La Izquierda Sibarita
La izquierda se mueve siempre en un
plano ideal e impoluto, angelical. El plano de las utopías. Cada vez que agarra
la manija, mete la mano en la lata, administra todo como si fuera suyo, aplica
su natural intolerancia, se transforma en un fascismo. El fascismo estalinista,
el fascismo de Maduro, etc.
Autor: Occam Occam (@corraldelobos)
Escribe el periodista @GabyLevinas que “No hay nada más de derecha
que, habiendo tantos recursos, dejar un país con 30% de pobreza, sin
infraestructura y sin educación”.
Sin pretender refutarlo sino entenderlo, y sin hacer
hincapié en su caso personal, tan solo diremos al respecto que Levinas se
encolumna, entusiasta, en la larga fila de los que esquemáticamente identifican
la izquierda con el Bien y la derecha con el Mal. Izquierda es salud, derecha
es enfermedad; izquierda es amor, derecha es odio; izquierda es medio ambiente,
derecha es contaminación; izquierda es producción, derecha es especulación;
izquierda son industrias, derecha son bancos; izquierda son artesanos, derecha
son policías, y así en un etcétera infinito.
Esa bella imagen en claroscuro maniqueo es por supuesto muy
endeble. Es difícil ser, por ejemplo, ecologista e industrialista al mismo
tiempo. O materialista e idealista. O demócrata y elitista. O perseguir la
excelencia y buscar la igualdad. O aspirar a la prosperidad general deplorando
la generación de riqueza. O ser pobrerista y sibarita. O repudiar la violencia
pero sin reprimir al violento. Pero en fin, con la mentalidad del niño, que
quiere todos los juguetes y las golosinas al mismo tiempo, que no puede elegir
porque no está dispuesto todavía al sacrificio, construye un universo paralelo
utópico, ajeno al sufrimiento y colmado de virtudes y placeres.
Lógicamente, ese castillo en las nubes se esfuma cuando la
utopía se encuentra con la realidad, con el desafío de su aplicación en el
plano práctico. Allí suele desembocar en una pesadilla más o menos invivible,
con un control social irrespirable, un dirigismo autoritario, una planificación
total y una gestión económica absoluta (o casi) que hace aguas por todas partes
en ineficiencia y escaseces, y una corrupción intrínseca que genera rápidamente
un nuevo clasismo de hierro entre el funcionariado burócrata-militante enriquecido
y la ciudadanía de a pie empobrecida en igualdad.
Cuando pasa eso, el izquierdista tierno (le tomamos prestado
el adjetivo a Espert) siempre busca una explicación que lo devuelva al solaz y
la tranquilidad moral de sus convicciones a través del siguiente apotegma: Cada vez que un gobierno izquierdista hace
lo que todos los gobiernos izquierdistas, se transforma automáticamente en
gobierno de derecha.
La consecuencia práctica, lógicamente, debería ser que la
izquierda no puede gobernar, y que debe mantenerse expectante en el plano de la
intelectualidad (que domina con uniformidad aplastante, anclada en Frankfurt y
el Mayo de 1968), o incluso en el marco de propuestas más o menos extravagantes
a partir de una minoría parlamentaria. Sin embargo, no sólo persiste con una
tozudez digna de las grandes gestas, sino que incluso impone la agenda de
manera tan urgente, intensa y acuciante (magnificada por el brazo mediático),
que sus imperativos y solo ellos, ocupan las políticas de todo gobierno: la
igualdad se garantiza aumentando la presión impositiva para que luego el Estado
redistribuya en planes sociales, subsidios, gratuidades y medidas de fomento;
en lo educativo, bajando la vara lo suficiente para que todos pasen de grado
sin mayor esfuerzo y consigan un diploma para colgar de un clavito; en lo
sanitario, estableciendo intervenciones gratuitas que nada tienen que ver con
la misión de prevenir ni con el arte de curar; en lo cultural, legitimando
desde lo excelso hasta lo abyecto, poniendo en plano de igualdad La traviata y El humo de mi fasito; en lo social despenalizando conductas desde
la vía legislativa o más frecuentemente, desde la práctica judicial; o bien
equiparando las situaciones deseables con las anómalas, diluyendo todo en un
marasmo de relativismo moral.
Porque la izquierda es el Bien y la derecha es el Mal, pero
la izquierda a su vez deplora los conceptos de Bien y de Mal. Así entonces, ser
bueno es desconocer que existe lo bueno y lo malo, lo lindo y lo feo, lo
correcto y lo incorrecto, la sabiduría y la ignorancia, la salud y la
enfermedad, el talento y la mediocridad, el éxito y el fracaso, la ley y el
delito, la propiedad y el robo, la virtud y la perversión.
El resultado llega más temprano que tarde: el que parte y
reparte se lleva la mejor parte, y el funcionariado sentado sobre una montaña
de dinero de los contribuyentes anónimos tiende a pensar que nadie va a echar
en falta un par de fajos de billetes más o menos, o una bolsa de papel madera,
o un paquete termosellado de crujientes violetas de €500. Incluso se justifica.
Tanto esfuerzo por planificar, dirigir, recaudar, distribuir, armar los pliegos
y licitar, adjudicar y certificar las obras (o los inicios de obra) tiene que
tener su recompensa. Y también, el diezmo para la política, para que nuestra
fuerza tenga autonomía de movimiento frente a las corporaciones, independencia
de criterio ante los poderosos, capacidad de enfrentar al imperialismo. Y
luego, ya agrandados, en un proyecto milenarista, ¿qué mejor que expropiar a
los poderosos y administrar todo desde el gobierno?
Paralelamente, el nivel educativo desciende casi hasta el
analfabetismo funcional, se empobrece el lenguaje, se desincentiva la
curiosidad y la competencia, la cultura se degrada, el plan de vida en general
gira hacia el aburrimiento, el entretenimiento burdo y grosero, la droga recreativa,
la promiscuidad, el delito.
Esa consecuencia sociocultural no desalienta al “proyecto”,
más bien todo lo contrario. Estimula sus anhelos por eternizarse, al ser
sometido al referendo cuatrienal de una población apática y sin mayores
aspiraciones que la de una línea de merca, la jarra loca, el perreo y El humo de mi fasito, arrastrada por una
juventud entusiasta y militante, pletórica de simbología, de relato y de
canciones de hinchada, y en general rentada con algún cargo público en un
organigrama cada vez más desmesurado y estrambótico.
A todo ese circo se lo denomina campo popular, y genera una democracia plebiscitaria que solo rige
por 10 horas durante al acto electoral, y que implica algo así como firmar un
cheque en blanco para que el régimen luego imponga su decisión sin
restricciones ni cortapisas por 4 años. Quien se queje es el antipueblo, el
aventajado, la derecha mala que no quiere que el campo popular sea feliz, cante
y baile a la madrugada de un martes en todas las esquinas, que procree
deportivamente, que disfrute del decodificador gratuito en su rancho de cartón
y chapas.
El Estado absorbe la mano de obra que su propia intervención
expulsa del mercado de trabajo, o la contiene mediante subsidios de desempleo y
planes sociales variados. Así genera una clientela fiel y barata de votantes
para mantener el nuevo statu quo. La
certeza de la eternidad en el poder relaja cualquier prurito subsistente, y la
corrupción comienza a ser flagrante y ostensible. Las rutas no sólo no se
terminan, sino que ni siquiera se empiezan, los anticipos de obra comienzan a
ser desproporcionados, los funcionarios se ponen a ostentar con fasto, y esa
ostentación es signo de respetabilidad. Porque éste la sabe hacer. Se genera una nueva jerarquía en función de los
metros cuadrados cubiertos, las hectáreas de estancia con espejo de agua propio
y la climatización de la piscina.
Cuando el hombre de la izquierda sibarita percibe que el
país bajó 50 escalones en las pruebas PISA, que la pobreza creció en forma
alarmante, que reina el descontrol, la inseguridad y la violencia en las
calles, que los funcionarios ostentosos regañan a los periodistas como a chicos
impertinentes por cadena nacional o buscan cerrar sus medios o comprárselos con
sus testaferros, se empieza a inquietar. Desde su silla BKF, con su habano
doble corona humeando en la diestra, acariciando a su gato de pelo largo con la
siniestra, un vaso gordo de dorado Macallan 36 sobre un libro de Pierre Bourdieu
en la mesita, y escuchando un vinilo de Thelonious Monk, comienza a
experimentar un sobresalto espiritual.
Ahí es cuando atisba nuevamente el apotegma salvador, aquél
que ha acudido tantas veces para su sosiego: Cada vez que un gobierno izquierdista hace lo que todos los gobiernos
izquierdistas, se transforma automáticamente en gobierno de derecha.
Recuerda las innumerables decepciones y ratifica su criterio
de pureza. Él se ha mantenido siempre en su mismo sitio, los que se han movido
de la izquierda, los que han traicionado los altos principios idealizados, son
los que gobiernan. Se toma el poder con
la izquierda pero se gobierna con la derecha, se dice. Reconoce que ha
simpatizado con el gobierno de izquierda y lo ha acompañado con su voto y su
opinión por varios años. En todo caso, ha pecado de ingenuo, de cándido. No ha
visto, no ha podido ver, no se ha imaginado, hasta qué punto ese gobierno se
empapaba de Mal, se hacía de derecha, hasta que la cosa ya no dio para más.
Una vez que ha podido explicarse el nuevo fracaso, vuelve a
entrecerrar los ojos y a disfrutar de las evoluciones caprichosas de ese piano
virtuosamente endemoniado en Brilliant
Corners, mientras exhala una voluta de humo cubano, apenas más consistente
que su idea.
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