EL DESAFÍO

En el plazo de tres generaciones hemos desarrollado una verdadera cultura de la ignorancia y la estupidez, y urge revertirla


Autor: Santiago González (@gauchomalo140)

Nota original: https://gauchomalo.com.ar/desafio/

Le propongo al lector un experimento sencillo: supongamos por un momento que toda la dirigencia política, de cualquier partido, orientación o doctrina, se vuelve repentinamente honesta. Para separar del ensayo cualquier ingrediente moral, supongamos que es un virus desconocido lo que la incapacita para cometer el más mínimo acto de corrupción, es decir para usar en beneficio personal o de sus amigos o parientes los recursos o el poder que el sistema republicano pone en sus manos. Y para aislar debidamente el objeto de nuestro estudio, supongamos asimismo que esa mutación genética, por describirla de algún modo, sólo afecta la disposición de los políticos a cometer actos de corrupción y que todos los demás aspectos de la personalidad de esos dirigentes se mantienen inalterados tal como los vemos y los conocemos ahora. Definidas así las condiciones, pongamos en marcha nuestro experimento, activemos nuestra simulación de inteligencia natural, y pongamos a esa dirigencia política incorrupta e incorruptible a gobernar. ¿Cuál cree usted que sería el resultado? ¿Imagina acaso que los problemas endémicos que azotan a la Argentina quedarían cancelados con ese simple (bueno, no tan simple) expediente?


Debo confesarle, escéptico lector, que comparto absolutamente sus dudas y prevenciones. Nadie objetaría que, controlada o eliminada la corrupción en la gestión pública, el país andaría mucho mejor que lo que anda, como ocurriría con un organismo al que se le eliminan los parásitos que lo devoran desde dentro. Pero un cuerpo desparasitado, sano, no es un hombre sino la condición para que un hombre se haga hombre, se construya como tal con sus acciones y decisiones. Y lo mismo pasa con las naciones: liberadas de la corrupción, aún deben definir un rumbo, imaginar un futuro, construirse también con sus acciones y decisiones.


Un dicho corriente afirma que los que asignan mucha importancia a la maldad subestiman la estupidez. Últimamente nos hemos dado también a subestimar la ignorancia, que comparte espacios de pleno derecho con la maldad y la estupidez como agentes del estado de cosas que nos preocupa. La eliminación de la maldad, esto es de la corrupción que debilita, degrada, empobrece y mata, no nos libraría de los efectos combinados de la estupidez y la ignorancia, que también debilitan, degradan, empobrecen y matan. ¿Qué rumbo, qué futuro, qué construcción puede esperarle a una nación conducida por individuos probos, pero ignorantes y/o estúpidos? Uno tiene la sensación de que la clase política, aún condenada a hacer el bien, no sabría cómo hacerlo.


Tomemos un par de ejemplos. Hacia fines de 2017 el gobierno de Cambiemos atravesaba su mejor momento político. Junto con sus aliados, acababa de alzarse con más del 40% de los votos en las elecciones legislativas de octubre, y la economía no andaba del todo bien pero tampoco andaba del todo mal. Sus dirigentes tuvieron entonces la ocurrencia de entrometerse en las decisiones del Banco Central y anunciar la intromisión de la peor manera posible. Confundieron a todo el mundo, crearon desconfianza, desataron una suba de tasas y una corrida cambiaria que terminó con un agónico pedido de auxilio al FMI. Hay varias explicaciones para lo inexplicable, y cada una pone el acento en alguno de los tres ingredientes: corrupción, ignorancia, estupidez. Luego de haber impuesto en 2020 una prolongada, dolorosa e innecesaria cuarentena que destrozó la economía, arrojó al país a niveles desconocidos de pobreza e indigencia y desató una inflación imparable, el gobierno kirchnerista encaraba las legislativas de 2021 con una única carta de triunfo, una única señal positiva para enviar a la sociedad: vacunación masiva, segura y ordenada. Pero hizo de la vacuna un desastre por donde se lo mire, acaba de reimplantar una cuarentena fracasada, y sus perspectivas electorales son ahora por lo menos tormentosas. Otra vez, las explicaciones de lo inexplicable giran en torno de la corrupción, la ignorancia, la estupidez, en las proporciones que cada observador prefiere asignarles.


Nadie es del todo corrupto, del todo ignorante o del todo estúpido. Ni tampoco es santo, sabio o genio. La mayoría de las personas se ubica en algún lugar intermedio entre esos extremos, normalmente con vocación de ascenso. El problema que enfrentamos como país es que nuestros dirigentes parecen habitar los niveles más bajos de esa escala, justamente cuando la dimensión de las dificultades que afrontamos exigiría las virtudes más altas, casi cercanas a la perfección. Pero lo grave del problema es que esos dirigentes están allí porque los votamos nosotros, lo cual habilita fundadas sospechas sobre nuestra propia ubicación en la escala de las virtudes. ¿Y si resultara cierto eso de que las sociedades tienen ahora dirigentes que se les parecen?


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"La nave de los necios", El Bosco.


Nos inclinamos a pensar que la corrupción es, si no el único, el más serio de nuestros problemas, porque nos asalta todos los días, en nuestra experiencia ciudadana y en el menú de las noticias, donde conviven el pelagatos devenido en magnate tras acceder a la función pública y el magnate corporativo que arma sociedades fantasma para estafar a sus acreedores. La corrupción es relativamente fácil de detectar (raras veces puede cometerse sin testigos) y de combatir (está suficientemente estudiada, y existen las leyes para perseguirla), y la prensa suele ventilar algunas de sus manifestaciones. Sin embargo persiste porque la sociedad la tolera, y como la sociedad la tolera, fiscales, jueces y otras personas con autoridad para intervenir se lavan las manos, y miran para otro lado hasta donde pueden. Si la corrupción goza de un margen apreciable de tolerancia social es porque cuenta con la nunca desinteresada colaboración de la ignorancia y la estupidez, que son mucho menos visibles, más difíciles de detectar, no están tipificadas en código ni ley alguna, ni son pasibles de sanciones. Más aún, la ignorancia y la estupidez son la condición de posibilidad de la corrupción: sin la tolerancia y la lenidad que permiten y propician, la corrupción no encontraría terreno para desarrollarse.


El inconcebible desmanejo de la crisis provocada por el virus Cov-2, con todas las desgracias que trajo aparejadas, aportó sin embargo el beneficio de poner en escena, iluminada por una luz poderosa, la ignorancia y la estupidez que prevalecen no sólo en la casta política sino en la clase dirigente en toda su extensión: académicos, científicos, periodistas, empresarios, dignatarios religiosos, magistrados. Por ignorancia o por estupidez (o por su hija dilecta, la corrupción), todo lo que se pudo hacer bien o mal se hizo mal. Las escasas voces sensatas, prudentes, discretas, racionales, que se animaron a alzarse en el torbellino de la confusión general quedaron ahogadas (en muchos casos deliberadamente ahogadas) por esa nefasta sinergia. La ignorancia y la estupidez asociadas son mucho más peligrosas para la salud social que la corrupción. Casi todos los estudios disponibles sobre la ignorancia o la estupidez hacen referencia a esa temible colaboración. En su clásica Historia de la estupidez humana, Paul Tabori advertía: “El ignorante no siempre es estúpido, ni el estúpido es siempre ignorante, pero ambas condiciones no pueden separarse de manera absoluta”. Y agregaba: “La estupidez alimenta y presupone la ignorancia”.


El historiador italiano Carlo Cipolla, otro estudioso del intrigante tema de la estupidez, sostenía que en las sociedades humanas, independientemente de su cultura o su nivel de desarrollo, los individuos se distribuyen en cuatro grupos de dimensiones más o menos constantes: los ingenuos o incautos, los inteligentes, los malvados o bandidos y los estúpidos, definidos como los que causan daños a terceros sin beneficio para sí (por oposición a los inteligentes, que generan beneficios para todos). Decía Cipolla que los países en ascenso muestran en posiciones de poder un elevado porcentaje de personas inteligentes, que mantienen a raya a los estúpidos. “En un país en decadencia, el porcentaje de individuos estúpidos sigue siendo el mismo; sin embargo, en el resto de la población se observa, sobre todo entre los individuos que están en el poder, una alarmante proliferación de malvados con un elevado porcentaje de estupidez y, entre los que no están en el poder, un igualmente alarmante crecimiento del número de los incautos. Tal cambio en la composición de la población de los no estúpidos refuerza, inevitablemente, el poder destructivo de la fracción de los estúpidos, y conduce al país a la ruina”. Mejor retrato de la Argentina contemporánea, imposible.


Un estudio conducido por el psicólogo Balázs Akzél, de la universidad Eötvös Loránd de Budapest, sobre qué tipo de comportamientos el público tendía a identificar como estúpidos, estableció la siguiente gradación, de menor a mayor: los resultantes de la distracción o la impericia, los resultantes de la falta de autocontrol, y los resultantes de la ignorancia atrevida (confident ignorance). Aparte de notar el hecho de que la percepción pública asocia la ignorancia con el nivel más grave de estupidez, ¿hay mejor definición del kirchnerismo que ésta de “ignorancia atrevida”?


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Cuando hablo de ignorancia y estupidez, no me refiero a la vieja y noble ignorancia que se remedia con una pizarra, una tiza y un coscorrón, ni tampoco a la estupidez del mentecato, que no tiene remedio. Aludo más bien a una ignorancia y a una estupidez de reciente factura, de laboratorio, inducidas y cultivadas institucionalmente. De la Argentina podía decirse cualquier cosa menos que fuese un país de ignorantes y estúpidos. Se necesitó de la acción sistemática y constante de la izquierda socialdemócrata, durante casi medio siglo, para arrojarlo a la ignorancia y la estupidez, especialmente en sus poblaciones urbanas. Desde el regreso de la democracia, por acción u omisión, el sistema educativo, organizado y conducido por el progresismo, ha expandido la ignorancia por todas las clases sociales, de manera igualitaria, universal y gratuita. Y los medios de comunicación, también compaginados y orientados por los progresistas, han propagado la estupidez por todas sus audiencias, con el terreno, es cierto, abonado por el sistema educativo. En el plazo de tres generaciones hemos desarrollado una verdadera cultura de la ignorancia y la estupidez, esclava de la corrección política, incapaz de concebir y defender una opinión propia, temerosa del mérito, de la competencia, de la calificación y de la discriminación, todo lo cual denuncia como estigmatizante. Gramsci y Goebbels se habrían sentido reivindicados si pudieran comprobar cómo aprovechamos sus ideas.


Volvamos a los ejemplos, para que esto no parezca una especulación ociosa y juguetona. Una de las convicciones más firmes de la ignorancia cultivada es la que dice que la mayoría de los problemas sociales y políticos, de los problemas de Estado digamos, son de naturaleza ideológica, no práctica, y que se resuelven automáticamente señalando y apartando al culpable, es decir al portador de la ideología equivocada. Mauricio Macri afirmó en campaña con toda soltura que eliminar la inflación era lo más fácil del mundo y dejó el gobierno en 2019 con una inflación de 53,8%, la más alta en 28 años. Cuatro años después, Alberto Fernández prometió en campaña elevar los haberes jubilatorios en un 20%, y solventar el incremento con los intereses que Macri pagaba por las Letras de Liquidación (leliqs) para que la inflación no se le escapara todavía más; llegado al gobierno, Fernández rebajó las jubilaciones en un 20%, y en un año y medio triplicó el monto de las leliqs. Ingeniero el primero, abogado el segundo, no puede decirse que sean personas ignorantes en el sentido clásico. Pero son ignorantes de cultivo. Macri primero, y Fernández después, ganaron sucesivamente las elecciones porque prometieron soluciones ideológicas para problemas prácticos como la inflación o las bajas remuneraciones previsionales, y fueron votados, entre otros, por muchas personas que creyeron en esos argumentos, estúpidos de almácigos regados y fertilizados por los medios de comunicación.


La sociedades occidentales herederas del derecho romano, entre ellas la nuestra, han ido tipificando laboriosamente a través de los siglos las conductas antisociales, las han jerarquizado según su gravedad y han establecido un rango de penas proporcionales para quienes las cometen, con el múltiple propósito de protegerse a sí mismas, compensar simbólicamente a las víctimas e incluso reeducar al delincuente y absorberlo nuevamente en su seno. Esto funcionó más o menos bien hasta que llegó la ignorancia de cultivo con su doctrina garantista, convirtió al delincuente en víctima y culpabilizó a la sociedad, a la que obliga a compensar al delincuente por haber delinquido. Por eso Amado Boudou, condenado por todas las instancias judiciales, incluida la Corte Suprema, fue invitado a exponer sus opiniones sobre la justicia durante un seminario organizado por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, uno de los principales difusores de ignorancia de cultivo del país, y seguido con atención por un (felizmente menguado) auditorio de estúpidos de almácigo. La ignorancia y la estupidez son la condición de posibilidad de la corrupción: Boudou les habló a las dos.


No todos los argentinos, por supuesto, son ignorantes o estúpidos, orgánicos o procesados. El problema es que esos argentinos, digamos entendidos e inteligentes, difícilmente puedan llegar a conducir los asuntos públicos por las vías que ofrece el ordenamiento democrático sin luchar primero contra la ignorancia y la estupidez. Ese combate por los corazones y las mentes lleva tiempo -si la destrucción le demandó al progresismo casi cuatro décadas, imagínense ustedes cuánto exigirá la reconstrucción-, y se arriesga a izar la bandera del triunfo sobre el territorio devastado que el rumbo actual de las cosas pronostica. En ese contexto, se comprende la espontaneidad ocurrente con la que el periodista Marcelo Longobardi habló de “tener que formatear a la Argentina de un modo más autoritario.” La ignorancia de cultivo y la estupidez de almácigo salieron a matarlo, indicando involuntariamente cuál es el camino más corto para enfrentarlas. El periodista optó por retractarse, entre otras cosas por la denuncia que le presentó una legisladora opositora de la Ciudad de Buenos Aires, cuyo partido comparte negocios con el oficialismo porteño desde hace una década.


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