se iniciaron las operaciones de salvataje, bastante torpes por cierto: Martín Caparrós, cronista de costumbre favorito de los profesionales con posgrado, y Jorge Lanata, campeón de los indignados con secundario incompleto, ensayaron últimamente algunas críticas del setentismo y sus secuelas que, en general, exculpan a la izquierda de la brutal ofensiva armada de los setenta e ignoran la brutal dictadura ideológica que esa minoría iluminada y soberbia ha impuesto al resto de la sociedad desde entonces. Desde otro ángulo, Fernando Iglesias y Jorge Fernández Díaz, creadores y animadores del antiperonismo kitsch, procuran convencernos de que la culpa de todo la tiene el peronismo, que apenas existe, y no el progresismo, que ha gozado hasta ahora de envidiable salud. Se les olvida, por ejemplo, que todo el andamiaje retórico, ideológico y publicitario del kirchnerismo fue de matriz progresista, y que si el kirchnerismo obtuvo algún reconocimiento social fue por su carácter pretendidamente progresista y no por su escasa reivindicación de la tradición peronista.
El nuevo gobierno argentino se ha negado a dar la batalla cultural contra la dictadura progresista, y esto sólo tiene dos explicaciones: o bien se equivoca de medio a medio al creer que la ciudadanía va a cambiar su comportamiento sin cambiar su manera de pensar, o bien sus propósitos son otros y comparte con la mafia que se apoderó del país la noción de que lo mejor es dejar las cosas como están.
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