EDUCACIÓN PARA LA POBREZA

La escuela obligatoria y masiva ha sido una de las instituciones más exitosas de estos últimos siglos.




En estos días donde el argumento de oficialistas y fanáticos es que las clases no están suspendidas, sino que son «virtuales» es necesario volver sobre la discusión siempre abierta de la educación en la Argentina en general y en Buenos Aires (CABA y Provincia, nos negamos a hablar del mamarracho llamado AMBA) en particular.

La educación virtual, deciden ignorar tanto políticos como personajes cuyo afán por
defender al gobierno a veces hace sospechar de algún tipo de beneficio económico
producto o causa de ese fanatismo, no es “pública”, ni “libre”, ni “gratuita”. Conectarse a Zoom o Meet o entrar al Classroom implica en primer término el acceso a un dispositivo con conexión a internet y en segundo lugar una conexión a internet, estar en una zona donde hay conectividad y poder costearla. Además, en el caso de casas donde existe más de un niño implica tener al menos un dispositivo por cada uno. Esto sólo ya implica que un enorme porcentaje de los niños más pobres quedan definitivamente fuera del sistema educativo, pauperizado como está, especialmente el público.

Hace décadas que las tecnologías de la información y las comunicaciones ofrecen ciertas alternativas «educativas». Desde programas de radio, luego de televisión, documentales, luego videos de YouTube, podcasts a la ahora llamada «educación virtual», aparente solución a la actual pandemia y futura solución a los problemas de infraestructura y movilidad. Esta confianza ciega en la tecnología no es nueva: desde hace años, los grandes actos presididos por políticos y las grandes políticas educativas no son aumentar la exigencia en los profesorados. O diseñar mejor la carrera docente. Ni siquiera inaugurar escuelas. Los grandes actos y proyectos educativos son entregar computadoras y prometer conectividad. Nada más. Parece existir un deseo oculto en los políticos: que la tecnología los redima, los compense de su falta absoluta de ideas.

La escuela obligatoria y masiva ha sido una de las instituciones más exitosas de estos últimos siglos. No solamente por sus méritos educativos: la posibilidad de brindarle a todo el mundo una alfabetización básica. Sino que ha sido un lugar de encuentro de la sociedad, ordenado y reglado. Para un niño, la maestra es probablemente la primera figura de autoridad que conoce por fuera de su familia. Allí aprenden a cumplir un horario, a tener que vestirse bien para salir, a hacer amigos, a defenderse de sus enemigos, a cumplir rituales.

La alternativa que defienden algunos a capa y espada es la «virtualidad», en donde la conversación es unidireccional. En donde es imposible que los estudiantes puedan hablar entre ellos. Una forma que invade la intimidad del hogar, que atenta contra la independencia de los alumnos. Donde, con solo hacer clic y «apagar la cámara», uno puede abstraerse de sus obligaciones y «desaparecer» del aula (virtual, obviamente).

Además de esta primera cuestión muchos padres no pueden acompañar a sus hijos porque ellos mismos no han tenido la formación para hacerlo, algunos no saben leer ni escribir, no hablemos de operaciones matemáticas simples mucho menos complejas. Docentes, universitarios y progres en general se congratulan de «defender la educación pública», ¿qué educación?

Hoy ni siquiera podemos criticar que se «regalan aprobados» y se consiguen títulos secundarios sin valor alguno como si fuera una dádiva ya que muchos de los niños que salen del sistema quedan afuera de cualquier mínima chance de salir de la pobreza por su propio esfuerzo, se le roban con la excusa de la pandemia la posibilidad de trabajar en el futuro y no ser esclavos del asistencialismo estatal. ¿Votos cautivos? Ni siquiera.
Esto era una escuela (Morón).

En segundo término tenemos que mencionar las escuelas «para pobres», como muy bien lo analizó Mariano Narodowski en El colapso de la educación argentina. Por mucho que no les guste decirlo abiertamente las escuelas públicas (con las que los políticos se llenan la boca y que solo pisan para sacarse fotos más armadas que escenario de telenovela) son edificios mayormente venidos a menos para los pauperizados. La escuela pública ya no es ese lugar que nivela y mezcla a los sectores, no es el lugar donde el hijo del almacenero se codea con el hijo del abogado. La escuela está cada vez más reducida a un dispensario de alimentos y un contenedor de pobres durante varias horas al día. ¿Suena horrible? La verdad suele serlo.

Ahora esto es una escuela

Además, los edificios son espacios decrépitos, mal pintados, construcciones miserables, mal hechas, mal preparadas, fríos en invierno (si hay estufas usualmente no funcionan) y hornos en verano (¿ventiladores? ¿Qué es eso?). La arquitectura educa. Una construcción, aún humilde, hecha con esfuerzo, dedicación y buen gusto le muestra al alumno que él es importante. Algo feo, gris, construido sin ganas y rápidamente para inaugurarlo antes de las elecciones, le indica que él no importa, solo importa el voto y las cámaras en la inauguración.

Y así es por dentro

¿Cuál es el sentido hoy de decirle a un niño, incluso a uno de clase media, que estudiar es el camino? Hoy que nadie tiene el pan asegurado no importa lo que haga, cuando los ejemplos que se rescatan en los medios de comunicación y las redes son personas que  hacen dinero fácil con su cuerpo (no sean mal pensados, hablamos especialmente de futbolistas, modelos y mediáticos), ¿cómo les decimos a los chicos que formarse importa?

¿Esto es una escuela?

En una sociedad donde el gobierno repite y mucha gente que tiene incluso posgrados terminados habla en contra del mérito, de formarse, de trabajar cada día, ¿cómo hacemos las voces molestas y discordantes para intentar cambiar eso?

En una sociedad donde son diputados personas que confiesan alegremente y sin consecuencia alguna haber comprado el título secundario, ¿cómo le decimos al hijo de un cartonero que educarse le va a permitir aspirar a algo mejor que eso?

La educación le importa a muy pocas personas, y esos somos los que menos cacareamos defensas vacías de lo que alguna vez fue una educación de excelencia. Los que creemos que la educación no es para que los hijos de los pobres estén encerrados varias horas al día en espacios venidos a menos, los que creemos que es una herramienta para romper el circuito del asistencialismo somos cada vez menos. Pero la batalla aún no está perdida.

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