VIVIR EN PROGRELANDIA (I)
Mayo del 68 y su legado
En el quincuagésimo aniversario del Mayo francés del 68, vamos a lanzar una serie de artículos al respecto.
Abre el fuego Adriano Erriguel.
Abre el fuego Adriano Erriguel.
Autor: Adriano Erriguel (@elmanifiestocom)
Nota original: https://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=5987
A pesar de todas las apariencias, vivimos en una civilización reciente. Por mucho que habitemos en países centenarios y seamos los herederos de una cultura milenaria, las costumbres, ideas y creencias que vertebran nuestra visión del mundo no remontan más allá de unas décadas. Entre un hombre de 2017 y otro de 1950 puede haber más distancia – en sus concepciones antropológicas básicas – que la que pudiera darse entre un hombre de 1950 y otro nacido en 1800. A lo largo del último medio siglo nuestra civilización ha sido remodelada a fondo, con una velocidad y con una intensidad sin precedentes a lo largo de toda la aventura humana.
En ese sentido, un historiador francés, Alain Besancon, ha podido afirmar que “mayo 1968” es, sin ninguna duda, el evento más importante acaecido tras la Revolución americana y la Revolución francesa.
Pasado medio siglo desde entonces, ¿qué significado atribuir a aquellos acontecimientos?
Ante todo, el de ruptura de una larga cadena de transmisión cultural. “Matar al padre” es una metáfora freudiana que evoca un mandato generacional. Como el río de la vida, cada generación debe asumir sus propias tareas. El problema consiste en saber si, después de aquél célebre mes de mayo, queda todavía algún “padre” al que matar.
Mayo 1968 inauguró una época inédita: la transgresión como dogma y la rebeldía como nueva ortodoxia. Una “rebelocracia” – en palabras de Philippe Muray – que exalta sus propias contradicciones, las comercializa y las fagocita. Mercado global, domesticación festivista y educación para el consumo: los signos definitorios de nuestra época. En ese sentido mayo 1968 fue una revolución para acabar con todas las revoluciones.
¿Verdaderamente? Pasado ya medio siglo, la utopía sesentayochista adquiere para muchos los contornos de una burla insultante. La generación que quiso reinventar el mundo, reinventar la vida, exigir la felicidad y merecerlo todo, ha dejado como legado varias generaciones de juguetes rotos. Algo se torció en el experimento, y sin embargo aquella generación que cuestionó todas las certezas, que derribó todos los valores, proclama como incuestionables sus propios valores y sus propias certezas, exige pleitesía para ellas y las declara intocables y las sitúa como coronación suprema de la aventura humana.
Pero la aventura humana continúa; y una vez puesto en marcha, el acelerador de mutaciones sociológicas es imparable. Como ocurría en 1968 los tiempos están cambiando. Un nuevo malestar en la civilización – volvemos a Freud – se extiende con una virulencia nunca vista. A medida que avanza el siglo XXI, desde el caos de identidades deconstruídas, desde el reguero de juguetes rotos, aumenta el número de aquellos que, solitarios, atomizados, desarraigados, no habiendo conocido otro mundo que el conformado a partir de mayo 1968, tienen una serie de cuentas que ajustar con la gloriosa efeméride.
Mayo de 1968 como evento publicitario
Partamos de un hecho: mayo 1968 como acontecimiento histórico ya no interesa a casi nadie. Su memoria se desvanece en el tiempo, entre la indiferencia de los más jóvenes. Pero la industria de las conmemoraciones, fiel a la cita, se encarga cada diez años de reactivar el recuerdo. Mayo 1968 se nos aparece hoy, de entrada, como una vorágine de ideas en movimiento, como una sucesión de performances y desbordamientos retóricos, como una cascada de photo–opportunities en un año que resultó muy fotogénico.
Mayo 1968 pervive, en primer lugar, como imagen y como icono. No en vano fue la primera revolución de la historia en la que lo virtual – la representación de los acontecimientos, la mediación publicitaria de los mismos – prima sobre la realidad de lo acontecido. A decir verdad – escribe el filósofo francés Vincent Coussedière – “es casi imposible distinguir el acontecimiento de su autocelebración, de forma que esta autocelebración termina por ser lo esencial del acontecimiento. Mayo 1968 es la creencia en las virtudes de lo performativo: cuando decir es hacer, cuando el hacer se agota en el decir. No es extraño que ciertos sesentayochistas se hayan reconvertido a la publicidad, porque mayo 1968 es íntegramente un evento publicitario cuyo sentido se agota en su autopromoción”.[1] Mayo 1968 como primer “asesinato de la realidad” masivo y en toda regla, varios años antes de que Baudrillard formulase su célebre teoría.
Pero si mayo 1968 es importante, lo es por su significado en sentido amplio. No en vano fue en ese mes de mayo cuando cristalizaron los imaginarios y los utopismos que hoy, medio siglo después, se siguen presentando como los horizontes insuperables de nuestro tiempo. Por eso, aunque su memoria se pierda en el tiempo, su legado sigue más vivo que nunca. Mayo 1968 tiene el valor de un símbolo, el del comienzo de una nueva era.
Ha nacido una estrella: el gauchismo
En mayo 1968, París era una fiesta. Un instante suspendido en el tiempo en el que las generaciones del baby boom se sacudían el aburrimiento de los (todavía inconclusos) “treinta gloriosos”. Unas semanas de deseo loco y perspectivas radicales que, con toda su mística revolucionaria, se quedaron en caos y saturnalia.
La historia es bien conocida: a pesar de encadenar con una serie de importantes movilizaciones sociales – entre ellas, la mayor huelga general de la historia de Europa– el sarpullido estudiantil no consiguió prender donde debía. Los sindicatos y el partido comunista francés optaron por negociar sustanciosas mejoras sociales con las autoridades gaullistas (los acuerdos de Grenelle), al tiempo que sus dirigentes se posicionaban contra el aventurerismo de los agitadores de barricada. En conclusión: llegó el verano y los estudiantes se fueron de vacaciones, pero con las maletas cargadas de inquina generacional contra los anquilosados aparatchik comunistas y contra los obreros que, en vez de revolución, preferían un plato de lentejas capitalistas.
Estaba claro que, tras la defección de los obreros, habría que buscar otro sujeto revolucionario para el futuro. Y de eso se encargaría – frente al marxismo “conservador” del partido comunista–, uno de los grandes descubrimientos de mayo 1968: el “gauchisme”. Su traducción literal es “izquierdismo”. Pero a nuestros efectos – y no sin cierta licencia retrospectiva– podemos considerarlo como el embrión de lo que hoy llamamos “progresismo”.
¿Cómo definir el gauchismo? Aunque éste fue el protagonista que acaparó los focos de mayo, como concepto había nacido mucho antes. En realidad se trataba de un término peyorativo surgido en el ámbito del marxismo clásico. Con este apelativo, los dirigentes socialdemócratas y comunistas descalificaban a los radicales de izquierda que rehusaban toda disciplina de partido. En ese sentido, el gauchismo/izquierdismo era sinónimo de activismo anarquizante y pueril: un síndrome individualista ajeno al carácter “científico” del marxismo, algo muy propio de grupúsculos que, en el fondo, no aspiraban seriamente a conquistar del poder. Lenin popularizó el término en su obra “el izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo” (1920).
Pero 1968 le dio la vuelta a tesis de Lenin. Poco después de los sucesos de mayo, Daniel Cohn–Bendit – el agitador sesentayochista par excellence– publicó un libro llamado “el gauchismo, remedio a la enfermedad senil del comunismo”. En él, Cohn–Bendit reivindicaba el espontaneísmo de los sucesos de mayo como receta para superar el impasse de la idea comunista, sumida en la esclerosis autoritaria de corte soviético. En el contexto de 1968, el gauchismo coincidía con toda la galaxia extraparlamentaria de extrema izquierda – trotskistas, maoístas, anarquistas, autogestionarios y antisistemas varios – que reivindicaban el impulso revolucionario que el comunismo burocrático había perdido por el camino.
Como señala el politólogo canadiense Mathieu Bock–Côté: “los radical sixties marcan el retorno a los sentimientos fundamentales en el origen del proyecto político de la izquierda, un retorno a la parte de utopismo que el marxismo había tapado sin llegar a liquidarlo del todo”. De lo que se trataba, por tanto, era de “hacer brotar de nuevo la fuente utópica del marxismo” (es la época del descubrimiento de los escritos del “joven Marx”) y de suministrar al comunismo una terapia desde la izquierda.[2]
Esto era, al menos, lo que decía el guión. Pero como suele ocurrir, la historia escribe derecho con guiones torcidos. Lo que los radicales sesentayochistas estaban haciendo, seguramente sin saberlo, era una cosa muy diferente.
Mayo de 1968 como producto americano
Cualquiera que repase la historia los sucesos de mayo 1968 puede sacar, a primera vista, una idea equivocada. A un nivel puramente retórico el lenguaje predominante era el marxismo en sus múltiples variantes (leninismo, trotskismo, maoísmo). Pero de todos los lenguajes posibles – señala Alain Besancon – el marxismo era el menos apto para traducir la realidad de lo que estaba sucediendo. Si bien la letra de 1968 correspondía a la tradición revolucionaria europea, el espíritu – el “marco” o estructura conceptual hegemónica– era de impronta americana.
Conviene recordar que mayo 1968 vino precedido de años de agitación radical en los campus estadounidenses, donde “el lenguaje era el de la moralidad y la justicia, antes de virar al radicalismo gauchista”.[3] Es en ese desplazamiento desde la política hacia la moral donde reside la esencia de mayo 1968. A partir de ese período la influencia ideológica americana marca el tránsito de una fase revolucionaria a otra muy diferente: del racionalismo marxista se pasa al sentimentalismo progresista; de los enfoques “de clase” se pasa a la lucha por la “autenticidad” individual; de la revolución se pasa a la “emancipación”. La razón de fondo era que “el marxismo clásico parecía terriblemente árido para una joven generación que rechazaba el reduccionismo económico y no toleraba limitar la revolución a una simple empresa de transformación de las relaciones de producción”.[4] Cuestión de Zeitgeist, pues. El materialismo dialéctico y los enfoques groseramente cuantitativos ya no resultaban satisfactorios para las generaciones de la abundancia y del baby–boom, que apuntaban más bien a una revolución concebida en términos culturales (lo que por otra parte explica la floración maoísta de la época).
1968 es el año del gran divorcio sociológico: a partir de entonces la sensibilidad revolucionaria y el movimiento obrero empezaron a recorrer caminos diferentes. O como sintetiza a la perfección Vincent Coussedière: “el gauchismo es justamente la adaptación del marxismo a la ausencia de clase y de conciencia de clase. Los individuos desocializados: ésos son los que el gauchismo pretende promover y reunir (…) Con lo cuál el gauchismo es la ideología perfectamente adaptada a la descomposición del pueblo francés, es la comunidad de la ausencia de comunidad”.[5] El gauchismo sesentayochista – y su sucesor directo, el progresismo – representa la adaptación y convergencia de la izquierda utópica con las condiciones materiales, culturales y sociales del neoliberalismo.
Mayo 1968 como contrarrevolución liberal
Ahora los periodistas de todo el mundo
Os lamen el culo. Yo no, queridos
Tenéis caras de hijos de papá
Os odio como odio a vuestros padres (…)
Cuando ayer en Valle Giulia os pegasteis
Con los policías
¡Yo simpatizaba con los policías!
Porque los policías son hijos de pobres
PIER PAOLO PASOLINI
Os odio, queridos estudiantes
Para deconstruir mayo de 1968 es aconsejable comenzar por la crítica marxista. Ante todo, por una razón cronológica: las primeras críticas de calado que se hicieron de este happening estudiantil procedieron de intelectuales más o menos vinculados al movimiento obrero. Unas críticas formuladas desde la frialdad conceptual del viejo marxismo, en un enfoque que contrasta con la indignación tremendista y con el moralismo lastimero que hoy se enseñorea del pensamiento de izquierdas. Entre ellas destaca, por su claridad premonitoria, el análisis del filósofo Michel Clouscard.[6]
Desde posiciones muy cercanas al Partido Comunista francés, Clouscard se enfrentó a los argumentos gauchistas que denunciaban el supuesto “aburguesamiento” de los obreros y su abandono de la revolución a cambio de unas migajas sociales. Para este filósofo atípico –el primero en analizar mayo de 1968 como una contrarrevolución liberal– todo ese discurso de impronta marcusiana no era más un recurso de los consumidores libertarios de clase media para acceder a un estatus narcisista “revolucionario”.[7]
La originalidad de Clouscard – señala su comentarista Aymeric Monville – consistió en desarrollar un marxismo aplicado que articula las clases sociales no sólo sobre las relaciones de producción, sino también sobre las de consumo. ¿Qué nos dice este enfoque sobre la intrahistoria de mayo 1968?
Según Clouscard, el capitalismo del Plan Marshall y de los “treinta gloriosos” se organizaba en torno a un modelo consumista sostenido sobre la educación de la población en dos vertientes: a unos para hacerles amar el consumo, a otros para hacerles soñar con consumir.[8]
Un objetivo para el cuál era imprescindible acelerar la ruina de los antiguos valores burgueses – ahorro, sobriedad, esfuerzo, religión – e instaurar un modelo hedonista y permisivo. Sólo desde este prisma cabe entender la función auxiliar desempeñada por los filósofos de cabecera del sesentayochismo: Marcuse y su “nuevo orden libidinal”, Deleuze y sus “máquinas deseantes”, Focault y su teoría de la sexualidad.
Todos ellos serían los animadores de un proceso cultural destinado a presentar como revolucionario un modelo de consumismo transgresivo que, en el fondo, sólo respondía al arribismo de las nuevas clases medias.[9] Mayo 1968 será el momento de cristalización simbólica de todo ello.
Pasado medio siglo, el legado de las jornadas de mayo puede resumirse en un sólo concepto: “liberalismo libertario”. Una definición que con el tiempo sería jubilosamente asumida por Daniel Cohn–Bendit – vedette máxima de los acontecimientos–, si bien antes había sido acuñada por Michel Clouscard. A Clouscard se debe también la expresión “capitalismo de la seducción”, el título de una obra en la que aplicaba un análisis de clase a la mitología de la civilización recién inaugurada: la cultura de masas, la relajación de vínculos familiares, la liberación sexual, la “subversión” institucionalizada, el arte contemporáneo, el progresismo mundano, etcétera. Una auténtica antropología de la modernidad en la que el filósofo de Poitiers describía el papel del gauchismo como comadrona de la nueva sociedad de consumo. Porque ahí reside el gran hallazgo de mayo 1968: en la incorporación de la mitología romántica de la rebelión y de la subversión a las estrategias de despliegue capitalista.
Nunca se entenderá el “gauchismo” si nos limitamos a considerarlo como un mero sistema de ideas o de convicciones. El gauchismo – es decir, el izquierdismo radical– es sobre todo un estado de espíritu, un conjunto de predisposiciones psicológicas y anímicas (aunque no falta quien lo trata como una patología).[10] No en vano la obra de Clouscard pone el dedo en la llaga de lo que podríamos calificar como “paranoia gauchista” (Aymeric Monville): la confusión entre poder y dominación, la tendencia a no ver en el poder más que represión, ya sea de la líbido, de las minorías (en la actual versión políticamente correcta) o de los propios gauchistas. De una manera sutil, Clouscard muestra que a partir de los años 1960 es “el poder el que ahora se hace seducción e inventa–produce la líbido”.[11]
La líbido, claro está, necesaria para estimular un “mercado del deseo” sostenido sobre la capacidad de consumo de aquellos que se lo puedan permitir, así como sobre el reclamo publicitario de los “estilos de vida”. Pero para pasar a esta fase – a la del mercado del deseo– era necesario un punto de ruptura, un “psicodrama” que escenificase el adiós radical al viejo mundo.[12] Ése fue el cometido histórico de todas las variedades de “rebeldes” que proliferaron a partir de los 1960 y que siguen renovándose hasta la hora actual: el “hippie eterno” y sus mutaciones más o menos radicales (antisistemas, okupas etc) como castas parasitarias sobre los hombros de las clases productoras.
¡Prohibido prohibir! es el slogan más célebre de mayo 1968. Pero conviene tener presente – y ése es el núcleo del mensaje de Clouscard – que el sistema entonces inaugurado, si bien es permisivo sobre el consumidor, es represivo sobre el productor. En otras palabras: es un sistema en el que “todo está permitido, pero nada es posible”.[13]
Su estrategia consiste en descartar la lucha de clases como algo anacrónico, al tiempo que se exaltan las nuevas “luchas societales” (ideología de género, minorías sexuales, migrantes, etcétera) para las que se diseñan los oportunos kits de mercado. Todo ello, claro está, permitiéndose el lujo de decirse “de izquierdas” y disfrutar de lo mejor de ambos mundos.[14]
Con lo cuál nos acercamos al reino de progrelandia.
Mayo 1968 como astucia de la historia
Década tras década las conmemoraciones de mayo 1968 dan lugar a nutridos coros de autosatisfacción lírica, empañados por las notas discordantes de algún que otro disidente. El opúsculo publicado por Régis Debray en 1978 – “Mayo 68: una contrarrevolución consumada”– es sin duda uno de los textos fundacionales de toda esa corriente que podemos calificar como “pensamiento anti–1968”, y ello tanto por su carácter pionero como por la clarividencia de un análisis que, con el tiempo, no ha dejado de ganar en pertinencia.
Tras sus andanzas guerrilleras con el Che Guevara, cabe pensar que Debray tenía una visión más ajustada que sus contemporáneos sobre lo que una auténtica revolución significa.
Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre visitan a Ernesto Guevara en Cuba. |
¡El caos! (la “chienlit”), así calificaba Charles de Gaulle a los acontecimientos de mayo. ¡Una revolución! dice la versión más extendida. Para Debray el mayo parisino no fue ni una cosa ni la otra, sino “el más razonable de los movimientos sociales”; la “triste victoria de la razón productivista sobre las locuras románticas”; la más “aburrida demostración de la tesis marxista sobre la determinación en última instancia por la economía (tecnología + relaciones de producción)”.
De lo que se trataba, en el fondo, era de dar adaptar los hábitos y las formas de vida a las nuevas exigencias de la industrialización, y ello “no porque los poetas lo reclamasen sino porque la industrialización así lo exigía”. El análisis marxista de Debray se muestra implacable: los valores burgueses de la vieja Francia eran antieconómicos, lo que hacía necesaria una alineación de la burguesía sobre nuevos valores consumistas, individualistas y hedonistas. Feminización de la mano de obra, paso del capitalismo patrimonial al capitalismo de accionariado, derribo de las barreras aduaneras, expansión de las multinacionales, promoción de la “flexibilidad”. ¿Qué es la mercancía sino “una fiesta móvil, inasible e imparable”?
No en vano mayo 1968 fue la fiesta de la movilidad. “La burguesía se encontraba política e ideológicamente en retraso sobre la lógica de su propio desarrollo económico” – dice Debray – y mayo fue, por lo tanto, una hegeliana “astucia de la Historia” para ajustar las cosas. Mayo 1968 fue el “termostato” que permitió que la máquina se corrigiese a tiempo; un “factor de autorregulación que de todas formas hubiera funcionado por sí solo – independientemente de la voluntad de sus agentes– para corregir las perturbaciones internas en la máquina neocapitalista”.[16]
El gran equívoco de mayo 1968 consistió en tomar una crisis en el sistema por una crisis del sistema. ¿Se trataba una soft–revolución tal vez? ¿O tal vez de la primera revolución posmoderna? Mayo de 1968, como hemos visto, inaugura los tiempos en los que la representación de lo real predomina sobre la realidad misma. La brutalidad y la violencia ya no fuerzan el curso de la historia. Lo que importa es controlar las percepciones, imponer un “marco” narrativo, “construir un relato” (storytelling). Por eso mayo 1968 puede considerarse como el umbral de nuestra época.
Su meollo revolucionario consiste en el triunfo de la publicidad sobre la política, en el paso a los tiempos postpolíticos, en el fín de la política. Porque a partir de entonces todo se regulará de forma autónoma, o como dice Debray “a nivel social, pre o postpolítico, es decir: sin dirección, sin proyecto ni voluntad consciente”.[17] Mayo de 1968 fue, en ese sentido, la revolución que acaba con todas las revoluciones; el momento en el que el mercado mundial suplanta al mercado nacional. En nuestra época de gobernanza y tecnocracia global, no cabe sino admirar la lucidez premonitoria del análisis de Régis Debray.
Mayo 1968 como campo de batalla
“En estas elecciones, de lo que se trata es de saber si la herencia de mayo 1968 debe ser perpetuada, o si es preciso liquidarla de una vez por todas”. Así se expresaba Nicolas Sarkozy en abril 2007, durante la campaña para las elecciones presidenciales francesas.
En un célebre discurso en el distrito parisino de Bercy, Sarkozy acusaba a los herederos de mayo de haber impuesto el relativismo intelectual y moral, de haber destruido la jerarquía de valores, de haber minado los fundamentos de la autoridad y del orden, de haber arruinado la escuela, de haber introducido el cinismo en la sociedad y en la política. Un arsenal de acusaciones típicamente derechistas que se combinaban con otras más afines a los oídos de izquierdas: la relajación ética del sesentayochismo habría facilitado el culto al dinero, el beneficio a corto plazo, la especulación, las derivas del capitalismo financiero.
Conclusión: había llegado la hora de pasar la página de mayo 1968. Un mensaje al que en las elecciones de 2007 gran número de franceses parecían receptivos, y que impulsaría el camino de Sarkozy hasta la Presidencia de la República.
Pero si alguien se había tomado en serio el discurso en Bercy, quedaría muy decepcionado por lo que vino después. Los cinco años de la Presidencia de Sarkozy pueden leerse como una ofensiva neoliberal sobre fondo de capitalismo bling bling. La espiral multiculturalista y la desagregación del vínculo social continuaron su asalto sobre cualquier idea de identidad nacional, mientras la función de Jefe del Estado se desacralizaba y la política francesa se alineaba sobre el modelo americano. Con Sarkozy la sociedad francesa prosiguió su proceso de atomización y de infantilización acelerada, al compás de los valores hedonistas, individualistas y consumistas derivados de mayo 1968. ¿Traición al electorado?
En realidad, no podía ser de otro modo. El rumbo de una civilización no puede corregirse mediante programas electorales. La retórica de Sarkozy obedecía a simple oportunismo demoscópico: explotar el creciente miedo de la sociedad francesa ante una espiral nihilista de incierto desenlace. ¿Liquidar mayo 1968? Un envite inalcanzable para un chisgarabís televisivo que además – como señalaba con ironía Cohn–Bendit– “no era sino otro hijo ilegítimo y rebelde comme il faut de mayo 1968”.
Pero es preciso reconocerlo: en realidad todos somos hijos de aquellas semanas de mayo.
No en vano André Malraux supo percibir en aquél momento todo un mundo que se desvanecía y que daba sus últimas boqueadas. Una crisis de civilización.[18] En ese sentido mayo 1968 fue mucho más que un acontecimiento, un programa o una ideología. El legado sesentayochista está en todas partes; parafraseando a Matrix “está en nuestra habitación, al mirar por la ventana, al encender la televisión...” Por eso – como en Matrix– no se le puede combatir desde dentro sino sólo desde fuera, rechazándolo en bloque o desconectando de él. Lejos de ser una simple efeméride, mayo de 1968 sigue siendo – cincuenta años después– un campo de batalla: el de las guerras culturales por venir.
Mayo de 1968 como uno y trino
Cuando Sarkozy recurría al anti–sesentayochismo como bandera electoral estaba, sin duda, conectando con un sentir profundo de amplias capas de la población francesa. Lo cual confluía con toda una labor de zapa intelectual, acometida en este caso tanto desde la derecha como desde la izquierda. Para comprender el sentido de todo ese corpus bautizado como “pensamiento anti–1968” es necesario, ante todo, delimitar el objeto de sus críticas, lo que no es una tarea simple. En primer lugar, porque, como hemos visto, para entender mayo 1968 es necesario leerlo del revés (la astucia de la historia, que decía Régis Debray). Pero sobre todo, porque no hay uno sino “varios” mayos de 1968. Destacamos tres:
- - Una postura revolucionaria y “heroica”, expresada en el hipermilitantismo de una extrema izquierda que, en sus metamorfosis más radicales, tendría como colofón el terrorismo de los años 1970.
- - Una postura festiva, anti–autoritaria, hedonista y libertaria, muy bien resumida en los eslóganes: “gozar sin barreras”, “prohibido prohibir” o “debajo de los adoquines está la playa”.
- - Una postura “antisistema” de crítica frente a la sociedad de consumo y los valores mercantiles, inspirada por el situacionismo. Esta tendencia – sin duda la más interesante de todas– pasaría a enlazar con corrientes como el ecologismo y el tercermundismo.[19]
¿Qué ha quedado de todo ello?
Las fotos de las barricadas y de las cargas policiales no llaman a engaño: en su libro “El Gran Bazar” (publicado en 1975) Cohn–Bendit confesaba que en 1968 la violencia no era más que un juego. Fue la dimensión individualista y libertaria la que eclipsó por completo los otros contenidos de mayo; no sólo eso, sino que es esa misma dimensión – en su vulgata anti–tradicional y progresista– la que sigue ocupando, cinco décadas después, el centro de gravedad ideológica de todo el espacio público. Mayo de 1968 como revolución contra los padres, no contra los patrones (Marcello Veneziani).
La temática de la “emancipación” individual se declinará, a partir de entonces, en una inflación de derechos subjetivos que suministran la legitimación de la nueva ideología dominante: una mezcla de liberalismo económico y de liberalismo societal. En formulación de Alain de Benoist: “el tipo antropológico que promueve esta ideología es el de un individuo centrado en sí mismo, que busca permanentemente maximizar su interés y obtener una traducción institucional a sus deseos”.[20] ¿Qué mejor garantía para “gozar sin barreras” que el neocapitalismo y la sociedad de consumo?
En buena lógica, la comunión en los valores de mayo 1968 – o en los múltiples 68s que tuvieron lugar en occidente– ha venido funcionado como distinguido pedigrí para el acceso de sus protagonistas a los grandes centros de decisión política, económica y social de las últimas décadas. Mientras que el “68 leninista” acabó en un callejón sin salida y el “68 antisistema” en un militantismo más o menos marginal, el 68 libertario acaparó la gloria, el poder y los recursos, inoculando toda su carga ideológica en un capitalismo que estaba entonces en trance de mudar de piel.
* * *
[1] Vincent Coussedière, Éloge du populisme, Élya Éditions 2012, p. 91.
[2] Mathieu Bock–Côté, Le multiculturalisme comme religión politique. Les Éditions du Cerf 2016, pp. 91–92.
[3] Alain Besancon, “Souvenirs et réflexions sur mai 1968”, Commentaire nº 122, été 2008, p. 515.
[4] Mathieu Bock–Côté, Obra citada, p. 89.
[5] Vincent Coussedière, Obra citada, pp. 89–90.
[6] Michel Clouscard (1929–2006) fue profesor de sociología en la universidad de Poitiers. Sus obras más destacadas: Néo–fascisme et idéologie du désir (1973), Le frivole et le sérieux (1978), Le capitalisme de la séduction (1982), Les métamorphoses de la lutte de clases (1996), Critique du liberalisme libertaire. Génealogie de la contre–revolution (2005).
[7] Aymeric Monville, Le néocapitalisme selon Michel Clouscard. Éditions Delga 2011, p. 19.
[8] Aymeric Monville, Obra citada, p. 24.
[9] Aymeric Monville, Obra citada, p. 20.
[10] Lyle H. Rossiter, JR, The Liberal Mind. The Psychological Causes of Political Madness. Free World Books 2008.
[11] Aymeric Monville, Obra citada, p. 25.
[12] Aymeric Monville, Obra citada, p. 27. Clouscard propone establecer una clara diferencia entre “estilos de vida” y “niveles de vida”: “si para el mundo obrero el estilo de vida está directamente vinculado al nivel de vida – sin márgenes posibles de maniobra– la burguesía sí puede promover varios estilos de vida, lo que le permite embarullar mejor las pistas. Puede ser a la vez hippy y tecnocrática, austera y dispendiosa, de derechas y de izquierdas, con “padre severo” e “hijo rebelde”, etc etc”. Aymeric Monville, Obra citada, pp. 31 y 32. Sobre los “estilos de vida”: Mark Hunyadi, La tiranía de los modos de vida. Sobre la paradoja moral de nuestro tiempo. Ediciones Cátedra 2015.
[13] Michel Clouscard, Le Métamorphoses de la lutte des clases, Éditions Le Temps des Cerises, 1996, Thèse 4, p. 19. Aymeric Monville, Les Jolis grands hommes de gauche. Badiou, Guilluy, Lordon, Michéa, Onfray, Rancière, Sapir, Todd et les autres…, Éditions Delga 2017, p. 34.
[14] Aymeric Monville, Le Néocapitalisme selon Michel Clouscard. Éditions Delga 2011, p. 29.
La reivindicación del enfoque “lucha de clases” – frente al de “luchas de minorías– como punto central de análisis social es hoy común entre las corrientes neopopulistas en Europa y América. En esa línea, Owen Peter Jones: Chavs: la demonización de la clase obrera. Capitán Swing Libros S.L. 2012. Jim Goad, The Redneck Manifesto, Simon and Schuster 1997.
[15] Régis Debray, Mai 68 une contre–révolution réussie. Mille et une Nuits 2008, p. 57.
[16] Régis Debray, Obra citada, pp. 21–37.
[17] Régis Debray, Obra citada, p. 39.
[18] Antonio Sáenz de Miera (Universidad Antonio de Nebrija) “40 años del 68 francés. Estudio de las interpretaciones realizadas sobre los sucesos de 1968 a 2008”. Norba. Revista de Historia ISSN 0213–375X, Vol 22 2009, 205–244 (disponible en Internet)
[19] Alain de Benoist, “La France aurait mieux fait de garder Daniel Cohn–Bendit…” en Le Mai 68 de la nouvelle droite. Le Labyrinthe 1998, pp. 9–20.
[20] Alain de Benoist, “la fable des soixante–huitards”, en: Survivre à la pensé unique, ou l'actualité en questions. Krisis 2015, p. 185.
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